Ecoaldea, 2014
El utilitario avanzó como un insulto torpe por la descuidada carretera de grava que moría fusilada contra las murallas de la ecoaldea. Un decrépito Ford Escort modelo ranchera, del mismo color que una señal de stop.
Traqueteó en los baches, sorteó los matorrales y la enorme alambrada de espinos de acero, salpicó en los charcos, derrapó hasta lanzar guijas de piedra tras de sí, bajó y luego trepó un badén… Y con la parsimonia de una broma puñetera, se plantó frente a la pasmada multitud que se había apiñado sobre los andamios desvencijados que hacían las veces de almenas.
Las murallas estaban acribilladas, repletas de abolladuras ennegrecidas y desconchados que las perforaban por varios puntos, algunos de ellos de dudosa solidez. Destral decidió fortificar el acceso norte a la ecoaldea con hormigón y vigas de acero durante los meses de asentamiento del poblado, visto que el resto de los accesos estaban fuertemente guardados por las laderas de sendas montañas de roca lisa, gran alzado y formidable pendiente. Con todo, resultaba inabordable alcanzar el poblado por tierra sin tener que vadear el cauce del río y sin tener que derribar aquel monstruoso muro. Y, en un mundo en el que ya casi nadie consigue usar un vehículo que no funcione a pedales, eso es mucho.
Se determinó alzar aquellas murallas para defender el pueblo y sus cultivos de los saqueadores, de los bandidos organizados, del pillaje, de una cuadrilla de parados de larga duración que se habían convertido en bandoleros a caballo. Lo que nadie esperaba fue que aquella construcción pudiera resistir el asedio de lo que quedaba del Ejército de Tierra del país.
Las tropas de asalto tampoco es que sean mucho más eficaces que un agricultor atrincherado cuando se les termina el petróleo y parte de la munición. Sin apenas media docena de bajas, aquella ecoaldea fortificada había hecho retroceder a un batallón de soldados regulares postcenitales en una batalla de dos días en la que quedó probado que la humanidad había vuelto a la Edad Media en muchos aspectos.
Así que los aldeanos vivían tranquilos, ahora. Tenían escopetas, un par de vigías, su propio suministro de agua potable, víveres y aquellos muros. Un Ford Escort con matrícula de Castellón no los asustaba.
Y menos si se detenía juguetonamente frente a los portones y salía una pareja joven de su interior.
Zapatos. Llevaban zapatos. Destral apenas había visto calzado en varias estaciones, pero aquellos dos llevaban zapatos. Ella salió del asiento del conductor, vestida como una joven universitaria de las de antes de que las universidades dejaran de existir. Él, poco más o menos de su misma edad, salió del asiento del acompañante para decir a voz en grito:
—¡Ah del Castillo!
A lo que ella respondió doblándose de la risa. La carcajada se le contagió a él, para mayor asombro de las gentes de la ecoaldea.
—¡No seas tonto! —le dijo ella llevándose las manos al vientre para calmarse, pero apenas podía hablar—. ¿Tú crees que ésa es manera de presentarse?
—Joder, nena, siempre he querido decir eso.
Tras las murallas no se reía nadie.
Ni un chascarrillo, ni una sonrisa. Nada.
Destral bufó y cogió el fusil de Saig’o. En apenas un par de segundos, le quitó el seguro, lo amartilló, apuntó sobre la cosa más tonta de aquella escena y disparó sin titubear ni un instante.
El espejo retrovisor reflejó el puntero láser y luego saltó hecho pedazos.
—¡Hey! ¡Eh! —dijo el muchacho, abriendo los brazos en un gesto de protesta. Como si los espejos retrovisores tuvieran algún sentido en un mundo sin tráfico.
—¡No disparen, por favor, no disparen! —exclamó ella, al tiempo que alzaba las manos en alto; ni que aquello fuera un atraco—. ¡Somos buena gente! ¡Venimos en son de paz!
—¡Y, de no ser así, ya estaríais muertos los dos! —respondió Destral, a voz en grito.
Y luego le tendió el arma a Saig’o para volverse a Marko después y decirle:
—Abre los portones, anda, que voy a bajar a hablar con ellos.
—¿Y qué les vas a contarrr? —le preguntó Marko, repudiando la idea con su acento alemán y un gesto de enfado.
Destral se encogió de hombros, puso la cara de la curiosidad que mató al gato. Luego adoptó un tono cordial y conciliador.
—No sé. No lo sé. De momento, vamos a ver qué se han creído esos dos payasos y de qué clase de agujero han salido. ¿Hace?