Ecoaldea, 2014
Marko y Gor0 se afanaron a tirar con brío del cable de acero que recorría el polipasto del portón principal; para algo eran los grandullones de la aldea y los habituales a la hora de tales menesteres. Sincronizaron sus esfuerzos con gruñidos y leves movimientos de cuello y cabeza. A cada tirón que daban, la monstruosa guillotina se alzaba un poco más. Tonelada y media de blindaje que levantar en cada ocasión; muy de tanto en tanto, por fortuna.
Marko solía ocuparse de la forja y de la cantera, por lo que se había habituado a golpear cosas todo el santo día. Gor0 tiraba del arado durante la mayor parte de las mañanas en las que era más necesario como burro de carga que en calidad de sastre. Juntos hacían un trabajo físico formidable, si se terciaba la ocasión.
La gigantesca plancha de acero y cemento fue ascendiendo palmo a palmo hasta que el cable del polipasto llegó a la mitad de su recorrido, para dar lugar a una apertura de un metro de alto por la que, al otro lado de la muralla de la aldea, se asomaban a ras de suelo las ruedas de la ranchera de aquella pareja de recién llegados.
Una jauría de gatos escuálidos aprovechó la ocasión para escapar de la ciudad sin despedirse. Se derramaron como un ramal de lodo de color indefinido, dejando tras de sí un ingente rastro de pisadas y una importante lección acerca de la libertad.
Destral indicó con una señal de conformidad que ya era suficiente. Gor0 soltó el cable y Marko lo trabó con un mosquetón tras emplearlo para voltear el polipasto y protestar en alemán. Gor0 asintió con aprobación y el trabajo quedó terminado. La puerta levadiza estaba ahora oficialmente entreabierta. Apenas un metro bastaba.
Fue dejar de moverse la enorme puerta y una nueva avanzadilla de gatos, mucho menos numerosa, se envalentonó y desertó de la ecoaldea.
Y, tras ellos, Destral. Se echó el sombrero panamá a la nuca, se puso en cuclillas y gateó sobre el barro hasta atravesar la compuerta. Las herramientas de su cinturón (navaja, hoz, shofar, tijeras plegables, formón, lente de aumento, tajadera, radioteléfono) pendieron precariamente y rastrillaron el suelo por un momento fugaz. Las rastas de sus cabellos hicieron otro tanto, sólo que sin tintinear.
Un cuantioso grupo de aldeanos, reunidos en un aparatoso semicírculo a su alrededor, lo observó mientras cruzaba el umbral. Otro grupo mucho más numeroso y siniestro se hacinaba en los andamios de la muralla, dominando la escena desde arriba como becarios, sin apartar la vista de las miras de sus armas y los punteros láser.
Media aldea estaba alerta, tampoco es que se les pudiera reprochar por ello. Al fin y al cabo, la vida en aquel lugar era de todo menos emocionante, por lo que ver al hombre fuerte del poblado atravesando la puerta principal no era fisgonear; y, que tuviera que hacerlo a cuatro patas, no era algo impropio de su cargo.
Cuando eres el jefe de un poblado asolado por la miseria, el agostamiento fluvial, los piojos y la destrucción no necesitas recalcar tu dignidad en cada puesta en escena ni hacerle concesiones a tu autoestima cada vez que te toca arrastrarte por el suelo o mostrarle al mundo tu rostro lleno de barro, tus manos llenas de callos, tus labios resecos y tu sonrisa mellada.
Si algo tenía Destral en común con la mayoría de los líderes tribales de la yerma sociedad postcenital, era aquella demoledora humildad: uno no puede abrirse paso a través de la ignominia y desayunarse un bol de grillos con miel para luego ir paseando ínfulas de grandeza ante su pueblo.
Sobre todo, cuando su pueblo es, básicamente, sus amigos.
Los aldeanos habían dejado atrás toda una civilización agónica para seguir a Destral. Ahora que todos sus familiares habían muerto, la tribu hacía las veces de familia. El honor y el orgullo se mostraban al sobrevivir.
Desafortunadamente, al otro lado del muro, había un par de jóvenes que no lo entendían así.
En rigor, no entendían nada de nada.
Para ellos era todo un oprobio lo de reptar sobre el fango para recibir a las visitas.
A los inversores.
—¿Esto…? —preguntó la muchacha, visiblemente consternada e incapaz de dar crédito a lo que veían sus ojos y señalaban sus dos dedos índices—. ¿Esto es Cenital?
Destral se incorporó frente a ellos y les mostró la dureza de su semblante y una mirada fría y condescendiente al tiempo que se ponía el sombrero con garbo.
—Los asentamientos tenían nombres cuando podías recorrerlos —les respondió, sonriendo con desdén—. Ahora que apenas quedan en pie docena y media de poblaciones sedentarias en toda la península, algunos creemos que ponerles nombres está de sobra.
—¿Eso quiere decir que hemos llegado? ¿Estamos en Cenital? —preguntó él, tan pasmado como indiferente al discurso inaugural de Destral.
—Cenital, sí. Aunque nosotros lo llamamos simplemente el pueblo o la ecoaldea. Cenital era el nombre que le puse a la cooperativa agraria cuando la inscribí en registro tras comprar estas tierras, hará unos cinco inviernos. Desde entonces la especie humana se ha convertido en fauna protegida… Aunque si juzgamos por vuestro aspecto nadie lo diría.
—Entonces tú debes de ser Destral —dijo ella, mostrando una sonrisa limpia y bien blanqueada que dejó muy claro que todavía empleaba dentífrico industrial.
Destral la miró tender la mano y se cruzó de brazos.
—Mi nombre no importa. Tú y yo no nos conocemos. Tenemos bien poco que tratar, a no ser que vayas a explicarme de qué clase de túnel del tiempo os habéis escapado tú y tu amigo.
—Oh, nosotros es que hemos pasado los últimos años a cubierto, en un refugio que construí especialmente para sobrevivir al colapso. Hemos esperado a agotar nuestros suministros para salir y lo primero que hemos hecho nada más arrancar este viejo trasto de ranchera ha sido venir a buscaros —le respondió la chica, sonriendo de nuevo.
—Vale. Yo que creía que lo había visto todo —contestó Destral, resollando—, y ahora resulta que todavía quedan imbéciles vivos en el planeta.
Dicho lo cual les dio la espalda y se volvió hacia el portón de la muralla, dispuesto a regresar a sus quehaceres en la ecoaldea.
—¡No, espera! ¡Espera! —estalló ella, poniendo sus manos sobre los hombros de Destral. Pero Destral no se dio la vuelta, sólo se detuvo y aguardó.
—¡No puedes dejarnos aquí! —continuó diciendo ella—. No puedes hacernos eso.
—Chica, no vuelvas a decirme qué es lo que puedo hacer y lo que no.
—Tenemos dinero —dijo él—. Onzas de oro de veinticuatro quilates. ¿Quieres verlo?
Destral se volvió con las cejas muy arqueadas. Un rumor sordo se desplegó por lo alto de la muralla cuando algunos aldeanos esbozaron una sonrisa. Se escuchó hasta una breve carcajada, después se hizo un silencio tenso.
Muy tenso. Destral se volvió hacia el muchacho.
—Oro. Me ofreces oro.
—De novecientas noventa y nueve milésimas —respondió el joven, hablando con aplomo—. Dólares norteamericanos, soberanos británicos y krugerrands sudafricanos. Moneda de inversión.
—Queremos compraros una participación, formar parte de vuestro proyecto —añadió ella, remachando el discurso con otra de sus sonrisas comerciales—. A eso hemos venido.
—¿Y dónde estabais vosotros mientras mi gente defendía las murallas de las hordas hambrientas? ¿Dónde, mientras arábamos la tierra empleando azadones y picos? ¿Dónde, mientras yo me desgañitaba en arengas por toda Internet tratando de captar capital humano para mi causa? ¿Estabais retozando en un refugio nuclear?
—Pero…
—¡El tiempo en el que reclutábamos voluntarios ya pasó, idiotas! —siguió diciendo Destral, cada vez más enfadado y visiblemente dispuesto a zanjar aquello—. ¡Ahora tengo casi cien bocas que piden comida y apenas unas pocas hectáreas de regadío fértil que ofrecerles! ¡Llevamos tres años sin obtener excedentes agrarios de ningún tipo, estamos forzando la entomofagia y la dieta al máximo y ya se nos han muerto de hambre varias aves de corral! ¡No hay sitio para vosotros en nuestra aldea! ¡Apenas hay para los que somos ahora!
—Trabajaremos —contestó la muchacha, lanzándole a su compañero una mirada que pretendía encontrar su aprobación—, plantaremos nuestros patatales lejos de los muros de la aldea, aquí donde estoy pisando ahora mismo si es preciso. No hemos venido a vivir de las rentas, estamos dispuestos a esforzarnos, y así lo haremos.
—¡Eso por descontado, maldita sea! ¡Aquí todo el mundo se deja la piel dieciséis horas al día y siete días a la semana! —bramó Agro desgarrándose la voz desde lo alto del muro. Gor0 remachó el desplante lanzando un escupitajo que aterrizó sobre la luna del coche. Iriña les arrojó un gato. No sirvió de mucho, más allá del consabido marramao encabronado y el simultáneo aterrizaje entre felino y forzoso.
—Pues nosotros dos también lo haremos —dijo la joven mirando al tendido y señalándose el pecho con el pulgar y a su compañero con la otra mano; ahora ya no sonreía—. Trabajaremos como el que más. Tenéis nuestra palabra.
—Lo que pasa —le contestó Destral, negando con la cabeza— es que vosotros no sabríais ni por dónde empezar. Apuesto a que no traéis con vosotros ninguna habilidad que pueda sernos útil. La última gente que consiguió cruzar esa puerta introdujo en nuestro grupo oficios y artesanías que nos han ayudado mucho —añadió barriendo la cima del muro con la vista—. Vosotros, sin embargo, traéis oro y nada más. En nuestro poblado sois tan pobres que sólo tenéis dinero.
—También tenemos esto —dijo él sacando una ballesta de pistolete y apuntando con ella a Destral.
Básicamente, el arma era una pistola sobre la que se montaba un arco horizontal pequeño, pero capaz de disparar saetas de ochenta libras. Proyectiles con un alcance y capacidad de penetración que harían palidecer a muchas armas de fuego.
—Mad Max fue sólo una película, mandril —le dijo Saig’o desde su atalaya en la cúspide del muro al tiempo que le ponía sobre el tórax el puntero láser de su fusil.
El resto de los aldeanos hizo otro tanto. En unos pocos segundos, un enjambre de puntos de luz se posó sobre el cuerpo del recién llegado.
—Chico, baja ese juguete —zanjó Destral, en un tono de hastío que no dejaba entrever ni un ápice de miedo—. No me encañones con eso, anda. Tengo ahí arriba docena y media de personas apuntándote con armas que ya han matado a varios hombres mejores que tú en lo que va de temporada. Mi gente ha hecho retroceder a soldados profesionales y contigo no tiene ni para empezar. Además, amenazarme no creo que te lleve muy lejos si lo que realmente pretendes es unirte a los míos.
—¡Deja eso, Raúl! —explotó ella, azorada—. Por favor, no le hagas caso a mi amigo. Hemos estado encerrados en una casa de campo durante demasiados meses sin más compañía que una emisora de onda corta que no transmite bien y un perro que murió al poco de empezar el conflicto. No sabemos cómo hay que gestionar esto. Sabemos que sois nuestra única oportunidad y estamos dispuestos a cualquier cosa con tal de que nos hagáis un sitio.
Raúl. Un ojo marrón, el otro azul. Raúl bajó la ballesta.
—Los picoleros [1] que compraban latas de atún en aceite, armas primitivas, gadgets solares y onzas de oro fueron pasto del hambre como todos los demás, llegado el momento —dijo Destral sin quitarle la vista de encima al joven—. No sirve de mucho estar bien informado si luego os cuesta horrores aprender autosuficiencia y permacultura.
—Ya no nos quedan más latas de atún, pero tenemos el maletero repleto de comida, fármacos, productos químicos y utensilios de todo tipo —respondió el maromo, dispuesto a comerciar por su vida hasta el final—. ¿Os interesan dos enormes sacos de arroz vaporizado? ¿Sesos de cerdo en conserva? ¿Miel de cultivo ecológico? ¿Complementos dietéticos? ¿Jabón de coco? ¿La emisora de banda ciudadana de la ranchera? ¿Nitrosulfato amónico? ¿Tintura de iodina? ¿Carne de buey? ¿Vinagre de…?
—¿Tenéis prrreserrrvativos, chico? —preguntó a lo lejos el vozarrón teutón de Marko, sin cortarse.
Marko es que no perdonaba una.
El joven puso cara de póquer y asintió. Luego dejó caer la ballesta e hizo un parsimonioso gesto de abundancia al juntar varias veces los dedos de ambas manos. Corrió el telón de su cara y plantó ante el público una espectacular sonrisa cabrona.
Se hizo un instante de silencio que terminó rompiéndose cuando la monstruosa puerta de acero que bloqueaba el muro se levanto palmo y medio.
Marko lo tenía claro.
El polipasto también.
Destral miró a la muralla de la ciudad y sonrió mientras el portalón levadizo se estiraba de par en par.
Acto seguido, suspiró profundamente al comprobar que nadie en toda la multitud presente parecía oponerse a aquello. Se quitó el sombrero, negando con la cabeza, y finalmente les dijo:
—Muy bien, Raúl. Sed bienvenidos al tercer mundo, donde follar como conejos parece ser mucho más importante que llenar la panza.