Muros de la ecoaldea, 2014. Madrid, 2012.
Ése es Saig’o, el soldado de Cenital.
Saig’o no es un tipo muy agradable. No saluda a nadie ni a nada que no sea una bandera. En todo el poblado no había una bandera hasta que Agro puso la enseña diagonal verdinegra del anarcoprimitivismo a ondear en lo alto del pararrayos de la casa de paja de Destral. Así que ahora Saig’o saluda a ese trozo de tela antes de cada ronda, de cada patrulla y de cada amanecer. Cosas de militares.
Saig’o, madrileño, Santiago Beltrán Casal, se había pasado sus días antes del Hundimiento haciendo instrucción, marchas, maniobras, desfiles, operaciones tácticas, misiones humanitarias… Entró en el ejército a los dieciocho años, en combate a los veintiuno, en reserva a los veintidós.
Y, al final, fue el final. Lo hicieron sargento. Lo hicieron desaparecer. A casa a ver la tele y todos contentos. Dijeron que estaba quemado, punto y final.
Tras el final, vino el cénit. Dos años de gloria económica con todo cristo gastando y desbarrando como si el mundo fuera a acabarse después. Y así fue. Llegaron los años de la crisis, rematados por un par de apagones largos en Madrid, y luego varias estaciones de servicio se quedaron sin carburante. La gente empezó a ponerse nerviosa, hubo cuatro jaleos y el Saig’o reservista fue llamado a filas. Le devolvieron su uniforme pero no le dieron ninguna información. Ni a él ni a ninguno de los otros que fueron convocando silenciosamente y sin ofrecer muchas explicaciones.
Un día apareció en la cantina un teniente diciendo que apenas quedaban combustibles en la reserva estratégica de Defensa y que eso era señal de que algo muy malo sucedía. Para entonces ya escaseaba la comida en varias tiendas, pero los medios únicamente hablaban de un escandaloso caso de dopaje en el mundo del fútbol y del romance entre una presentadora de televisión de fuste escaso y un torero escaso de fuste.
La cosa en el acuartelamiento empezó a ser preocupante cuando tanta tropa movilizada permaneció inmóvil una semana mientras el caos campaba poco a poco por toda la ciudad, la información confusa y contradictoria comenzaba a circular por Internet y el teniente se subía a una mesa para decirle a la compañía que al otro extremo del casco urbano se había iniciado algo de una catálisis a escala industrial para obtener gasolina a partir de carbón, y que eso era lo que estaba haciendo que el aire apestara, que lloviera ceniza y que enormes columnas de humo negro se adueñaran del cielo cada dos por tres. Nadie entendía nada. Y nadie supo qué se hizo del teniente, porque desapareció de aquel sitio.
Lo mismo que muchos otros mandos.
Entonces, vino uno realmente importante y les explicó que se avecinaban días de extraños disturbios a los que tendrían que enfrentarse convertidos en infantería ligera. Nada de vehículos o armas pesadas, había un severo problema de desabastecimiento. La crisis galopaba hacia los efectivos de Defensa: el suministro de carburantes básicos andaba bajo mínimos, y sin perspectivas de mejorar.
Acto seguido, la telefonía móvil empezó a funcionar mal. Internet se vació de gente. La televisión comenzó a poner comedias de risas enlatadas a la hora de los informativos. Y Saig’o recibió un telefonazo. El último de su vida.
Su familia.
Tenía hambre. Y miedo. Y mil preguntas.
Lo mismo que las familias del resto de los efectivos de aquel acuartelamiento.
Todas hablaban de algo que pasaba en Sol.
Pero, para todo aquel regimiento, afuera no había ningún enemigo, ninguna amenaza exterior conocida. Nadie a quien atacar. No había órdenes que obedecer, ni parecía que hubiera un mando estratégico operando. La cosa no se podía resolver ni echándose a la calle ni invadiendo otro país árabe.
La cosa era una implosión societal.
Nadie les había instruido para enfrentarse a eso. Tampoco estaban preparados para entenderlo bien, pero empezaron a hacerse alguna idea al respecto.
Lo cierto era que no estaba claro qué podía hacer el ejército ante lo que acontecía. ¿Mandar a sus casas a las gentes que deambulaban furiosas y desesperadas por cada callejón? ¿Tratar de detener los saqueos y los destrozos? ¿Imponer la ley marcial? ¿Cerrar los accesos a la ciudad cuando llevaban varios días colapsados por una caravana que ya no fluía y en la que nadie sabía a ciencia cierta qué estaba pasando?
Y lo más importante de todo… ¿Vas a obedecer a un sargento cuando el conflicto consiste en que tu hijo no encuentra para comer?
¿O prefieres hacerte al monte?
Una mañana amaneció y el acuartelamiento estaba vacío. Saig’o se había pasado la noche viendo a sus hombres hacer el petate y salir vestidos de civiles en plena noche. Ni una palabra en todo el barracón. Apenas algún último cigarrillo, de tanto en tanto un gesto de despedida y otro soldado menos.
El goteo duró horas. No hubo estridencias ni amenazas ni órdenes. Sólo gente cagada en los gallumbos que partía hacia la nada, en plena noche.
Como ladrones, desertaron. Toda la tropa. Se habría dicho que el ejército acababa de presentar un ERE por quiebra técnica.
Fuera, en la calle, se oían ecos de tiroteos distantes. Dentro del acuartelamiento, no había instrucciones. Faltaban mandos, guardias, retenes, fusiles… Ni luz eléctrica ni señal en los televisores o tono de llamada en las líneas de teléfono. Soldados insistiendo en que otros cuarteles habían iniciado operaciones o continuaban aguardando órdenes con toda normalidad, y nadie trató de detener o retener a nadie. Casi todos fueron marchando, sin mostrar mucho interés hacia quienes optaron por no abandonar el barco. Saig’o, de hecho, fue de los últimos en salir de su barracón.
No estaba seguro de sus intenciones. No sabía si de veras pensaba desertar cuando hizo el petate y salió al patio con él. Abandonar a su compañía no le parecía una opción. O eso se dijo. Únicamente se disponía a acariciar la idea, por un instante, pero cuando se asomó a ella fue como mirar al fondo de un precipicio.
Encontró la puerta del acuartelamiento abierta de par en par, las garitas que la flanqueaban abandonadas. El extrarradio que envolvía aquel complejo lo recibió sin farolas ni tráfico. La A-5 no estaba obstruida, no en aquel tramo. Estaba vacía, desierta, un gigantesco buque fantasma a la deriva.
A un lado de la carretera muerta aguardaba inexorable el skyline de un Madrid agonizante, ensartado por varias columnas de humo negro, jaleado por sirenas de todo tipo, alumbrado por fogonazos e incendios que petaban anaranjados, pulsátiles. Al otro lado, Alcorcón, embreado en una oscuridad en la que se majaban a hostias el hambre y las ganas de comer.
Saig’o caminó hasta las calles llenas de gritos. Lo hizo uniformado y armado. A pie. Hasta llegar a su casa y reunirse con su familia.
Allí sí le aguardaban instrucciones.
Dos meses después de aquello, se convertía en capitán de la milicia de Cenital.
Destral y los suyos lo premiaron con una especie de kalashnikov con mira láser al que no siempre le funcionaba la mira láser; y con marchas, maniobras, rondas, patrullas, tiroteos, asedios… Entró en la aldea a los veintitrés, en combate a los veintitrés, en combate hasta los veintiocho.
El Hundimiento no consiguió cambiar tanto su vida como la de los demás. El negocio de la guerra parece bastante inmutable, ya sea en el siglo quince, en el veintiuno o en los felices años dos mil de antes del Hundimiento.
Saig’o había reparado en todo eso y ahora quería tomarse un descanso.
Lo necesitaba.
Por lo que abandonó el shofar en su puesto de vigía y terminó de patrullar las murallas de la ecoaldea. Se fue a pasar la noche con su esposa. Se quitó el chaleco antibalas y se puso un condón.
Por eso nadie en toda la aldea pudo ver la fina columna de humo que se levantaba, sutil, en algún punto tras las montañas que guardaban la espalda de Cenital.
Al otro lado de ellas, cuatro jinetes desnudos desmontaban de sus caballos para improvisar un campamento. Sus pieles, uncidas con un bálsamo reluciente de color gris, reflejaban la luz de las estrellas mientras recogían leña. Prendieron la lumbre. Comieron carne cruda. Y luego, pusieron agua a hervir.
Mucha agua a hervir. Porque iban a necesitar mucho vapor. Mucho aire caliente, si querían arrasar y saquear la aldea pronto.