Inmediaciones de la ecoaldea, 2014
La ranchera roja avanzaba con dificultad, a plena noche, con las luces del poblado reflejándose en sus espejos retrovisores. Tres bicicletas de montaña se bamboleaban en cada bache desde su enorme maletero, allí compartían espacio con sendas mochilas repletas de agua y víveres para unos pocos días, así como un par de pequeños bidones sellados al vacío en los que se agitaba una transfusión de gasolina de la que echarían mano cuando terminaran con la del depósito, tras lo cual tendrían que pedalear.
En el asiento de atrás iba Raúl, jugando con una subespecie del clásico fusil de asalto soviético, pieza de la historia solvente —pero vetusta— y que nunca pasará de moda. Saig’o le había confiado el arma y munición como para volar por los aires un búnker nazi. De instrucción, le bastaron diez minutos.
En la parte delantera del Ford estaba Verónica, al volante. Y Destral, a su lado, ocupaba el asiento del copiloto. Era mejor dejar a Raúl solo en el banco de atrás, de modo que tuviera libre acceso a ambos flancos del vehículo, por si había que abrir fuego durante el trayecto. Además, Marko, el herrero de Cenital, le había practicado a la ranchera un «monstrrruoso» boquete en el techo con la intención abrirle una tercera línea de fuego a Raúl, no fuera que le hiciera falta disparar al frente del vehículo.
Destral acomodó su equipaje junto a sus pies: apenas un macuto confeccionado con los restos de un saco de boxeo en el que se adivinaban cuatro bultos. Luego graduó su asiento, maravillado al volverse a sentir instalado en lo práctico de la sociedad industrial; no en vano hacía cinco años que no subía a un coche. Se arrellanó en el respaldo, dejando reposar sus riñones con cuidado y se colocó correctamente el reposacabezas. Cuando acabó de ponerse cómodo en su asiento, bajó un poco la ventanilla y subió el parasol.
—¡Míralo, parece un niño pequeño con unos zapatos nuevos! —rio Raúl, incapaz de sacarle la vista de encima.
—No sé qué te extraña —respondió él, sin poder sacarse aquella enorme sonrisa de la boca—, en nuestro poblado están aprendiendo a hablar unos chavales que nunca habían visto un vehículo como éste en funcionamiento. Lo más parecido a un turismo que conocen es un tractor que hacemos funcionar con gasógeno un par de veces por temporada. A menudo, nos preguntan cómo eran nuestros coches cuando vivíamos en las ciudades y lo cierto es que los primeros pobladores ya ni nos acordamos de eso.
—Niños. Sí. Los vimos. Tenéis un problema de natalidad, supongo —le dijo ella, subiendo una marcha.
—No lo sabes tú bien. Los europeos solíamos preguntarnos por qué África no era capaz de controlar su población y, ahora que lo tenemos que comprender experimentándolo en nuestras propias carnes, lo cierto es que no es tan agradable como debería.
—Y el resto de la vida en Cenital, ¿es agradable? —preguntó Raúl.
—Pues no. No lo es. Pero es que nosotros no ofrecemos un destino vacacional ni un retiro en las montañas. Nosotros ofrecemos sembrados, casas de paja, muchas moscas, toxoplasmosis en cada mierda de gato y dieta hipocalórica. Si estáis pensando en uniros a nuestro grupo para vivir felices en un romántico resort rural estáis patinando, porque…
—Ya va, ya va. No pararás, ¿verdad? —cortó Verónica—. ¿Tú quieres que nos vayamos, que nos busquemos la vida por otro sitio y os dejemos en paz? ¿Y dónde nos íbamos a meter si hiciéramos eso? ¿Qué otra cosa podemos hacer más que aspirar a que nos hagáis un hueco?
Destral suspiró.
Abrió la guantera frente a sus rodillas y la registró groseramente. Apartó una gamuza sintética, un juego de lámparas de recambio y cogió un paquete de chicles. Lo olfateó, lo devolvió a su sitio. Acto seguido, reparó en un paquete de Marlboro. Lo abrió, lo olfateó. Sacó un cigarrillo.
—Lo hueles todo antes de consumirlo. Eso todavía te hace parecer más animal.
Destral se recolocó el sombrero panamá sobre las rastas y luego se puso el pitillo entre el dedo índice y el corazón. Pulsó el botón del encendedor integrado en el salpicadero del vehículo y sonrió, mostrándole al retrovisor en el que se asomaban los ojos divertidos de Raúl el agujero negro que había ahora donde antes estaba su colmillo superior derecho.
—Raúl, hijo, el sentido del olfato es crucial para la supervivencia —le dijo, valiéndose de su habitual tono discursivo—. Lo tenemos ahí para distinguir lo que se puede consumir de lo que no. Uno aprende a rescatar algo tan básico como son los olores cuando pasa a depender de ellos. Ya lo comprenderás cuando vayas espabilando.
—Ese tabaco era para negociar con él, Destral —dijo Verónica en cuanto sonó el resorte del encendedor del coche, con su lumbre lista para prender.
—Pues entonces tenemos un trato —le contestó al tiempo que se encendía el cigarrillo—. Porque yo llevo varios años echando esto en falta, qué coño. Mil gracias.
Dio un par de caladas profundas al pitillo y luego se puso a manosear el mp3 que había integrado en el salpicadero, junto a la emisora de onda corta. Sólo le hicieron falta unos breves instantes para hacerse con el funcionamiento de los controles, cambiar de carpeta un par de veces, hacer scroll por la lista de ficheros y seleccionar una playlist de Massive Attack. Luego, el trip-hop invadió el interior del coche.
Lo dejó sonar durante media hora mientras Verónica negaba una y otra vez con la cabeza. Finalmente, cuando ya se habían alejado un largo trecho de la ecoaldea, apagó el equipo.
—Me encantaría poder escucharlo entero —les dijo—, pero supongo que no estamos de vacaciones.
—Eso mismo te iba a decir yo —añadió ella.
—Oye, manejas mejor que yo ese chisme —le dijo Raúl, aprovechando el silencio—, que me lo compré poco antes de que las cosas empezaran a ponerse mal y nunca fui capaz de encontrar las carpetas tan rápido como tú. ¿Es verdad que eras ingeniero antes del colapso?
—Ajá. En química y en informática, aunque mi verdadera pasión siempre ha sido la evolución de las civilizaciones primitivas. Ocho años de mi vida estudiando para terminar comiendo cuervos crudos sin molestarme en desparasitarlos antes.
—Decían que trabajabas para el gobierno y que lo dejaste para montar la ecoaldea en cuanto viste lo que iba a pasar.
—Fui becario, en Inteligencia. Duré poco. Vi un par de cosas. Nada del otro mundo. Nada de información privilegiada sobre el estado de las cosas que me convenciera de que se avecinaba un colapso societal internacional. Nada que fuera más revelador que la distancia entre las leyes de la termodinámica y el comportamiento del primate medio.
—¿Cuánto hay de verdad de todo lo que decían de ti por la red? ¡Te convertiste en un tipo famoso en cuanto las cosas empezaron a ponerse mal, antes de que las conexiones dejaran de responder!
—Dejaron de responder las conexiones domésticas de las ciudades, porque muchos de los backbones de Internet siguen funcionando —le contestó Destral, exhalando humo al hablar—, aunque lo que queda de la red ahora apenas tiene unos pocos miles de navegantes. En el poblado tenemos una conexión VSAT que sigue operativa y un par de cuentas de acceso y correo electrónico que funcionan bastante bien, gracias a que los operadores islandeses a los que les contratamos el servicio siguen dándonos cobertura ahora que ya no podemos pagarles.
—Entonces… ¿podéis comunicaros con el exterior? —preguntó Raúl, boquiabierto.
—En rigor, sí. Lo que pasa es que en la mayor parte de la Internet de la que hablas ya no hay ni actividad ni gente ni servidores de nombre de dominio ni comercio ni noticias de ningún tipo, porque muchos de los sistemas de alojamiento de recursos online dejaron de funcionar con el apagón. Siguen conectados los centros de servicio de los países que todavía tienen operativas algunas redes eléctricas y los pocos usuarios como nosotros. Casi todos los foros vivos son deprimentes a más no poder y casi todas las páginas web están plagadas de enlaces muertos. La red es otro cementerio más, en estos tiempos que nos ha tocado vivir. Lo mismo que las grandes ciudades y los Estados. Vestigios. Reliquias. Testigos fósiles. El hombre ha pasado de ser un consumidor a ser un arqueólogo, el mundo ha dejado de ser un inmenso centro comercial para convertirse en un puto desguace. Internet también. La gente pasa ahora demasiado tiempo hambrienta como para pasarlo conectada.
—Pero… ¿el apagón no fue global?
—Fue global en países como el nuestro, pero en otros quedan muchos parques eólicos operativos, buenas minas de carbón y algunas centrales nucleares que todavía tienen uranio para funcionar. Aunque eso da igual, porque con un suministro eléctrico caro, sucio, escaso y de gran coste de mantenimiento apenas se pueden mecanizar las industrias agropecuarias y las redes de transporte, que es lo que falla en casi todo el planeta. Internet no.
—Es irónico —graznó Raúl—. En Cenital no tenéis para plastificaros las pichas, pero seguro que podéis descargaros películas sin pagar.
—Lo verdaderamente irónico de todo esto es que mientras los gobiernos se disolvían, los pueblos morían de hambre y las ciudades ardían y se vaciaban… Nosotros, los neoprimitivistas, teníamos a pleno rendimiento nuestras conexiones IP satelitales. Eso y que ahora los países mejor conectados son los que antes apenas disponían de accesos dignos a Internet. Han ido cayendo muchos enlaces por cable, pero siguen funcionando los de órbita geoestacionaria, conque los puntos de acceso a la red más aislados han terminado convirtiéndose en los últimos en caer. Hay por ahí un foro internacional, una lista de correo electrónico en la que nos hemos reunido los… líderes tribales.
—¿Te incomoda el tratamiento?
—Pues sí. Porque yo no lidero nada. Si yo fuera el líder de mi poblado igual os habríamos repelido a balazos. Yo lo único que hago es buscarme la vida como buenamente puedo. Es lo que llevo haciendo desde que salí del orfanato. Entonces ya era yo el delegado de los grupos, de ahí pasé a ser delegado de la clase en las aulas y luego fui a parar a los consejos de estudiantes universitarios. Ya ves, siempre he ido dando la cara por la gente con la que me iba juntando, eso no es muy diferente de lo que hago en la ecoaldea. Y eso no me convierte en un líder tribal como los demás.
—¿Y cómo son los demás líderes tribales?
—Despóticos. Aburridos. Adictos al control. Yo hablo con dos de ellos casi todas las semanas. Mantenemos contacto por radio con la ecoaldea de Teruel y con la de Huesca. Las comunicaciones de verdad ya no transcurren por Internet, sino por onda corta.
—¿Y no comerciáis con ellos?
—Algunas veces los de Teruel se atreven a plantarse en nuestro poblado con un coche eléctrico e intercambiamos excedentes. Cualquier día de éstos los asaltarán en el camino y se nos acabará el chollo.
El semblante de Vero se ensombreció cuando terminaron de recorrer la cañada que conducía a Cenital y, tras atravesar las ruinas carbonizadas de una antigua población abandonada, accedieron a una carretera secundaria, rumbo a la autopista.
—Temes a los salteadores de caminos —le preguntó, visiblemente inquieta al acceder por fin al camino asfaltado—. ¿Crees que daremos con ellos de aquí a los campos de trigo?
—Creo que ellos darán con nosotros —le respondió Destral, girando el ala de su sombrero panamá para despejarse la vista y aprovechar mejor la luz de la luna y el fulgor amarillento del único faro del vehículo.
—¿Por qué dices eso?
—Porque yo sé cazar. Y me he fijado en que el tramo del camino que estábamos recorriendo hace poco estaba sin asfaltar.
—¿Y qué?
—Y lleno de pisadas. De pisadas de cascos sin herrar.