Lóbrego

Inmediaciones de la ecoaldea, 2014

Sólo los becarios que han operado un satélite espía y los pilotos que han sobrevolado los desiertos de África saben cómo de horrible llega a ser una oscuridad como la que envolvía el coche en el que viajaban. Sobrecoge la intensidad de la negrura natural que se despliega por las noches en ausencia total de luz eléctrica, de contaminación lumínica, en varios cientos de kilómetros a la redonda. La espesura de la oscuridad postcenital no sólo dejará huella en la historia de la humanidad, sino también en la memoria de aquellos que lleguen a verla, porque se trata de tinieblas que no son como cuando se apagan las luces, son como cuando uno se queda ciego del todo.

Mirar fuera del coche les dolía. El asfalto europeo no se hizo para quedarse así de a oscuras. La pintura reflectante de las líneas de la carretera irrumpía escandalosa en el pavimento, hambrienta como nunca.

Circulaban tratando de optimizar el consumo de combustible. Habían calculado que podrían llegar a los trigales sin bajar del coche si no excedían los sesenta kilómetros por hora, aunque lo cierto es que las condiciones del camino ni siquiera permitían que Verónica pusiera la cuarta marcha del vehículo. Rodaban a una velocidad inferior a la prevista, el recorrido se iba a dilatar.

Destral se arrebujaba en el interior de la enorme gabardina de cuero negro que se había puesto sobre el chaleco antibalas. Encendía un cigarro tras otro y mantenía viva la conversación. En parte, porque no solía tratar con gente ajena a su mundo; en parte, porque tampoco había nada que hacer, ni nada bonito que mirar. Tenía los ojos cansados por culpa del contraste de la iluminación, acostumbrado como estaba a cazar a oscuras, con gafas de infrarrojos o faroles de leds de luz fría, de ésos que no ahuyentan a los animales. A sus pies se bamboleaba su macuto, un saco de lona en cuyo interior rodaban cuatro bultos.

La carretera nacional pronto iba a dar paso a la autopista, o a la Carretera del Mediterráneo. Habían decidido determinarlo sobre la marcha, en función de cómo estuviera de despejada la ruta.

Mientras tanto, rodar sobre el asfalto tras la luz mortecina de un único faro resultaba bastante más que lóbrego. Iriña les había cegado un faro y en el otro decidió cambiar la lámpara que venía de serie con el coche por una de potencia inferior; luego, había graduado la óptica para que apuntara al centro y más hacia el suelo que adelante. Aspiraban a no ser descubiertos por nadie, a atravesar aquel camino sin que los descubrieran. Quienes pudieran rondar por aquel sitio, no tendrían nada bueno que ofrecerles.

Y sí. El camino había sido despejado. Kilómetros enteros de asfalto se habían desobstruido con esmero. Solían conducir por un carril abierto de manera artificial, viéndose permanentemente flanqueados por sendas columnas que arrinconaban los vehículos muertos de todo tipo. Camiones calcinados, motocicletas volcadas y gran cantidad de turismos. Coches abandonados a su suerte que ahora se oxidaban y pudrían en las cunetas. Los cristales agrietados, los maleteros saqueados; algunos de los motores, también. De muchos utilitarios brotaba la vegetación, enraizando en las tapicerías y alfombras del interior. En otros podían verse acomodados en los asientos todo tipo de esqueletos.

Gente que no pudo llegar adonde fuera que tratara de huir. Quizás porque no había adónde escapar, quizás porque los pueblos pequeños estaban demasiado lejos o no eran capaces de acoger a todas aquellas personas. O tal vez porque sus almas estuvieran tratando de escapar de ellas mismas, de su propia civilización moribunda. ¿A dónde irías si nadie quisiera venderte comida porque nadie pudiera obtener el combustible necesario para producirla o transportarla? ¿Dónde te metes cuando tu dinero ya no vale para nada y todo cuanto te han enseñado a hacer ya no te ayuda a sobrevivir?

Muchos murieron en sus coches, en los terribles atascos que se formaron alrededor de las grandes ciudades durante los días del desabastecimiento. Las ciudades se convirtieron en gigantescas tumbas de acero y hormigón. Las carreteras en carriles de pánico de doble sentido en las que la gente deambulaba hasta atascarse, desfallecer o enloquecer, como ratas en un laberinto.

Precisamente, las ratas eran las que dominaban el lugar después de todo aquello. Ante la luz amarilla del faro se iban cruzando todo tipo de alimañas corredoras y voladoras que atravesaban el ancho despejado del camino a toda velocidad. Algunas veces, si había que sortear algún obstáculo, el chorro de luz del faro peinaba por unos instantes la vegetación colindante o los amasijos de chatarra, descubriendo los destellos de los ojos rojos de las criaturas agazapadas por doquier, acomodadas en el nuevo ecosistema. Aquí un zorro nocturno, aquí una lechuza. Verónica veía bichos. Destral veía buena caza.

Y veía su pesadilla: el mundo devorado por la negrura. Pensaba en el satélite espía que estuvo manejando en sus tiempos mozos y en cómo habría encuadrado todo aquello el display de su foco. A veces llevaba su mirada al techo solar improvisado de la ranchera y buscaba entre las estrellas, preguntándose si su viejo amigo geoestacionario seguiría orbitando sin ningún becario al mando, mientras el mundo daba vueltas negras lo mismo que una peonza puesta a bailar en un cuarto oscuro en el que ya nadie revelara las fotos.

—¿Y cómo habrán hecho para apartar todos estos vehículos? —preguntó Raúl, por segunda vez.

—La pregunta no es el cómo, es el quién —le contestó Destral—. O el para qué.

—Nosotros creíamos que era obra vuestra —le dijo Verónica.

—Claro —respondió él, en tono de mofa—, en mi ecoaldea es que desplegamos infraestructuras para que nos visiten cómodamente todos los afables supervivientes del reino. Ahora estamos por montarnos un aeropuerto justo donde tenemos los patatales. Cenital, ciudad de vacaciones.

—Entonces… ¿quién crees tú que se habrá tomado tantas molestias en abrirle paso al tráfico rodado por esta zona? —preguntó Raúl.

—Hay una única ruta comercial operativa por aquí: el tramo norte de la N-225. Está bastante despejado entre nuestro asentamiento y la ecoaldea de Teruel, así que supongo que fueron sus aldeanos los que se encargaron de abrir paso hasta nuestro poblado… Ahora bien, hacia el Sur no hay nada. Nada bueno, a carta cabal.

—Oye, ahora que hablas del Sur —dijo Verónica—, ¿lo que nos contó Sapote sobre Valencia es cierto?

—Sí… Parece que vuelve a haber actividad por allí —respondió Destral, al tiempo que apagaba el cigarrillo, bajaba la ventanilla y se abrigaba en su enorme gabardina—. Os dirán por radio que de la huerta malviven unos pocos y que hay gente pululando por la ciudad y en las barracas. Lo que pasa es que las condiciones de vida no son… aceptables para nosotros.

Se hizo un incómodo silencio.

—El año pasado enviamos a uno de nosotros allí —siguió diciéndoles Destral, en un suspiro—. En serio, lo hicimos. Saig’o mandó a la ciudad a un chaval que solía ayudarle a defender la ecoaldea… Se ofreció voluntario, quizás para hacerse el héroe, quizás para escapar de nosotros. Le dimos comida, una escopeta y un walkie-talkie de onda corta para que echara un vistazo y nos informara. Jamás volvió. No sabemos qué habrá sido de él. Apenas consiguió cruzar la Huerta Norte para encontrarla rapiñada y luego se ve que alcanzó el centro ciudad para acceder al Mercado Central. Allí parecen haber tomado el control de todo varios grupos paramilitares que ni siquiera se respetan entre ellos. Extorsionan a los agricultores al tiempo que obligan a muchos a perpetuar la farsa de que el dinero, el comercio y el transporte siguen operativos y prestando servicio libremente. Pero los puestos de fruta y verdura apenas tienen género comestible y en los de carne se engarfian costillares humanos.

—¡Dios santo!

—Mientras tanto en Madrid parece que se haya instalado en el poder una cosa que se hace llamar Comité de Gobierno, que no es otra cosa que un conglomerado de miembros de los cuerpos de seguridad del difunto Estado y profesionales de la seguridad privada y el crimen. Dicen que ellos son España, pero lo cierto es que no verás más banderas amarillas y rojas que en sus barracones.

—¿Y eso es cuanto queda del gobierno central? —dijo Raúl, escandalizado.

—Es una parodia de civilización —le contestó Destral—. Una farsa en la que lo que queda del pueblo finge no estar secuestrado y a merced de los bandidos. Y eso no es lo peor. Apenas pudimos entablar contacto por radio con el chaval un par de veces, pero eso bastó para que nos hablara de caóticos campos de detención reconvertidos en auténticas granjas de carne humana. Así que discúlpame si te digo que no me hace ninguna gracia que esta vía nos conecte con el Sur, o con el centro. Empiezo a creer que alguien de por allí ha descubierto nuestra presencia y ahora podría estar preparando una invasión.