Ecoaldea, 2014
—¿Ycuánto tiempo es eso en bicicleta? —preguntó Destral, abriendo mucho los ojos.
—No sé —le respondió Raúl—, más de ciento cincuenta kilómetros. A ver… Si viniendo hacia aquí en coche vimos aquel trigal que tanto os interesa un poco antes del amanecer, digo yo que pedaleando habría que viajar durante un día entero, o casi.
—No podéis alejaros tanto —dijo Saig’o, haciendo una mueca de rechazo—. Es muy peligroso; y más si se viaja hacia el Sur. Sabemos que hay un par de grupos de bandidos nómadas moviéndose por la zona. Extorsionan salvajemente a los agricultores que aún subsisten en las fincas como la que visteis. Llevan más de tres estaciones haciéndolo, creo que hasta se preparan para asaltarnos cualquier día de éstos.
—Nosotros vimos a un grupo de seis hombres recorriendo a caballo la autopista de peaje —contestó Verónica—, pero no hubo problema para dejarlos atrás. Raúl cargó la ballesta y les disparó cuatro saetas aprovechando que yo conducía, ellos reaccionaron poniéndose a cubierto de inmediato.
—Eso es porque no están habituados a encontrar resistencia alguna y porque no tienen ni armas de fuego ni capacidad para emplear arrojadizas yendo al galope —dijo Saig’o, fascinado por cómo estaban evolucionando las cosas fuera de las murallas que solía guardar.
—Es inforrrmación muy valiosa, la tendrrremos en cuenta —añadió Marko.
—Parece que se están limitando a sangrar a los labradores —siguió diciendo Saig’o, pensativo—. Pero me temo que no podríais hacerles frente ni así. Dos de los nuestros son muy poco contra media docena de profesionales del bandidaje a caballo.
—Entonces iremos en la ranchera —respondió Raúl—. Vero y yo nos tomamos muchas molestias en prepararnos para esto. El lote de medidas incluyó varias garrafas de gasolina envasada al vacío con aditivos que garantizan su conservación. Es un mal combustible, comparado con lo que se solía emplear en los años del auge, pero ya veis que el coche funciona. Podemos ir hasta allí quemando la gasolina que nos queda. Luego ya volveremos en alguna de vuestras bicicletas y cruzando los dedos al pedalear.
Destral observaba maravillado las garrafas de gasolina de larga duración. Luego miró a los ojos de Raúl. Raúl. Un ojo marrón, el otro azul.
—Los picoleros nunca dejaréis de sorprenderme —dijo, sonriendo.
—¿Y cómo hicisteis para mantener el coche cinco años parado y luego poderlo arrancar? —preguntó Iriña, pensando en la vida útil de las bujías y las baterías. Para algo llevaba dedicándose a la electrónica de supervivencia desde antes del Hundimiento.
—Uf. Eso es complicado… —le respondió Raúl, al tiempo que alzaba la mirada hacia arriba en el típico gesto de hacer memoria—. Primero tuvimos que vaciar el cárter, lubricar los cilindros con bisulfuro de molibdeno, drenar el depósito de combustible, entonces verter dos garrafas de aceite de motor cien por cien sintético, que ése no se degrada con los años. Luego drenar el anticongelante, quitar todas las correas del motor, quitar las bujías y la batería. Arrancarlo supuso efectuar las operaciones a la inversa, empleando la batería de doce voltios de nuestra instalación solar y agua mineral a modo de anticongelante. Oh, y antes de colocar las bujías hicimos girar el motor varias veces y…
—Vale, vale, nos queda claro que sabes mecánica, chaval —le interrumpió Agro—. No creo que eso nos sirva de mucho por aquí, pero si al final os quedáis en nuestra aldea igual os ponemos a reparar los grupos electrógenos. Son diésel. Igual hasta funcionan con aceite de girasol.
—Oye, ¿y dices que vinisteis atravesando la autopista de peaje? —preguntó Ogre, el apicultor.
—Sí, ¿por?
—Yo he sido el último de este sitio en ver la Autovía del Mediterráneo —les respondió, dándose aires—. Bueno, Destral y yo fuimos los últimos en verla, hace temporada y media. Y no era… transitable.
Destral tomó aire y les explicó aquello a los recién llegados:
—Nos hacían falta más tártanos de miel, así que Ogre y yo partimos en búsqueda de abejas salvajes para reforzar los panales de la ecoaldea… Siempre escolto a la gente que tiene que salir porque yo soy el que pasa más tiempo fuera de las fronteras del poblado —les aclaró, haciendo acopio de paciencia—. Total, que estuvimos caminando durante varias horas hasta llegar al tramo de la A-7 que pasa cerca de aquí. El firme de la autopista estaba agrietado, alabeado, erosionado e intervenido por flores de asfalto de metro y medio, pero lo que convertía aquello en una vía muerta no era eso, sino los coches abandonados. Las carreteras como la N-225 son ahora una sucesión de atascos fosilizados, tramos kilométricos de sus trazados se han convertido en cementerios de coches puestos en fila india. Las colisiones múltiples y los embotellamientos intermitentes han obstruido por completo la antigua red de carreteras, desde que dejó de llegar el petróleo.
—Entonces algo falla en todo eso, porque el recorrido que hicimos ayer hasta llegar a vuestro poblado estaba bien despejado —dijo Verónica, negando con la cabeza—. Había todo tipo de vehículos abandonados a ambos lados del arcén y hasta en la mediana, pero al menos uno de los dos carriles estaba siempre despejado. Salimos de mi villa hasta aquí sin apenas detenernos y casi todo el tiempo estuvimos moviéndonos dentro del trazado de la autopista.
—Pues eso es porque alguien se ha molestado en desatascar la carretera —dijo Iriña—. ¿Para qué iba alguien a hacer algo como eso en estos tiempos que corren? ¿Y cómo?