Inmediaciones de la ecoaldea, 2014
Lo llaman Carnaval. Su apodo no es de los que salieron de Internet, ni uno de los motes con los que la gente de Cenital suele bautizar a los suyos, porque Carnaval no es uno de los suyos.
Carnaval es un nómada. Merodea por las proximidades de la ecoaldea, desde hace tiempo ya. Cada dos o tres lunas aparece frente a las puertas para ofrecer a los aldeanos pescado ahumado, pájaros, conejos, espárragos, sal. Trae pesca, caza y recolección, a cambio se lleva cultivos. Y escucha discursitos e historias de tiempos pasados a la luz de las fogatas de Cenital.
Palabras no intercambia muchas. Habla con «mu’ha zifi’ulhtaz». La máscara de carnaval que lleva siempre puesta esconde las quemaduras de su cara. El muro de silencio que suele desplegar hace otro tanto con su voz a medio amordazar. Apenas pronuncia algunos números para zanjar los trueques y, algunas veces, concede un «holha» y un «aziós» que suenan a destrozo en los labios o la lengua. En el agujero derecho de su máscara veneciana llora un ojo sin pestañas que mira y sopesa las cosas. La otra apertura de la careta de Carnaval está sellada por una gasa.
Suele aparecer solo, aunque trae siempre a la espalda uno de esos hurones que se emplean para cazar conejos y liebres de madriguera.
Con todo, Carnaval tiene una estampa siniestra. Hay algo infausto en la máscara integral de polichinela que lleva, algo preocupante en el machete que le cuelga de la correa y en la escopeta de perdigones que lleva a la espalda. Un chándal negro le recubre el cuerpo y, aunque haga un calor de mil demonios, no se saca la capucha de la sudadera nunca, jamás. Las quemaduras de su cuello hacen ver que probablemente sea mejor así.
Muchos se preguntan si se descubrirá el rostro cuando no haya nadie mirando, porque está claro que Carnaval es un resistente solitario. Uno de los hombres que se hicieron al monte y en él siguen.
Aunque lo cierto es que Carnaval pasa más tiempo junto al mar.
El Mediterráneo se abre inmenso a sólo ochenta kilómetros de la ecoaldea. No parece una mar tan serena y tan quieta como la hacían, ahora que todo se ha detenido. Ahora hay algo que resulta bestial, fiero e implacable en el oleaje.
Una muralla de apartamentos en ruinas parece contenerlo. Y en algunos casos así es, porque el litoral asilvestrado está avanzando mucho en según qué lugares. Carnaval ha visto torres de apartamentos convertidas en acantilados. Mareas que cuando se embravecen con olas de varios metros terminan rompiendo contra las balconadas de lo que otrora fueron residencias de lujo, en primera línea de playa.
Ahora que los arenales, los bajíos y los espigones no se restauran ni se refuerzan cada invierno, ahora que se agota la vida útil de los malecones y las escolleras, ahora sucede que van desapareciendo las playas artificiales, lo mismo que se desquician los jardines o se decoloran los anuncios de champú de las vallas de carretera.
Y parece que había unas cuantas playas artificiales en la Costa del Azahar. La mar ya se ha tragado más de una.
Está la que había a cien metros del apartamento que compró Carnaval.
Fue su inversión aquel apartamento. Su proyecto de futuro. Carnaval pensaba jubilarse frente a la costa, así que compró el inmueble más barato que había, en un complejo vacacional denso y absurdo, que se levantó en medio de ninguna parte.
Cuando todo se fue a la mierda, hubo un incendio. Después Carnaval decidió jubilarse y partió hacia su retiro. Dejó Madrid atrás. Se sabía capaz de procurarse sustento y protección con sólo una bicicleta de montaña, un par de cañas de pescar, una escopeta de aire comprimido, un cuchillo.
Su infancia en el Cantábrico había sido así. Anzuelos que sacaban peces del mar, perdigones que sacaban pájaros del cielo, bicicletas que lo sacaban a uno del mundo. Carnaval se sintió deseoso y capaz de volver a todo aquello, lo mismo que un anciano senil que padece una regresión a la infancia. Y, vaya, parece que lo consiguió.
Encontró lo que esperaba. Que su complejo residencial ya no era ni complejo ni tenía residentes. Eso sí, era suyo. Era su complejo. Se lo habían dejado todo para él.
Al fin y al cabo, fue de los primeros lugares en quedarse sin suministros.
Llegaron los primeros síntomas del Hundimiento y la gente no tuvo otra que abandonar los asentamientos falsificados, lo cual vino a convertir resorts, apartamentos frente a la playa, urbanizaciones de chalés y complejos vacacionales en un conjunto de edificaciones en las que no hubo ni incendios, ni saqueos, ni grupos violentos operando. Nada. Ni rastro del tumulto que dejó a Carnaval sin familia ni ganas de vivir como viven las familias. Las zonas residenciales, ocasionales, de recreo, veraneo… se convirtieron rápidamente en ciudades fantasma, cuando todavía no habían dejado de funcionar todas las gasolineras.
Así que a Carnaval lo dejaron a solas en aquel entramado de edificios de quince plantas, nuevos, sucios y vacíos; a solas en su apartamento por estrenar. En su balcón con vistas a una playa cuya arena no tardó en hacer también las maletas y dejar a merced de los chinarros, el buzamiento y el oleaje las primeras torres de edificios. El mar se puso a mordisquear fachadas sin sosiego ni premura, en cada tormenta. Carnaval podía verlo roer desde su balcón, en el que se divisaba un pequeño pedazo de mar, de refilón, pese a que el inmueble se vendía como un apartamento con vistas al litoral.
Con todo, el balcón de Carnaval pasó a tener vistas… y escuchas al mar: el rumor incesante del oleaje podía oírse, alto y claro, desde su terraza. Cuando el silencio dejó pulsado el botón de las mayúsculas y se puso a teclear, sobrescribió con sus palabrotas los hoteles, los comercios, el balneario, la desaladora, los restaurantes, la autopista, la estupidez, la escenografía.
Pero Carnaval sólo comprendió hasta qué extremo se había ido todo a tomar por culo cuando pasó lo del barco.
Salió a recoger sus trampas de pájaros y lo sorprendió una tormenta colosal justo cuando se encontraba en el ecuador de una larga excursión en bicicleta. Es lo que tiene pedalear cincuenta kilómetros de tanto en tanto, que te puede caer un aguacero capaz de obligarte a buscar un refugio de quince horas.
El diluvio le atizó a aquella comarca reseca una somanta de hostias, se deshizo en mil torrentes que se arrastraron como encadenados a los toros de una estampida. El temporal barrió los suelos y luego los fregó y los lamió. Al final, pasó la tormenta y con ella embarrancó un monstruoso carguero mercante, frente a la playa que se veía, de refilón, desde la terraza de Carnaval.
Así que, para cuando Carnaval volvió a casa, se encontró con que un buque de contenedores se había quedado varado justo en su pedazo privado de mar.
Era tan grande que apenas cabía, volcado a lo largo, tumbado como un cadáver en aquella playa ganada al humedal. Doscientos metros de eslora. Monstruoso tonelaje, titánico calado, ciclópea hélice. Carnaval se acercó a verlo, el casco parecía un monumento, una edificación vanguardista.
Lo recorrió. Buscó una vía de entrada y accedió al interior de la nave, pese a que era complicado y peligroso adentrarse por los camarotes y las bodegas volcadas. Saludó al capitán, apenas un esqueleto. Examinó los contenedores. Esmaltes. Pinturas. Aerosoles. Tomó uno y pintó un nuevo rótulo en la proa, en el lugar donde antes estaba el nombre del carguero mercante.
«La venganza de las ballenas».
Quedó contemplando su obra. De pie sobre el casco escorado. Algo en él recordaba a la estampa de un escalador al coronar la cima y abanderarla.
—Mira, Tiny Little Jumper —le dijo a su hurón, pronunciando las palabras tan mal que ni él las reconocía—, esto es por los cetáceos. ¿Sabes que hubo una época en la que era el aceite de cachalote el carburante que iluminaba el mundo de los hombres? Se usaba en todas las lámparas. O eso cuenta el jefe de la ecoaldea.
El hurón olfateó el salitre a modo de respuesta. Miraba al mar, asomando la cabeza por uno de los bolsillos de la mochila de Carnaval, como si aquello del barco y de las ballenas no fuera con él.
Porque así era.
—Dice Destral que en su momento los mares se llenaron de enormes buques balleneros que faenaron hasta esquilmar el último caladero. Y que, años después, muchos de los cetáceos que sobrevivieron a aquello terminaban varando en las playas, sin que se supiera por qué —añadió Carnaval, en voz alta, obviando o destrozando la mitad de las consonantes.
Luego se preguntó si las ballenas estarían volviendo a poblar los océanos del mismo modo en que los barcos muertos lo abandonaban.
Pero la pesca en aquel lugar era escasa. Carnaval lo sabía bien. Algo en el medio no estaba consiguiendo recuperarse.
Lanzó el aerosol al oleaje. La mar se lo devolvió de un bofetón. A ella tampoco parecía importarle aquel enorme buque mercante.
Al fin y al cabo, aquello no era tan diferente a lo que pasaba, de refilón, en el barrio de Carnaval, cuando la marea roía otra fachada hasta el derribo. O cuando se caía otra grúa, o cada vez que se arrancaba a volar una farola tras un ventarrón.
Carnaval disfrutaba de su soledad en aquel sitio. Recorría los pasillos de los hoteles vacíos en su bicicleta, sintiéndose por un momento como el chaval protagonista de esa película de Kubrick. Se metía en los comercios sin saquear y curioseaba el precio y la idiocia de algún que otro souvenir. Miraba las piscinas llenas de tierra seca, las casetas de los perros llenas de huesos de perro, los campos de golf ajados, plagados de ratas y maleza marrón. Se metía en un balneario surcado por unas grietas que lo hacían parecer todavía más reseco.
Y, a pocos kilómetros de allí, estaba su gigantesca trampa para pájaros y conejos.
Un aeropuerto.
Sin aviones ni gente.
A carta cabal, el aeropuerto que hay junto a Cenital jamás vio posarse un avión y nunca atendió a la gente. Lo proyectaron durante los años en los que el progreso consistía en pavimentar la tierra. Lo abrieron para cerrarlo, poco después, cuando nadie entendía ya para qué lo habían construido. Ciudad Real. Huesca. Reus. Castellón. Barajas… Todos son aeropuertos fantasma ahora. Sólo la presencia o la ausencia de aviones achatarrados marca la diferencia entre las ruinas y lo ruin.
El aeropuerto de Carnaval es una interminable pista despejada y agrietada que otear desde la torre de control. Carnaval sube sus escaleras, se aposta frente a sus ventanales destrozados y se quita la careta.
Sólo se la quita en su apartamento y en la torre de control. Se sabe tan solo en sus atalayas que no duda en quedarse en calzoncillos cuando las habita.
Desde la torre de control puede avizorar toda suerte de pájaros y conejos recorriendo estúpidamente el asfalto. Abre fuego con su escopeta y todos son blancos fáciles, pese a que cada día le cuesta más enfocar con su ojo que apenas puede parpadear y siempre está lagrimeando. Su cara es una máscara llorona, una llaga que no deja de supurar.
Aun así, no suele errar el tiro.
Carnaval estará tuerto, pero ahora tiene una mirada cenital.
Estudia lo que queda del mundo, con hambre. Con un punto de mira.