Historia de la ecoaldea, 2009 — 2014
Éste es M1guel. Hola, M1guel.
Vaya, no nos oye. Hazle un gesto si quieres saludarle. M1guel es sordo, ahora.
M1guel. Cuarenta y seis años. Alicantino. Antes conocido como M1guel Armengol Cuadras. Ex agente de la propiedad inmobiliaria. Alfarero de cenital. Trabaja la arcilla y el barro como nadie, ya sea haciendo adobe, ya sea modelando todo tipo de envases. Antes era el dueño de un Porsche Cayenne, ahora el amo del torno. Antes poseía un empleo de quince mil euros por comisión, ahora es propietario de dos ojos abatidos, dos manos amables y dos oídos que no ejercen. Perdió la mayor parte de la audición durante el asedio de Cenital. También perdió a su mujer y a su hija y lo que le quedaba de corazón. Sobrevive, sólo sobrevive, porque es demasiado valiente para matarse y demasiado cobarde para volver a vivir.
Con su familia y sus tímpanos perdió también al mundo. Ya no trata de relacionarse con nadie más allá de cuatro gestos de amabilidad, cuatro vasijas, dos botijos, quince ladrillos de adobe y cuatro sonrisas.
Antes no hacía nada por nadie. Era un depredador. Amurallaba las costas, pavimentaba el mundo, hipotecaba a los «pepitos»[3]. Ahora no hace nada que no sea por alguien. Mendiga humanidad a diestro y siniestro. Lo mejor que puede pasarle es que Agro le invite a fumar porque sí, o que Iriña le aseste un abrazo mortal a cambio de sus mejores cuencos. Eso le recuerda que todavía no se ha muerto del todo.
Los primeros pobladores recuerdan cómo hizo para llegar a Cenital. Lo recuerdan bajando del Porsche Cayenne vestido con un traje carísimo y agitando un móvil de seiscientos euros.
Hacía falta mucho para que un triunfador como M1guel se acercara a un sitio como aquél, pero lo cierto es que no tuvo otro remedio.
Iba él con su cochazo peinando las montañas en busca de alguna finca bonita que marcar en el GPS. Ya había encontrado varios rincones bucólicos que le habían gustado. Su plan era construirse un chalet por aquellos parajes tan apartados, ya fuera al sur de Tarragona, al norte de Castellón o al este de Teruel. Ahora que estaba estrenando el Porsche, tocaba ir pensando en la segunda vivienda. Lo que no tenía nada claro por aquel entonces era lo que verdaderamente significaba conducir un coche como aquél.
Un coche que no es capaz de cruzar la Autovía del Este sin quemar cien litros de gasolina. Un coche de nuevo rico, de accidente a punto de ocurrir.
Se le encendió el testigo de reserva de combustible y, poco después, se le apagó el motor, dejándolo tirado en medio de ninguna parte, en una cañada rural sin asfaltar, sin cobertura ni población cercana hacia la que poder caminar.
Lo más parecido que había visto M1guel en los últimos kilómetros era Cenital. Cenital, en pañales. Apenas una parcela rural reconvertida en huerta junto a la que habían acampado «cuatro guarros». Ese era el nombre que puso al marcador que parpadeaba en el GPS de M1guel: «cuatro guarros». Un punto a evitar, a dos kilómetros de allí. Luego estaba la pedanía de un pueblo pequeño, diez veces más lejos.
Así que M1guel echó a andar, volviendo sobre sus pasos, en dirección a la finca de los «cuatro guarros», rezando porque su móvil recobrara la cobertura antes de que le tocara pedirles ayuda, a los «cuatro guarros».
Desde el valle que caía junto al camino, lo vieron salir del coche y acercarse los «cuatro guarros». Las rastas de Destral, las trenzas de Agro, el pelo-de-escoba-que-no-recuerda-el-champú de Iriña, la cresta corta de Crestas, la calva tatuada de Gor0. Todos bromearon mientras M1guel movía su iPhone a un lado y a otro como el que mueve un contador geiger o una vara de zahorí, hasta que sus pasos cuesta abajo lo llevaron a atravesar el carrascal junto a la entrada de la aldea.
La aldea, entonces poco más que un patatal a medio amurallar sobre el que pululaban gatos de todo tipo de pelajes y tamaños.
—¿Hola? —preguntó M1guel, con más miedo que ganas.
—Adiós —contestó Agro, con más ganas que risa.
Los «cuatro guarros» estaban formando un círculo alrededor de un contenedor de hormigón con el que aspiraban a terminar la espantosa muralla que estaban construyendo para cerrar el acceso a sus tierras. Gor0, puro músculo vestido de sudor espeso, removía la mezcla con un poste de madera. Destral dejaba caer aditivos químicos sobre el cemento, Agro controlaba el agua e Iriña volcaba arena cada vez que Gor0, que controlaba la consistencia de la mezcla, se lo indicaba.
—Hola.
—Jau, rostro pálido —contestó Destral, con sarcasmo. Destral sabía que para aquel tipo eran poco más que indios.
Ninguno de los «cuatro guarros» interrumpió su tarea. Apenas lo miraban. Los únicos que prestaban atención a M1guel eran los gatos del lugar.
—Disculpad si os molesto, es que necesito ayuda. Mi coche me ha dejado tirado, no tengo cobertura, está anocheciendo y…
—Y aquí estamos incomunicados por completo —mintió Destral, sonriendo a sus amigos.
Porque la antena de la emisora de onda corta de Destral no se veía desde la entrada a la parcela. Y no servían de mucho los teléfonos de Cenital, con aquella total falta de cobertura. Por alguna razón que nadie entendió en aquel momento, Destral engañó a M1guel.
—Nosotros no tenemos gasolina ni vehículos a motor —le dijo Agro, dejando que se acumulara mentira tras mentira y sonrisa tras sonrisa.
—Somos amish —añadió Destral, con sorna. La broma desplegó un murmullo de risas tras de sí.
—En serio —insistió—. Esto es una ecoaldea autosuficiente en la que aspiramos a vivir empleando tecnología sostenible y poco más. Lo único que podemos hacer por ti es invitarte a cenar antes de que se haga de noche y caiga sobre nosotros una rasca de diez bajo cero… Hace un frío terrible en este sitio, en cuanto se pone el sol.
—¿Estás loco, tío? ¿Vas a invitar a papear a este jena? —le preguntó Agro a Destral, llevándose el índice a la sien al tiempo que meneaba los cascabeles que había en la punta de sus trenzas.
—No, no, para nada —zanjó M1guel—. No voy a cenar aquí. Yo no deseo importunaros. Sólo trato de salir de este sitio, eso es todo. Os agradezco el detalle, pero no puedo quedarme a pasar la noche con vosotros.
—Entonces tendrás que dormir dentro de tu coche, amigo —dijo Destral con su habitual semblante solemne y fúnebre—. Porque no creo que con esa ropa seas capaz de atravesar estas montañas sin morir de la hipotermia antes del amanecer. Créeme, sé de lo que hablo. He caminado por cordilleras de todo tipo. Y ahora vivo aquí.
—¿En serio que no hay alguna otra manera de resolver lo mío? —insistió M1guel—. ¿No hay cobertura de aquí a Xiva de Morella?
—Pues no. Te lo aseguro —dijo Gor0, sin dejar de remover aquel poste en círculos, gruñendo del esfuerzo al hablar—. Aquí para felicitar las fiestas a nuestros familiares y amigos hacemos excursiones de varias horas. No sé qué es lo que has venido a hacer por estas tierras, pero te aseguro que estás muy aislado de la civilización.
—Yo sí sé de un sitio donde hay cobertura. Salgo de caza hacia allí esta misma madrugada, si quieres. Calculo que a las siete de la mañana coronaré lo alto de esas cimas —dijo Destral señalando la cumbre de los picos a sus espaldas, improvisando mentira tras mentira—. Si te quedas por aquí, para entonces te pido una grúa en cuanto la cobertura me dé señal. Sólo tienes que decirme tu nombre, la matrícula de tu seguro, el número de tu póliza y ya me ocupo yo de que los de asistencia en carretera te saquen de aquí… Pero tendrás que aceptar nuestra hospitalidad y quedarte a cenar con nosotros.
Una sonrisa lobuna se instaló de repente en los morros de Agro.
—Eso, siéntate a la mesa con nosotros, amigo pureta. Mesa, lo que se dice mesa, no tenemos ninguna, pero Crestas está cocinando una crema de berenjenas de puta madre para cenar.
Iriña miró a Agro y luego miró a Destral, sin entender a qué estaban jugando con aquel pobre tipo.
Y aquel pobre tipo se encogió de hombros, se aflojó la corbata y dijo:
—Yo… no sé qué decir. Mil gracias, de verdad. Esto es todo un detalle por vuestra parte —dijo M1guel, casi con su subconsciente añadiendo aquí un «guarros de mierda»—. Juego estupendamente al mus. ¿Hacen unas partidas? Euhhh… ¿Os ayudo con eso? Oye… ¿qué estáis haciendo?
—Hormigón —gruñó Gor0, del esfuerzo.
—Ah… ¿Pero esta finca es urbanizable?
—No la urbanizaríamos jamás, amigo. La estamos amurallando —respondió Destral.
Y M1guel ya no se atrevió a preguntar nada más.
Un enorme gato siamés se frotó obscenamente contra sus piernas y le soltó una minúscula meadita en sus zapatos italianos.
Se fraguó el hormigón y con él se colocaron medio centenar de ladrillos de cemento frente al atónito recién llegado, que no sabía dónde meterse, luego se recogió la improvisada hormigonera y entonces se puso el sol. Y cuando la noche se desplomó sobre el valle la negrura se enseñoreó de todo, la oscuridad volvió a ser lo que debe ser y la luz se tornó hambrienta ante los ojos asombrados de M1guel y los ojos centelleantes de los mininos. Los «cuatro guarros» se lo llevaron al fondo de la finca, junto a su campamento. Junto al río.
En el centro del lugar, una enorme marmita de cobre reposaba sobre el fuego de leña. Un delicioso aroma a crema de berenjenas se desparramaba a su alrededor. Una corona de antorchas circundaba el lugar, dejando que la iluminación pudiera calentar y temblar a su antojo.
Casi nadie le daba conversación a M1guel. De vez en cuando, él trataba de cruzar palabras con alguno de aquellos «perroflautas» pero no se formaba conversación alguna en la que pintara nada en absoluto. Y eso que M1guel se sentía maravillado por lo pintoresco y turístico que para él resultaba todo aquel ambiente, tan primitivo, tan tradicional, tan rústico. Estaba pasando con él lo mismo que pasaba cuando Destral traía leña al poblado: la gente apenas reparaba en su existencia hasta que tocaba prenderle fuego.
Se sentaron en el suelo, sobre mantas, pieles y cojines para que no se les congelaran las nalgas. Formaron un gigantesco corro en torno a la hoguera y Crestas, cocinera de la aldea, sirvió la crema de berenjenas en los habituales boles de madera y arcilla. Se hizo el silencio mientras todos comían, hasta que M1guel dijo:
—¡Caramba! ¡Esto no puede estar más rico! ¿Cómo puede ser la mejor crema de verduras que habré comido jamás? ¡Y os aseguro que he comido en los mejores restaurantes del país!
Destral desenvainó su lengua y ensartó el corazón de M1guel:
—Te diré. Ya pueden estar buenas las putas berenjenas. Las abonamos con nuestras propias mierdas.
Algunos se sonrieron. M1guel no supo qué hacer. Abrió la boca de par en par, mostrando groseramente lo que tenía sobre la lengua, pero no fue capaz ni de protestar ni de escupir la comida.
—Empleamos compostadoras vivas para obtener abonos ecológicos, como se ha hecho toda la vida —intervino Agro, hablando en tono conciliador para tranquilizar a M1guel—. La compostación convierte en fertilizantes naturales los desechos biológicos tras un largo proceso orgánico que resulta perfectamente saludable e higiénico. No tienes por qué preocuparte.
—Soy de asfalto, yo —dijo M1guel, tras tragar lentamente y mientras se preguntaba para sus adentros cómo podía haberse visto inmerso en semejante situación—. Estas cosas me superan —añadió, sintiéndose más fuera de lugar que nunca.
Y ya no probó apenas nada durante el resto de la cena. Pero daba igual. El trabajo estaba hecho. Para cuando sacaron la fruta del postre, M1guel estaba empezando a encontrarse mal.
Muy mal.
—No sé qué me pasa de repente. Me siento raro. Todo me da vueltas. Yo…
—Gor0, sujeta al pureta —dijo Destral, poniéndose en pie—, ya le están subiendo las setas.
Y Gor0 apareció enorme tras de M1guel, lo envolvió con sus enormes brazos. Agro se acercó rápidamente, moviéndose como un ratón de campo. M1guel estalló.
—¿Qué…? ¿Pero qué…? ¿Qué estáis haciendo? ¿Qué es esto?
—Un jodido seminario de fin de semana para ejecutivos estresados, cabrón —escupió Agro, hablando entre dientes—. Te hemos puesto dos palmos de amanita muscaria en la comida. Y ahora vamos a ponerte a hablar con las plantas, para que veas lo que son.
—¡Nooooo!
—Tranquilo, confía en mí —siguió diciéndole Agro, en un tono cruel, al tiempo que trataba de mirar clínicamente bajo sus párpados para ver cómo andaban de dilatadas las pupilas de M1guel—, soy tu druida, tu chamán, tu guía espiritual, tu hideputa amo de ceremonias. Yo te haré bien. Yo te haré un hombre nuevo. Un hombre orgánico. Un ser vivo.
—¿Por qué? ¡Soltadme! ¡Dejadme! ¡Socorro! ¡Socorro!
—Buen intento, amigo —dijo Destral—. Ya puedes ponerte a berrear como un cerdo en el matadero, que no te va a servir de nada. Nadie va a venir a ayudarte en este sitio, así que será mejor que cooperes si no quieres empeorar las cosas. ¡Estate quieto ahora y…! ¡Oh, ayudadme a atarlo al poste! ¡Gor0! ¡Sapote!
—¡Soltadmeee!
—Estamos en ello, bastardo —le dijo Iriña, al oído, sin un ápice de ensañamiento en el tono de su voz, mientras lo ataba con firmeza al mástil del aerogenerador central de la ecoaldea—. Te vamos a soltar como nunca. De ésta vas a soltarte de una vez por todas y para siempre.
Destral se plantó frente a él, a escasos centímetros de su nariz. Le miró fijamente, con el reflejo de las llamas de la hoguera bailándole en los ojos. También había otro tipo de fuego en su mirada, pero M1guel no entendía por qué.
—¡Esto es un secuestro! ¡Retener a una persona contra su voluntad es un secuestro! —bramó M1guel, cada vez más asustado, mientras le daba vueltas la cabeza. La conciencia comenzaba a orbitarle hacia el centro de una vorágine de «mal viaje» lisérgico, de un gigantesco malestar mental repleto de accesos de ansiedad y pánico estupefaciente. Le estaba entrando un demonio terrible entre las sienes que no cabía dentro de su cordura. El plan de Destral estaba en marcha.
—¿Así que esto es un secuestro? ¿Y qué vas a hacer tú, llamar a la policía? —le preguntó Destral, riéndose—. ¡Ni siquiera te atreverás a hacerlo cuando te soltemos y vuelvas a tus cosas! ¿Te creerán? ¿Podrás demostrarles algo de lo que les cuentes? ¡Estás en mis tierras, en mi poblado, en mis manos! ¡Deja de reclamar por tus derechos y ponte a trabajar por tu vida!
—¿Qué…? ¿Qué quieres de mí? ¡Tengo dinero en la cartera! ¡Coged mi coche…!
—¡CÁLLATE, IDIOTA!
Destral abofeteó con desdén el rostro bien afeitado de aquel individuo. Luego se apartó a esperar a que el alucinógeno que le habían suministrado le hiciera efecto del todo. Para cuando volvió a tratar con M1guel, su cerebro ya sólo tenía un pie en este mundo.
El otro volaba, volaba muy alto.
Los tambores y las flautas de los aldeanos desplegaron un manto de espiritualidad que arrulló todo el valle convirtiéndolo en un templo. Ardieron plantas aromáticas y se bebieron y fumaron todo tipo de mejunjes. Gor0 tocaba un inmenso tambor hecho con un barril de petróleo al que se había dotado de un tímpano confeccionado con una piel que M1guel creyó ver tatuada; blandía dos baquetas de noventa centímetros terminadas en sendas bolas de brea envuelta en llamas y con ellas aporreaba su monstruoso bombo en un compás que no se sabía si era tribal o propio de una galera vikinga. Crestas y Braqui soplaban en sus flautas de madera y Crestas no lo hacía nada mal. Los gatos bramaban, aullaban, resolvían sus menesteres territoriales a zarpazos. Agro fonaba sonidos medio articulados con lo más profundo de su garganta, cantando una canción que no estaba hecha con palabras, porque aquello no podía ser idioma alguno. Iriña agitaba extraños utensilios de madera que estaban repletos de piedras, metralla y arena, los hacía sonar rascando y tintineando igual que si sacudiera maracas o cascabeles. Sapote leía textos de John Zerzan y Theodore Kaczynski a viva voz. Simsim bailaba como si el mundo se fuera a acabar al amanecer.
Y Destral permanecía en pie junto a M1guel, sin dejar de disfrutar de la celebración. Al cabo de un rato, desapareció para volver enseguida, portando una palangana y un par de frascos. Vertió mucha lejía en la palangana y luego un chorro de quitaesmalte. Se sentó a esperar a que la síntesis química se produjera. Al cabo de un rato apareció un precipitado blanco y al fondo de la palangana comenzó a depositarse el cloroformo.
Cloroformo.
Destral era, entre otras cosas, ingeniero químico.
Para cuando el bullicio comenzó a amainar y se vio relegado a un murmullo informe y quedo ya era noche cerrada. Las hogueras empezaban a despuntar en rescoldos, los gatos movieron sus párpados con pesadez y algunos aldeanos dieron signos de fatiga. Entonces, Agro comenzó a hablar.
Y lo hizo en calidad de chamán tribal, discurseando otra de las soflamas incendiarias que le habían llevado a liderar la producción agraria de aquella comunidad. Se plantó frente a los ojos consumidos de M1guel y dijo:
—Desde tiempos inmemoriales que los hombres han empleado substancias psicotrópicas para expandir sus conciencias. El uso ritual de enteógenos está documentado por todo tipo de civilizaciones a lo largo de todas las eras de la historia y la prehistoria. Casi todos los pueblos amazónicos y de los desiertos de México incorporaron la ayahuasca ceremonial en sus celebraciones chamánicas. Al norte del continente se empleaba el peyote, en África la datura de estramonio y en Europa la costumbre entre las brujas era consumir durante los aquelarres substancias como belladona, dendrobates… o la seta matamoscas que te hemos administrado con la cena. El mismo hongo psicoactivo que empleó Teresa de Jesús para autoinducirse los trances místicos.
»Pero quienes perfeccionaron sobremanera los rituales enteogénicos fueron los navajo. Para ellos el peyote era mucho más que un alucinógeno, era un camino de liberación.
»El camino del peyote era el del desarrollo de la dignidad del individuo, de su respeto por la naturaleza y por el prójimo. Una profunda transformación del yo, un despertar de la conciencia hacia la luz del día. Un renacimiento espiritual capaz de humanizar y animalizar a la vez. Una oportunidad en la vida.
»Porque uno no vuelve a ser el mismo tras abrir las fronteras de su mente para descubrir nuevas actitudes y una nueva realidad. Tú todo esto no lo vas a querer creer ni estás preparado para entenderlo ahora; pero, con el tiempo, todo cobrará su debido sentido y te aportará la madurez de espíritu que sin saberlo nos estás mendigando.
M1guel se deshacía en un mar de gimoteos y desesperanza, en el epicentro de una crisis de pánico, accesos de angustia y depresión, sensación de incapacidad, impotencia, pérdida de todo autocontrol. Se orinó. Lloró. Cerró los ojos y…
Y siguió viendo los ojos grises de Destral a través de sus párpados. Escuchó el olor de su piel, tocó con las antenas de su conciencia el color de su voz. El suelo se hundió bajo sus pies. El mundo lo tragó y luego lo escupió de vuelta al poste en el que lo estaban torturando. Sintió que habían destruido su cerebro y que ya no iba a recobrarlo jamás. Y, en cierto modo, así era.
Así era ahora la voz de Destral:
—Tú eres un claro exponente de todo cuanto nos ha reunido aquí, a mí y a los míos. Eres de los que transportan su coche de atasco en atasco, mil ochocientos kilos de mole que derrocha el combustible de la Tierra en calor y dióxido de carbono. Ayudas a la gente a esclavizarse en una hipoteca que jamás podrá pagar a cambio de un suelo que jamás podrá sustentarles y cuyo valor no tiene sentido alguno. Estás a los mandos de los motores de la quiebra, del generador de la deuda, eres el ejemplo material de la debacle que se avecina. La especie a extinguir. Eres un hombre fiduciario.
»Ahora, escúchame. Escúchame bien. Quiero que esto que voy a decirte quede grabado a fuego en tu memoria. Cuenta hasta diez. Eso es, obedéceme y nada malo te pasará. Cuenta hasta diez. Sigue contando, no te detengas. Necesito oír cómo puedes contar hasta diez en voz alta porque esto que viene ahora tiene que irte directo a la conciencia en un momento de actividad neuronal ordenada.
»Recuérdalo bien: se avecina un importante evento en tu mundo. La civilización a la que perteneces va a colapsarse muy pronto. Sé que eres consciente de que los tiempos de bonanza económica tocan a su fin y de que muchos piensan que eso podría ser el fin de una época. Lo que no queréis ver es que la humanidad va a contraerse y a derrumbarse sobre sí misma en medio de una espantosa tormenta sin precedentes históricos. Pronto verás fuego en las casas, oirás disparos en las calles, sentirás el hambre en tus carnes, el miedo en la sangre y la muerte respirando en tu nuca.
»Cuando eso ocurra muchos a tu alrededor buscarán refugio, tratarán de huir, de esconderse, de volver a la Tierra, de hallar sustento y cobijo, de comerse las suelas de las botas, los papeles, las mascotas, las tapicerías. Y muy, muy pocos, podrán escapar del Hundimiento. Tú eres uno de los escogidos, uno de los míos, uno de los que sobrevivirán. Te quiero conmigo.
»Tú tendrás para entonces tu coche preparado y reservas de combustible para volver a este sitio, para venir a nosotros, para unirte a nuestra comunidad. Quiero que mañana trates de volver a tu vida y veas si tiene algún sentido lo que haces con ella tras lo que nosotros te estamos haciendo aquí. Quiero que comprendas entonces el objeto de nuestra existencia y que sepas que nuestra mano está tendida para ti, para que te salves con nosotros. Quiero volver a verte por aquí.
»Así que cuando todo se derrumbe bajo tus pies, vuelve a este sitio. Te daremos una azada y un plato de comida caliente, un pedazo de suelo al que pertenecer y una oportunidad de sobrevivir. Trae contigo a tu familia cuando haya llegado el momento. No sé si te arrepentirás, pero sí sé que entonces seremos tu única posibilidad. Hay sitio para ti entre nosotros. Seguirás siendo necesario en Cenital cuando para el resto del mundo seas otro descarte. Tenemos que tener entre los nuestros a un hombre como tú para que les explique a las generaciones venideras qué es lo que no tienen que hacer jamás.
Entonces, Destral puso en la mandíbula inferior de M1guel un paño impregnado en cloroformo y el cerebro enardecido de M1guel se apagó como la llama de una vela a la que alguien hubiera pellizcado con dedos húmedos.
M1guel durmió hasta despertar en su coche, doce horas más tarde. El depósito estaba lleno.
Sobre el capó tomaba el sol una preciosa gata blanca. En el GPS de su teléfono móvil parpadeaba un marcador en el que, en vez de «cuatro guarros», ahora se leía una extraña palabra.
Cenital.