Historia de la ecoaldea, 2011
Al final reunió fuerzas y se decidió. Llamó a la radio.
La mujer de la emisora le tomó los datos y le preguntó por el motivo de su telefonazo. Le escuchó explayarse durante cinco minutos. Le calibró, le interrogó durante otros cinco minutos más. Sapote respondió a todo con la venia de su señoría.
Pese a que su señoría era una precaria.
La voz apática de la becaria le pasó a la voz enfática del locutor los datos del radioyente que llamaba para participar en el programa con la voz rota. Eran las tres de la noche de un martes, tampoco es que hubiera mucha cola de espera para participar, así que Sapote apenas tuvo que esperar otros cinco últimos minutos más para que le pusieran en antena.
Antes le hicieron escuchar la sintonía de Catalunya Ràdio y un anuncio en el que vendían un coche como el que le acababan de embargar. Aquello empezaba a parecerse cada vez más a lo que pasaba cuando Sapote trataba de hablar con su banco. Le ponían música. Le ponían en espera. Le ponían en evidencia. Le ponían malo. Le vendían motos.
Sapote se sentía al límite de sus fuerzas. Ya sólo quería que alguien lo escuchara. Sólo que alguien lo escuchara. Al fin. Se disponían a darle paso.
Una emisora autonómica a horas intempestivas era lo más que iba a conseguir, ahora que era un paria.
—Parece ser que tenemos una nueva llamada esta noche. Al teléfono está Higinio, de Mataró… Higinio, buenas noches.
—Buenas noches —respondió Sapote. Entonces lo llamaban Higinio; además de hijo de puta, desgraciado, bastardo, chorizo, pirata, explotador.
En pocos minutos comenzarían a llamarle Sapote. En pocos minutos, en cuanto vomitara en antena lo que le estaba carcomiendo, daría comienzo el resto de su vida.
De su vida de batracio.
—Cuéntanos, Higinio, ¿qué es eso tan terrible que te atenaza el corazón?
Dicho lo cual el oyente medio se despachaba acerca de sus amoríos, o de sus problemas de salud, o de sus conflictos familiares, laborales. Psicológicos.
Económicos.
—Debo al banco en torno a ochocientos mil euros —dijo Sapote, tras un solemne silencio, y ahogando un sollozo.
—Ajá. Créditos hipotecarios, supongo.
—No. No es una hipoteca. Es el agujero que tiene el negocio familiar.
—Hum… Ya veo, Higinio. ¿Y crees que podrás sanear tu empresa?
—No es una empresa, es un grupo. Varias sociedades, todas afectadas. Mis tiendas van ya por su segundo o tercer expediente de regulación de empleo. Deben mucho dinero y apenas están facturando… Temo que no hay otra que cerrar, cancelar todas las empresas. Mandar al paro a una veintena de buenos trabajadores a los que adeudo varias pagas. Dejar sin cobrar a una docena de proveedores a los que debemos meses de suministros. Mandar a vivir bajo un puente a toda mi familia, que consta como avalista solidaria de los últimos préstamos que solicité para sanear el grupo…
—Eso es terrible, Higinio… ¿Has considerado la posibilidad de incorporar un nuevo socio al negocio?
—¡Pero si ni siquiera yo mismo quise ponerme al frente de este negocio, en su día! —dijo Sapote, con ambas mejillas surcadas por sendos lagrimones, pero sin que la voz le temblara un ápice—. Heredé una pequeña cadena de establecimientos, hará siete años. Por aquel entonces estaba yo a punto de licenciarme en medicina, cuando mi padre faltó y no tuve otra que ponerme a defender el sustento de mis parientes. Alguien tenía que hacerlo. De manera que me vi metido a empresario, por imperativo moral, por proximidad, por compromiso familiar. Jamás tuve vocación o formación para emprender o liderar un negocio, pero ahora me veo responsable de formalizar la quiebra total, tras haber hecho lo indecible por sanear y viabilizar hasta la última de mis tiendas. Mañana voy a tener que cerrarlas después de una larga agonía y sin haber ganado absolutamente nada más que una deuda de por vida, en siete años de trabajo de sol a sol.
—Hum… Ya veo. Es una tragedia, Higinio. Imagino que habrás explorado todas las opciones y posibilidades a tu alcance…
—Pues no.
—¿No?
—No. Os llamo para contároslo. El caso es que me queda una última —dijo Sapote.
Y entonces Higinio croó.
Su primer hipo, en años.
Su ataque definitivo de singulto persistente.
¡Hic!
Desde aquel instante hasta el último de sus días, Sapote habría de hipar en torno a setecientas veces al día. Algo se rompió dentro de él, en aquel momento. En antena.
Se encontraba en una de sus trastiendas, frente a los libros de cuentas, frente al portátil, las facturas de clientes y proveedores, los papeles de los bancos, la emisora de radio de su iPod…
Apagó el flexo que tenía sobre la mesa. Cerró el ordenador portátil. La oscuridad le cayó encima como un sudario. Una mano para sostener el auricular, la otra para sostener la cabeza. Los hombros para sostener el peso del mundo.
Tenía tanto que decir ahora, y ahora le fallaba la voz.
Hic.
El silencio se apoderó durante unos segundos del espacio radiofónico. Sólo la respiración entrecortada por el hipo de Sapote se escuchaba, en antena. Sapote lo veía todo negro.
Y una bombilla mediática pareció encenderse entonces sobre la cabeza del locutor de la radio. Se disponía a destripar la llamada:
—Siempre hay una solución, Higinio. Siempre hay una salida.
—Sí, así es. La tengo aquí… ¡hic! …justo delante de mis narices. Ahora me doy cuenta de que siempre había estado ahí —respondió Sapote, rastrillándose la cara con los dedos de una mano al tiempo que cerraba los ojos. En la otra mano, un papel.
—Cuéntanos, explícanos cuál es esa salida a sus problemas, Higinio… Me han dicho mis colaboradores que has encontrado una fórmula que te permite saldar tus deudas con el banco sin que tengan que embargar a tus familiares. Andamos faltos de noticias como ésas, hoy en día. Y estamos ansiosos por escuchar tu solución a una crisis como la tuya, pero eso nos lo vas a tener que contar… tras un par de anuncios.
Y pusieron media docena de cuñas. En una de ellas se anunciaba la caja que se disponía a embargarle a la madre de Sapote el piso en el que vivía, cuidando a su vez de la abuela de Sapote.
Sapote las imaginó a las dos en la calle. Bonita «obra social» para la caja. Sapote lloraba como un cerdo en el matadero. Hipaba como un sapo cantor.
Tras la cuña del banco pusieron una de Vitaldent y una de Corporación Dermoestética. En ambas ofrecían financiación a medida y facilidades de pago. Sapote sintió ganas de matar, de cagar y vomitar, de destrozar el teléfono.
Mientras tanto, a ochocientos kilómetros del establecimiento de Sapote, Destral fumaba un cigarro, con una enorme sonrisa en los labios. Agro y él habían acampado en lo alto de una pequeña montaña que se levantaba en solitario y en medio de ninguna parte.
Tumbados boca arriba, miraban a las estrellas.
El programa de radio sonaba por encima del canto de los grillos.
—Ese pardillo la va a liar parda, en antena, ahora mismo —dijo Destral.
—¿Qué? —le respondió Agro.
Eran las tres. A esas horas Agro ya estaba demasiado fumado para la radiodifusión. Y demasiado radiactivo para esfumarse.
—Espera y verás —le dijo Destral. Y Agro se las ingenió para atender a la radio.
En la que se terminaba la música y se sucedían las cosas en catalán.
—Higinio.
—Sí.
—Nos decías que habías encontrado la fórmula para cancelar tus deudas con el banco y salvar tu medio de vida.
—Sí.
—Cuéntanos. ¿Cómo vas a hacer para sanear ese agujero de casi un millón de euros?
—Muy sencillo… ¡Hic! Los créditos que me concedió la caja conllevan cada uno un seguro de suscripción obligatoria. Una póliza que me fue impuesta a la hora de escriturar el préstamo.
—¿Ajá?
—La póliza garantiza el pago de todos los préstamos en caso de fallecimiento del administrador.
Se hizo un instante de silencio.
—¿Cómo dices?
—Digo que los papeles que me hizo firmar el banco recogen que, si yo muero ahora… ¡hic!, todos cobran. En cambio, si sigo vivo tras la quiebra, ni mi abuela ni mi señora madre ni mi señora a secas tendrán donde caerse muertas, jamás.
—Pero…
—Pero esto no es un desatino ni una amenaza. ¡Hic! Es un hecho, como que dos menos dos son cero —zanjó Sapote, sin que le volviera a saltar la voz ni que le dejara de temblar.
Sorbió. Ahogó un sollozo.
Y un silencio asfáltico se adueñó del mar de ondas de radio. La emisora pavimentó una pista de aterrizaje entre locutor y receptor.
Pero ninguno de los dos se atrevió a cruzarla.
El presentador del programa llevaba diez años haciendo radio a las tantas. Sabía de sobra cómo tenía que responder cuando llamaba al programa un radioyente desesperado hasta el límite. No era la primera vez que despachaba con un suicida en potencia.
Pero el suicida en potencia que había tras aquella llamada estaba harto de que todos le trataran como si estuvieran conduciendo un espectáculo. Se había convertido en el espontáneo dispuesto a despelotarse en medio de los faustos sólo para arruinarle el festival al respetable. Yo no puedo tener paz, pero ése será vuestro conflicto.
Como si estuviera arruinando una boda, lo mismo que un testigo que opta por hablar ahora y no callar para siempre, Sapote se decidió a zanjar su intervención en antena:
—Me quieren muerto y muerto me tendrán.
—Higinio, no hagas ninguna tontería, hombre. No es el final de nada que hayas escogido tú.
Pero Higinio ya estaba muy lejos.
Colgando el teléfono.
—Higinio, por favor, no pierdas la cabeza. No hagas nada de lo que puedas arrepentirte en el último segundo —dijo el locutor.
Pero esa frase se quedó en los auriculares de botón del iPod de Sapote, que no en los de su teléfono. Toda la audiencia pudo oírla, menos el interlocutor principal.
El interlocutor principal acababa de colgar y empezaba a pensar en colgarse, pendulear, gravitar muy alto, a nivel geoestacionario; tenía un ataque de llanto, con espasmos e hipos. Estaba hecho un sapote de metro noventa y siete. Catarsis privada, a micrófono cerrado, mientras el locutor vomita sapos y culebras. Que no te nos mates, Higinio. Que no hagas ninguna tontería. Que mira cómo me suben las llamadas esta noche a costa de lo tuyo. Que nosotros no queremos que te mueras. Que no te vayas, Higinio. Que ni que fuéramos amigos de toda la vida y toda la muerte. Que aquí tenemos una llamada de alguien que sí tiene un remedio para lo tuyo:
—Yo tengo empleo y sustento para ti y para los tuyos, Higinio. Para la gente que trabaja en tus negocios y para todo aquél que me escuche dispuesto a levantar una azada contra lo que te ha hecho levantar a ti el teléfono esta noche.
—Cuéntanos cómo va eso, Jesús —dijo el locutor.
—Eso va de que dos más dos son cuatro, en el mundo de los hombres, en el país en el que no se multiplican milagrosamente ni los panes ni los peces, en el sitio en donde nadie ata los perros con longanizas —dijo el fulano que acababa de telefonear al programa, con la voz de Destral y el acento de su valenciano en una emisora catalana—. Lo mío va de que la economía real sigue existiendo para quien esté dispuesto a apostar por ella y de que hay miles de fincas que necesitan agricultor. De que, lo mismo que hace dos mil años, la agricultura es agua y basura.
—Jesús, pero nuestros radioyentes quieren que concretes las condiciones de tu oferta de trabajo…
—Pues diles que me dejen un teléfono al que pueda llamar y en breve les contactaré. Y dile a Higinio que me has dado su número, para que me ocupe yo de que su aseguradora no le cubra las pólizas. Hazle saber que en caso de suicidio del asegurado no se hacen cargo de una puta mierda. Dile que su única opción es apostar por mí, que lo espero en el móvil que me acabas de tomar. Que he llamado esta noche porque le quiero conmigo y que, si no quiere que me ocupe de que su plan salga mal, más le vale llamarme; y que si no lo hace mañana mismo me pongo a telefonear a todas las aseguradoras que operan en su ciudad para explicarles lo que acabo de escuchar, no sea que terminen pagando ochocientos mil euros a un fraude de seguros.
—Pero Jesús…
—Pero mierda. O conmigo o contra mí… Por no ser cálido ni frío, sino tibio, te vomito de mi boca.
Y colgó.
No es que Destral tuviera por costumbre emplear citas bíblicas, es que habían fumado bastante.
Sus risotadas se enseñorearon de aquel paraje. Hicieron enmudecer a los grillos. Por un instante, Agro y Destral parecieron una pareja de chavales haciendo gamberradas por teléfono.
Pero al cabo de unos minutos sonó el móvil de Destral.
Y era Sapote, el médico.