Fogatas

Ecoaldea, 2014

La noche se derrumbaba sobre las chozas y a su paso se despertaban las lámparas de aceite, las teas y los fanales. Se retiraban las moscas, se desplegaban las polillas. Las estrellas chisporroteaban en el cielo y los ojos de los gatos hacían chiribitas en cada callejón, en cada esquina, a cual más trémula. Atrás quedaban los días de los mil euros, los dos mil vatios, las tres mil calorías; la época en que las farolas y las luces de los bares lograban que se hiciera el día a sus pies. Los tiempos en que los satélites geoestacionarios veían la tierra alfombrada de puntos brillantes.

Cenital ardía en mil luceros moribundos cada vez que el sol le daba la espalda, su noche era tan diferente que parecía venir de otro mundo. Todo tenía un nuevo rostro, un nuevo gesto, en aquella era que se abría camino campo a través, siempre gateando cuesta arriba y sin quitarse jamás los pañales cagados.

Antes del Hundimiento, solía decirse que los pueblos africanos no concedían el mismo valor al tiempo que los europeos. Occidente era todo agitación, su tiempo era dinero, sus ansias de ganarlo eran puro nervio, su nervio era un motor. Los europeos hacían safaris en los que pretendían ver todo el continente en sólo dos semanas. Y, claro, se sorprendían sobremanera de ver la actitud ante la vida y especialmente ante el tiempo que tenían los africanos, tan calmados.

Se mostraban ellos más relajados enseñando su país a los turistas que los propios turistas, que se supone que venían de la otra parte del mundo para calmarse ante los guías que trabajaban para ellos, enseñándoles África.

Los africanos no se afanaban ni se agobiaban por las responsabilidades que les exigían, no tenían prisas por nada. África no se les iba a escapar. Vivían esperando a los ciclos naturales que los sustentaban y nada más.

En Cenital, el ritmo del día era el ritmo del sol. Se trabajaba la tierra de sol a sol y, por las noches, se prendían fogatas.

Fogatas para trabajar.

Junto al río, alrededor de las lumbres que se desplegaban a un costado del cauce, se seguía trabajando. Tras la cena y antes del descanso, era el turno de los oficios. Y los oficios se ejercían sin calma pero sin prisa.

Nyharla era la reina del desguace. Desmontaba trastos precenitales y sacaba cosas útiles de ellos. Había trabajado durante años en un centro de reciclaje y ahora seguía haciéndolo. Convertía muebles, máquinas y materiales ahora inservibles en componentes más sencillos que sí se podían aprovechar. Lo que no le servía para nada, lo arrojaba al muladar.

Le había sacado el alternador al Porsche Cayenne de M1guel y ahora miraba alucinada cómo Iriña, que hacía las veces de electricista en la ecoaldea, conectaba el artilugio a la rueda de una bicicleta suspendida sobre su caballete. Así el alternador del coche se hacía girar pedaleando, de modo que pudiera cargar la batería a la que estaba conectado. Un generador de dinamo, con buen rendimiento.

Sobre el cuadro de la bicicleta, pedaleaba furiosamente Gor0, el hombre buey. Cientos de julios de músculo a plena descarga. Con suerte, la batería estaría llena antes de la hora de ir a dormir y así Destral tendría energía en su choza para darle a la emisora de onda corta o al ordenador. O tal vez emplearan toda aquella energía para encender algunas bombillas de leds que alumbraran las callejas de Cenital durante unas pocas horas sin tener que quemar ni cera ni aceite ni bagazo.

Marko afilaba una guadaña con esmero. A escasos metros de él, Simsim revisaba las compostadoras. Crestas molía soja verde al tiempo que controlaba las infusiones. A lo lejos, Braqui tallaba algo en madera. Más allá, los gatos cazaban mariposas nocturnas y grillos.

Ogre hacía puré empleando los escarabajos de la harina que había capturado aquella mañana. Entre su granja de insectos y sus panales de miel, se había convertido en la competencia de Agro. Era lo más parecido al ganadero de una comunidad vegana: producía una ingente cantidad de alimento muy nutritivo con poca energía, poco esfuerzo, escasa materia prima y poca especialización. Sin embargo, estaba lejos de ser el ciudadano más respetado del lugar. Injusta e impopular profesión postcenital, la explotación de la entomofagia. Todo el mundo come bichos, pero nadie lo hace a gusto.

Teo leía la Biblia, mientras se preguntaba silenciosamente por qué ahora que la aldea tenía dos nuevos vecinos, éstos tampoco eran creyentes. Teo era el maestro de la escuela y el canguro del pueblo. Hacía las veces de autoridad moral y hablaba de Dios durante las heladas. Tampoco es que fuera un hombre popular por allí… Para Teo, Cenital era como el infierno: un sitio terrible donde casi todos parecían estar enfadados con Dios. Junto al portón de la entrada podía leerse, escrita con tiza y con la letra de Teo, una cita de la arribada al infierno de Dante en la Divina Comedia: «Abandonad toda esperanza los que aquí entréis». Al lado, alguien había escrito «Tochovista es mi pastor, nada me falta».

En lo alto de la muralla, a escasos metros del portón principal, caminaba Saig’o, empleando los movimientos de un gato al acecho. Patrullaba el perímetro de seguridad con mucho celo y esmero. De tanto en tanto se detenía y oteaba el horizonte con sus gafas de infrarrojos. Velaba por la seguridad de la ecoaldea, algo muy importante, pero tampoco era visto como el héroe que era, a su manera.

Agro sí era un héroe. Era el chamán, el druida, la fuente de la sabiduría primordial, un enlace místico que los conectaba con la tierra que los sustentaba. Agro sabía cuándo había que sembrar y cuándo había que recolectar. Conocía cada plaga. Decía cuándo debía comerse una cosecha fresca, cuándo se había estropeado y cuándo había que conservarla, sabía lo que tenían que hacer todos los aldeanos antes de que se levantaran. Ahora que acababa de terminar la rutinaria revisión de su repertorio de semillas, se disponía a encender el enorme porro de rigor. Se tiraba días enteros llenándose la boca de decir que no había suelo fértil para todo, pero luego lo cierto era que siempre encontraba un rincón donde plantar cáñamo.

Encendió el cigarro de marihuana y entró en un trance espiritual. Dejó de contestar a los demás, encendió su iPod y se puso en los oídos música de Bob Marley.

Atónitos, observaban la escena desde el otro lado del fuego los dos recién llegados. Las conversaciones los atravesaban como si no estuvieran. Nadie tenía interés en preguntarles nada en absoluto, nadie había tomado asiento junto a ellos hasta que el cuerpo de tonel de Sapote apareció de entre las sombras.

—Vosotros dos… ¿Qué habéis estado comiendo todos estos años? —les preguntó al sentarse.

—Nada tan rico como la crema de berenjenas que hemos cenado hoy —le respondió la muchacha con su mejor sonrisa—. ¿Por?

—Porque apuesto a que estáis enfermos… ¡Hic! Las dietas de supervivencia son una mierda. Casi todos los picoleros que han pasado por mi consulta tenían alguna avitaminosis, como poco.

—Tú debes de ser el médico del pueblo… Hola. Yo me llamo Raúl. Ésta es mi novia, Verónica.

Verónica hizo lo que mejor sabía hacer: puso una sonrisa de anuncio y le dio un par de besos. Craso error, porque Sapote olía a oveja.

—Encantado. Yo soy Sapote, pero no soy médico. El Hundimiento me pilló con dos asignaturas pendientes para licenciarme en medicina y…

—¿Sapote? ¿Te llamas Sapote? —interrumpió Raúl.

—¡Hic! Todos nos llamamos por nuestros apodos aquí.

—¿Y a ti te gusta que te digan sapote? —le preguntó Verónica, arqueando las cejas como si trataran de tomarle el pelo.

—El nombre me lo puse yo mismo, era mi nick. Es por el tipazo de batracio que tengo y porque padezco de sungultus persistente. Hipo crónico. Tengo ataques recurrentes de hipo desde hace seis años. Comprenderás que me la traiga al fresco que… ¡hic! …la gente me llame sapote. ¿Qué otro apodo podría tener un tipo como yo?

—¿Y qué tiene de malo tu auténtico nombre? —preguntó Raúl—. No entiendo por qué en este sitio se emplea tanto mote que…

—Destral dijo desde el principio que nada de nombres de pila —le interrumpió Sapote—. Dijo que teníamos que romper con todo eso y que era mejor que, junto con nuestras nuevas vidas y nuestras nuevas dedicaciones, adoptáramos nuevas señas de identidad. Nadie suele cuestionar mucho las órdenes de Destral en este sitio, salvo cuando se trata de follar. Y eso es algo que haremos alegremente esta misma noche, gracias a vosotros y a vuestra enorme caja de preservativos.

Y les guiñó un ojo. Luego hipó dos veces. Un gato le pasó por encima y se acomodó en su regazo.

La gente del pueblo comenzó a recogerse, a retirarse a sus madrigueras para fornicar y luego dormir y luego fornicar antes de que se secaran los preservativos. Agro se comió un par de setas alucinógenas, se tumbó boca arriba y se puso a delirar escandalosamente.

Raúl movió la cabeza a un lado y a otro, sin apartar sus ojos heterocrómicos del fuego. Aquel panorama lo invitaba a recapitular, a reanudar la conversación con Sapote. Y lo mismo le sucedía a Verónica.

—En los estatutos que colgasteis en vuestra página web ponía que las decisiones se tomarían por asamblea —dijo Verónica, hablando despacio mientras rebuscaba en su memoria—. ¿Por qué ahora las órdenes las da Destral?

—Destral no da órdenes, da ideas. Si Destral pudiera darnos órdenes en firme ahora mismo estaríais los dos al otro lado del bosque, bien lejos de… ¡hic! …nuestras murallas. Destral no es un tipo autoritario, es más bien un líder, un portavoz. En el fondo, detesta tener todas las responsabilidades que le aporta el haber montado todo esto. La popularidad no tiene mucho valor cuando la sociedad la componen cien personas, no más.

—¿Y cómo es que Destral no trabaja lo mismo que los demás? —preguntó Raúl, describiendo un arco con la mano en derredor, en un gesto con el que pretendía apuntar al bullicio que les envolvía.

—Destral es nuestro cazador y recolector. El único de nosotros que cruza las murallas. Sale cuando… ¡hic! …le parece de la aldea y vuelve poco después trayéndonos conejos, pájaros, ratas, bayas, leña, olivas… A veces, si hay suerte, hasta consigue cazar una cabra montesa. Crestas la prepara y la deja sobre el horno solar durante un día entero. Cuando el sol se pone hacemos una gran fiesta y nos la comemos. Con sus huesos hacemos gelatina y con sus astas, hic, unas trompetas shofar. Todo el mundo tiene que llevar siempre encima su cuerno shofar en Cenital. Tendremos que conseguiros uno a vosotros, supongo.

—Pues para poder dar caza a una cabra hace falta bastante habilidad —dijo Raúl, meditabundo.

—Hic. Hic. Destral ya cazaba antes del Hundimiento. Sabe moverse campo a través, sin dejar rastros ni ahuyentar a los animales. Y como hay poca montería en el carrascal y las pinadas que nos envuelven, ya está bien así. Con un único cazador nos basta.

—Entonces… ¿ha ido de caza él solo?

—Suele hacerlo en cuanto se escucha una lechuza, o un moch… ¡hic! …uelo. Coge unas gafas de infrarrojos y un arco olímpico que tiene en su choza y se larga sin despedirse. Supongo que le va todo ese rollo, que ésa es su parcelita de soledad, independencia y rebeldía, visto que carece completamente de vida sexual y afectiva. Y, como hoy vamos a follar escandalosamente, tal vez haya preferido dejarnos estar y dedicarse al monte. Tú piensa que a él le parece inadmisible que nuestra población siga y siga creciendo.

—Eso tampoco lo entiendo —dijo Raúl—. Si sois tanta gente, ¿por qué no labrar más tierras? ¡Hay suelo para todos!

—Sí, pero no hay agua. No en las… ¡hic! …estaciones secas. No desde que la desertización avanza —les dijo Sapote barriendo con la mirada al cielo sobre su cabeza— un poco más cada año. Eso y que esto era poco más que una parcela de secano que Simsim ha convertido en un enorme regadío a base de desplegar toda la red de pozos y acequias que habéis visto junto a las montañas. Si las lluvias no nos acompañan, vamos a tener problemas con nuestra población… A no ser que consigamos semillas de trigo. Dice Agro que, con tan poca agua, sólo podemos emplear trigo como base de nuestra dieta; y parece que no tenemos semillas que sembrar.

Verónica y Raúl cruzaron una mirada intensa. Al final, habló ella.

—Si os conseguimos esas semillas, ¿podremos quedarnos con vosotros?