Iriña

Historia de la ecoaldea, 2009 — 2011

Ésta es Iriña. Iriña, saluda.

Iriña. Cuarenta y cinco años. Compostelana. Antes conocida como Leticia Piñeiro Cuadras. Dos enormes y prominentes pómulos. Una escoba por cabellera. Una historia triste. Tres relaciones rotas. Veinticuatro costillas salientes. Dos empleos simultáneos. Una hipoteca. Un matrimonio. Un aborto. Un divorcio. Una putada. Un año en la cola del paro. Un portátil. Una línea ADSL. Una ovariotomía. Tres relaciones fracasadas gracias a meetic.com.

Y, entonces, va y le pregunta al oráculo de Google por el futuro y Google la manda a The Oil Drum, como si la hubiera enviado a la mierda.

Iriña, armada con un nombre de usuario y una contraseña, penetra en la red social de los picoleros y en seguida comprende que hay un problema en su vida mucho mayor que rondar peligrosamente los cuarenta sin haber conseguido materializar proyecto vital alguno. Nadie va a darle amor 2.0, empleo o hijos a una fracasada como Iriña, aceptado queda, ahora que ya no importa. No importa si una administrativa comercial tiene o no tiene futuro en el Santiago de la crisis. No importa si «los tíos son todos unos hijos de puta». Únicamente importa esa panda de pirados que acaba de conocer en Internet y que en vez de echar polvos pretende planificar el futuro, porque el fin de todo se avecina, el colapso de la economía, de las infraestructuras y de la sociedad está ahí, para todo el que quiera mirar más allá del balance de su tarjeta de crédito. El mundo se va a acabar, Iriña. Menos mal. Cómo mola.

Iriña se vuelve P. O. Aware [2] y empieza a reparar en todo el despilfarro insostenible y la grosera fragilidad que está amagando su civilización. Y cuando supera la fase de negación, todo cambia para ella.

Y así es como Iriña deja atrás los tiempos en los que todo cuanto ansiaba era pasar los fines de semana siguiendo las flechas de Ikea y haciendo cola frente a las cajas, junto al resto de los tontos del Media Markt. Hoy de esto, mañana de lo otro, ése es su nuevo trabajo. Ya no aspira a «un empleo de verdad», sino que acepta cualquier contrato mal remunerado sin hacerle ascos a nada, porque ahora todo le parece prostitución, precariedad y vacuidad. Ahora de cajera, ahora en un locutorio, ahora telefonista, ahora camarera. Ahora ya no sale nada.

En un último esfuerzo, se traga lo que le queda de orgullo y consigue malvender su piso a medio pagar. Subasta todas sus cosas en eBay, poniendo un euro coma cero en el precio de salida. Se muda con sus padres de nuevo. Empieza a contar cuántos litros de agua realmente necesita para vivir, se hace vegana, ingresa en un grupo altermundista, cursa un par de módulos de formación profesional, rama electricidad y electrónica; se gasta sus ahorros en caros cursillos de permacultura e instalaciones de bajo voltaje, hasta que aprende todo cuanto necesita para desplegar aerogeneradores, dinamos, grupos electrógenos y paneles solares domésticos a diestro y siniestro.

Sus amigas la sientan frente a una taza de té verde sin azúcar (ya no toma otra cosa) y le dicen que es como si la hubiera captado una secta, que se ha obsesionado y que no puede dejar de lado todas sus ambiciones por culpa de una extraña catástrofe que no sabe con seguridad si va a suceder o no. Ella les explica que con el mercurio de las baterías de sus teléfonos móviles se pueden contaminar hasta siete millones de litros de agua potable. Les dice que se enfrenten de una puñetera vez a la realidad de las cosas antes de que la realidad de las cosas se enfrente a ellas.

Alguien hace, de pura desesperación, que entre en el buzón de Iriña un e-mail de su ex marido. El antivirus y el filtro de correo basura deciden participar también en el complot y la pobre Iriña no tiene otro remedio que dar la cara ante la única parte de su antigua vida que todavía le retiembla cuando se le agita, entre los ventrículos, las aurículas y la vagina. Vuelve a bailarle a Iriña un gusano en la tripa, vuelve a maquillarse y se pone una de las pocas prendas bonitas que le quedan en el armario. Opta por lanzarle un órdago a la vida y fuerza las cosas quedando con él en el parque al que solían ir.

Se sienta a esperarlo en el banco en el que se dieron el primer beso, aquel banco más apartado y más pequeño que los demás, desde el que se domina todo el estanque al completo.

Mira el estanque. Ya no hay patos. Es un secreto a voces, pero hace tiempo que la gente dejó de alimentarlos para pasar a alimentarse de ellos. Donde antes se arremolinaban pequeños peces anaranjados, ahora hay unos enormes y espantosos siluros negros que chapotean ruidosamente cada vez que lo que queda del otoño deja caer una hoja reseca sobre la superficie del estanque. Un espeso enjambre de mosquitos revolotea sonoramente sobre el cadáver de una escuálida paloma que se pudre y apesta a pocos metros del banquito.

Iriña se pone en pie y camina hasta el cuerpo del pájaro, le arrea una patada y lo envía al agua sucia. Luego mira cómo los peces negros despiezan y despluman a la paloma.

Parecen pirañas.

Iriña se pregunta qué le harían todas esas ratas de poza al pobre pez de colores que ella misma soltó en el estanque tras el divorcio. El pez de colores que él le regaló. Se pregunta todo eso y se pregunta de dónde habrán salido los siluros negros.

Ella no lo sabe, pero se lo imagina. Son una generación degradada de peces gato africanos, revertidos a su forma salvaje a partir de mascotas de acuario asilvestradas. El pez de colores del que ella solía cuidar con amor de madre era un betta splendens asiático.

Ahora ya no es un estanque de patos y carpas. Ahora es un vertedero de exóticos animales de compañía abandonados. La globalización ya ha tomado por víctimas a todos los homo sapiens y a buena parte de sus mascotas.

Todo es mucho más complicado y planetario de lo que parece en el ecosistema del parque. El despropósito universal se ha desbocado en los últimos años y ya es tan patente como inexorable, ante los ojos de Iriña, que están enfermos de desesperanza.

Que ya no ven más que otoño.

Así que Iriña se marcha por donde ha venido, sin apretar el paso ni sentir nostalgia. Ya no quiere volver a verle. No quiere ver nada más. Ya han caído bastantes hojas en su vida.

El árbol en el que escribieron sus nombres al empezar a salir ya no está junto al banco. En su lugar hay una enorme farola de trescientos vatios de la que cuelga una papelera de PVC repleta de envoltorios de plástico y folletos de propaganda.

Tras su ex marido vendrá su hermana, sus antiguas compañeras del trabajo. Su padre. Quieren que cambie de vida, que vuelva a ser como era. Que no sea tan negativa. Todos lo intentan. Nadie lo consigue. Destral entra en escena, con una de sus arengas más encendidas, Iriña le escribe un e-mail.

Un día amanece, Iriña no. No está. No está en este mundo. Sobre su cama hay una breve nota de despedida para sus padres. Doce líneas, dos reproches, una promesa y cero lágrimas. En su blog hay un último post. Y dice:

Salgo a por tabaco.

Espero recolectarlo por primavera.