Ecoaldea, 2014
Agro, perroflauta lisérgico. Agro flipaba. Alucinaba bellotas. Soy el rey lagarto, yo parto y reparto. Pies negros, hippie comeflores. Tumbado sobre la hierba, los gatos cagando a su alrededor. El veneno enteogénico del hongo le hacía volar más alto que el LSD. Eso y la marihuana, combinación ganadora. Suelten amarras. Zarpamos de viaje mental, rumbo al fin de la noche.
Miraba las estrellas y soñaba despierto que volaba entre ellas. Su yo era un búho real a la caza del ratón del despertar. Iba a estar pirado hasta que saliera el sol. Vacaciones mentales. Psicotropismos de recreo.
Sobre la cabeza de Agro se desplegaron las alas de una maldición silenciosa.
Un globo aerostático henchido de vapor de agua sobrevoló lentamente Cenital, silencioso como un caco. En la barquilla había un hombre desnudo y recubierto de un extraño linimento de color gris reluciente, que le sacaba fotografías a la aldea. Un espía armado con una cámara dotada de visión por infrarrojos que se deslizaba sobre las techumbres de paja del poblado, bajo las que follaban estrepitosamente los amigos de Agro, estrenando sus condones.
Lo mismo que un becario a los mandos de un satélite geoestacionario, el hombre metalizado enfocó y retrató cuanto quiso. Hizo avanzar y retroceder la lente de aumento para encuadrar los principales objetivos militares y puntos flacos de la fortificación. De su cuello pendía, asida a un sucio cordel, una enorme llave de plata. Una llave que servía para abrir las puertas del infierno y, a la vez, las de la libertad.
Pero Agro veía el globo con ojos febriles. Reía y parloteaba a su paso, fascinado por la majestuosa lona negra con la que se había confeccionado aquel enorme ingenio decimonónico.
Alguien estaba preparando una invasión en aquella noche cerrada y sin luna, pero ni Agro lo había descubierto.
Porque aquello no era Agro. Agro no era consciente de nada. Alucinaba pepinos. Y globos, alucinaba globos de aire caliente. Los gatos maullaron al globo. El globo esquivó la luz de las estrellas. Los aldeanos se corrieron. No sonó ningún shofar.
La muerte sobrevolaba lentamente la aldea mientras Destral perdía el rastro de una lechuza, Saig’o perdía fluidos corporales y Agro perdía un rato la cordura.
Al otro lado de las montañas que amurallaban el flanco sur de Cenital, tres jinetes pintados de gris oscuro afilaban sus armas, limaban sus dientes y aguardaban instrucciones por radio. Pronto se posaría el globo aerostático al otro lado de la ecoaldea y examinarían con detenimiento la vista aérea, los mapas cenitales de Cenital. Luego, volverían por allí con un elaborado plan de invasión y medio centenar de hombres armados, desnudos y de cuerpos recubiertos con pinturas de guerra, tan grises como las suyas.
Habían venido para mirar, volverían para matar.