Dieta

Ecoaldea, 2014

Destral pedaleó hasta los campos de maíz. Cruzó las huertas, dejando atrás varias hectáreas de hortalizas y el río a la derecha. Los campos de arroz y los maizales se extendían más allá de los interminables huertos de rábanos.

En la ecoaldea a nadie le gustaban los rábanos, pero podían asociarse amablemente con todo tipo de hortalizas sin agotar los suelos, cultivarse todo el año, cosecharse en siete semanas… Además, se aprovechaba todo de ellos, hasta las hojas. Porque éstas eran un buen sucedáneo de las espinacas. Los rábanos eran, en conjunto, un buen cultivo de supervivencia. Y resistían bien las temperaturas tan inclementes de aquellos años.

Tras los rábanos, el maizal. Sobre el maíz, los aerogeneradores. Dos docenas de molinetes desplegados estratégicamente hasta conformar un parque eólico de doce voltios. Generaban electricidad como para poder moler el grano y espantaban a los pájaros, poco más. Nada menos.

Junto al pozo que abastecía el gigantesco maizal, le esperaba Agro, visiblemente nervioso. Los brazos en jarra, la azada al hombro, la brizna de albahaca en flor colgando de la comisura inferior del labio, el pendiente de oro perforándole la ceja, los guantes de podar bien ajustados a las muñecas, el tosco sombrero de paja sobre la cabeza, el cable blanco del iPod mil veces remendado colgando de los oídos, la piel del rostro tostada al sol.

El sol pesándole en el cuello. La ecoaldea pesándole en los hombros.

Cuánto había cambiado Agro. Y cómo le agradaba su estampa de nuevo hombre de campo postcenital. Se mataba a trabajar. Se le estaba yendo poco a poco el acné, desde que dejó las alergias de la vida en la ciudad. Se había confeccionado toda una amalgama de ponchos a fuerza de agujerear distintas telas, luego se los sujetaba a la cintura empleando un cordel de cáñamo. El atuendo le confería el porte del hombre primitivo y sencillo en que se estaba convirtiendo a pasos agigantados.

—Hola.

—Hola, Agro —respondió Destral desmontando de su bicicleta y dejándola caer suavemente sobre la grava del camino—. ¿Qué es eso tan importante que no puedes decirme por radio y que no hace que toques el shofar?

Agro echó un vistazo en derredor para cerciorarse de que nadie les oía, luego llevó la mirada al frente.

—Tío. Quédate con cómo están mis pequeños hermanos de otra madre ahí delante.

—¿Tus hermanos de otra madre?

—Ajá. Los campos de maíz frente a ti.

Destral abrió bien los ojos y barrió con ellos a un lado y al otro.

—Hermosos. Como debe ser.

—Hermosos de cojones. Dan ganas de hacer palomitas sólo con verlos, a mis pequeños.

—¿Y entonces?

—Ahora mira los campos que hay al otro lado del río.

Destral se volvió en redondo.

—Sus parcelas todavía están en barbecho —le dijo, encogiéndose de hombros—. ¿No?

—No, no lo están. Eso es un sembrado, fíjate bien. Ahí ya hace semanas que hemos plantado trigo de invierno.

—¿Y qué?

—Pues que no ha funcionado. No hay ni una puta brizna brotando del sustrato. Ni un alma verde está respirando en todas esas fanegadas.

—¿Por qué?

Agro tomó aire profundamente y luego suspiró sin amagar un gesto de dolor.

—Porque hemos empleado para la siembra el grano que cosechamos el invierno pasado.

—No entiendo nada.

—Destral, ese grano lo compraste por Internet poco antes de abandonar tu empleo y fundar la ecoaldea. Pensábamos inocentemente que era una variedad invernal resistente obtenida mediante selección genética. Y nos equivocamos. No era eso.

—¿Qué era, entonces? ¡Yo recuerdo que aquel trigo hacía un pan estupendo!

—Era trigo transgénico, Destral. Semillas modificadas para resistir a las plagas y crecer en invierno. Para todo eso y para algo más.

Destral empezó a poner cara de pánico. Alzó sus cejas por toda respuesta.

—Para autodestruirse.

—Autodestruirse.

—Era un gen al que llamaban «terminator» —continuó diciéndole—. Recuerdo que en el 2006 trataron de insertarlo masivamente en todos los cultivos transgénicos para evitar la piratería.

—¿Piratería…? ¿Qué piratería ni qué demonios?

—Piratería, gran jefe. Piratería de transgénicos era pagarle una vez a la multinacional por sus semillas y luego emplearlas para obtener nuevas… sin tener que comprarlas en la siguiente cosecha. Los autores protegieron sus diseños mediante un gen exterminador que hacía que la segunda generación de embriones fuera estéril —contestó Agro, llevándose las manos a la cabeza—. Hemos sembrado grano, pero no simiente. Así que no habrá cosecha.

Destral se miró los dedos de los pies y los curvó sobre la grava. Apretó los labios y los puños.

—¿Tú, esto, lo sabías?

—¡Yo no podía saberlo! —respondió Agro, sintiéndose violentado y tal vez responsable de todo aquello—. ¡Se supone que los genes del «grupo de tecnologías de restricción al uso» no se podían emplear en Europa! ¡Lo que pasa es que comprar semillas a través de eBay a un desconocido que vive al otro extremo del globo puede resultar en esto!

Y esto fue un feo gesto de rechazo en dirección al campo yermo en el que se suponía que iba a arraigar un nuevo y prometedor cultivo.

Destral azuzó a sus ojos como el que suelta a dos perros policía en un control de aduanas. Los movió frenéticamente a lo largo de todo aquel latifundio mientras rebuscaba en su cabeza, preguntándose…

—¿Y ahora qué? —Agro le miraba suplicando tácitamente que hubiera alguna respuesta de consuelo esperándole.

Destral se tomó su tiempo, mientras negaba con la cabeza.

—Ahora nada, amigo mío. Apenas nos quedan conservas, sal yodada, harina, antibióticos o comida deshidratada. Se nos agotará el grano seco. Y no creo que podamos echar mano de ningún cultivo alternativo, porque no disponemos de otro cereal de invierno y ya estamos comiendo demasiada patata. Podemos reemplazar todo tipo de frutas y verduras, pero el grano no. Necesitamos cereales, la base de nuestra dieta según cualquier esquema alimentario, y tenemos que obtener toda esa fibra con muy poca agua. Lo mejor ante un escenario como ése sería introducir en nuestras tierras siembras de trigo, o… ¿quizás farro, escaña, o alforfón? Hum… Eso o tendremos severos problemas de estructura alimentaria en muy pocas temporadas.

—Te dije que teníamos que conseguir semillas de cebada, de avena y de centeno —respondió Agro, pisoteando el suelo con saña—. Te dije que plantáramos otros tubérculos. En agricultura, no se pueden poner todos los huevos en una misma cesta. Y, en permacultura, no se pueden hacer monocultivos. Esto ha sido un error, un error de base.

—Esta posibilidad estaba calculada, Agro —dijo Destral, esta vez hablando en calidad de ingeniero—. Lo que no contábamos era con tantas bocas que alimentar para estas alturas de nuestro periplo. Hemos ido acogiendo a todos los desgraciados que nos ha ido enviando la ciudad en su agonía y no paramos de traer críos a este mundo. Vamos a tener que redimensionar nuestra infraestructura.

—Claro, tío —le contestó Agro, con sorna—. Ahora mismo contratamos por renting maquinaria nueva y escrituramos más terrenos. Como si esto fuera una plantación comercial de la era del petróleo barato. ¿No te jode?

Destral seguía siendo el líder porque a menudo conseguía que en su cabeza se unieran lo viejo y lo nuevo: la forma de pensar del hombre de principios de siglo y la forma de pensar del hombre superviviente al Hundimiento.

—Agro, en serio. Tenemos que crecer. Necesitamos nuevos cultivos y, si no hay semillas para sembrarlos —dijo Destral, recogiendo su bicicleta del suelo—, habrá que ir a buscarlas.

—¿Salir de la ecoaldea, Destral? ¿Al exterior? ¿Es que te has vuelto loco del todo? ¿Has estado dándole a las setas, o algo?

—Agro, hemos estado encerrados aquí muchas estaciones ya, pronto llevaremos siete años siendo autosuficientes por completo. Ya va siendo hora de echar un vistazo ahí afuera y de ver si podemos desplazarnos por nuestros propios medios para comerciar con las otras ecoaldeas. Eso o tratar de robarle algo al Estado sin que el ejército nos haga pedazos en el intento. Me temo que no hay otra manera de…

Sonó la trompeta shofar, a lo lejos.

Tres soplos medianos, o sea, shevarim, y el timbre era el del cuerno de Saig’o.

¿Invasión? ¿Código de invasión?

—Tío. ¿Nos atacan? —preguntó Agro, visiblemente asustado—. Pero si…

El zumbido del radioteléfono interrumpió la conversación nuevamente.

—Saig’o a Destral. Cambio.

Saig’o, el vigilante armado, comunicándose por radio desde la muralla perimetral de la ecoaldea. Si se oía su voz era porque se aproximaba alguien, desde el mundo exterior.

Destral descolgó de su correa el radioteléfono, visiblemente nervioso.

—Aquí Destral. Reporta, Saig’o.

—Destral, se acerca un coche. Un Ford Escort.

—¿Un coche normal? —preguntó, con asombro.

Nadie había visto un coche a gasolina desde los tiempos previos al Hundimiento. La gente dejó de usarlos al poco de empezar los disturbios.

Hubo un momento de tensión en el que sólo se escuchó la estática de la radio mientras Saig’o afinaba con sus prismáticos.

—Es un Ford Escort. Estoy seguro. Yo conducía uno de ésos. Cambio.

—¿Seguro que no es el Chevrolet Volt de los de la ecoaldea de Teruel, Saig’o?

—No, Destral. No es un coche eléctrico. Cambio.

—¿Pero, qué…?