Ecoaldea, 2014
Destral miraba el mensaje. El primero de sus alegatos en Internet. El post con el que empezó todo.
De un tiempo a aquel entonces, solía releer sus propias alocuciones, los comunicados que redactó, las soflamas que escribía al principio del crack, en los días en los que el ciudadano medio apenas podía imaginar la profundidad del problema.
Algunos de sus discursitos ya se los sabía de memoria: estaban plagados de la clase de frases lapidarias y sentenciosas que había estado repitiendo durante aquellos meses y que ahora ya solían oírse cada dos por tres en las bocas de la gente de la ecoaldea.
De la gente de su ecoaldea.
Desde la segunda planta de la cabaña de adobe en la que vivía, Destral dirigía el poblado, instalado en aquella suerte de torre de marfil postcenital. La suya era la vivienda más alta de todas. Desde su posición, se dominaban los techos de paja del resto de las barracas, tipis, chabolas, vivacs, toldos y chozas que componían el centro urbano de la ecoaldea, tan marrón. Bastaba asomarse a aquel balcón para alcanzar con la vista las murallas de piedra alrededor de todo el conjunto de viviendas. Predominaban los chamizos coronados con techumbres de paja, sobre ellos relucían en reposo los paneles solares y las deslumbrantes botellas de vidrio.
Botellas de vidrio llenas de agua. Botellas que los ciudadanos que tanto lo adoraban solían colocar sobre sus casas para que la acción inclemente del sol las calentara a cincuenta grados durante una mañana entera, hasta potabilizar su contenido.
Comprobó apenado que apenas quedaban unos pocos minutos de energía en la batería de su equipo, de modo que no tuvo otro remedio que resignarse y apagar la máquina tras comprobar que no tenía nuevo correo electrónico y echar un vistazo melancólico a su lector de noticias.
Se sintió como el rey de los capullos al levantarse de aquella silla desvencijada. Apagó todo el sistema: ordenador, enrutador, conexión vía satélite, radio multibanda. Con suerte, aquella mañana que comenzaba traería mucho sol, o tal vez fuertes vientos para los aerogeneradores y los molinos de la aldea. Quizás podría volver a conectarse a lo que quedaba de Internet antes del domingo.
Se desperezó y se vistió, dispuesto a pedalear hasta el río para asearse. Sin apenas coger nada más que su radioteléfono, su inseparable cinturón de obrero (del que colgaban cascabeleando todo tipo de herramientas y utensilios), su sombrero panamá y unas gafas de sol, cruzó la sencilla cortina de cuerda que hacía las veces de puerta de su casa. Afuera, en la calle, se desplegaba su mundo, plagado de moscas y gatos, amurallado con paredes de adobe y tabiques de cartón, atufado de estiércol y compost.
La ventolera caliente habitual le dio los buenos días. Las guijas de grava de la calle bajo sus pies descalzos hicieron otro tanto. Ya se oían el sonido de los morteros de madera machacando maíz en algunas chabolas y la algarabía de los niños en la escuela que habían improvisado junto al corral de las gallinas.
Los niños. Todos aquellos niños.
Una carga pesada para un pueblo que lucha por no pasar hambre. Un rayo de esperanza. Y un resultado del agotamiento de los recursos. Otro más.
Porque sin petróleo barato se paralizan los transportes, conque no hay nadie que importe látex desde América del Sur, y sin látex no hay preservativos. Aunque en la ecoaldea algunos soñaban con confeccionar condones empleando intestinos de cerdo, lo cierto es que tampoco había cosecha o deshechos ni como para alimentar a muchos cerdos. Las gallinas ya eran vistas como un lujo por muchos de los aldeanos y eso que apenas las alimentaban con insectos y grano estropeado. Mucha gente apenas recordaba ya el sabor de la carne roja.
Destral llegó caminando perezosamente hasta la improvisada cochera en la que se hacinaban las destartaladas bicicletas comunales. Tomó una de ellas y se dispuso a enfilar la cuesta abajo hacia el cauce del río.
En su descenso, atravesó las dos o tres callejas principales de la aldea, todas flanqueadas por mobil homes, casas desmontables de madera y PVC, furgonetas convertidas en viviendas, secciones de caños de alcantarillado industrial que ahora eran auténticas madrigueras habitadas por gente; en su interior se adivinaban, acaracolados, gatos, sacos de dormir y enseres diversos. Una cabina de hidromasaje o de teléfonos, ahora convertida en un depósito de agua verde, junto al enorme contenedor cubierto que era la vivienda de la novia de Interventor. A su lado, el enorme tipi de Interventor, entre cónico y amorfo, gracias a las cuatro torcidas farolas con las que se había improvisado su construcción, hacía pocos días. Al fondo, destacaba la casa de Simsim, una bioconstrucción hecha con balas de paja.
Destral puso un piñón más grande, cambió el plato y cruzó la vía principal. Las rastas de su cabello se bambolearon al ritmo de los baches, pero el sombrero aguantó firmemente encajado. Pasó pedaleando a buen ritmo junto a los bidones oxidados en los que solían quemarse trastos inútiles cada vez que refrescaba la inclemente temperatura nocturna. Aquí lo que quedaba de un viejo mueble zapatero, allí trozos de un escritorio, al fondo lo que solía ser un sofá de Ikea. En aquella explanada llena de muebles a medio desarmar que era la plaza principal del poblado, los gatos campaban por doquier.
Los gatos, benditos animales; algunos se revolcaron al sol, otros ni se inmutaron y los que estaban por medio se apartaron perezosamente al paso de la bicicleta. Aquel año se estaban portando especialmente bien, los mininos. No sólo estaban consiguiendo mantener a raya a las ratas y salvar todos los campos de cereales del acoso de los pájaros, sino que su población no paraba de aumentar. Cazaban mucho mejor que los aldeanos y eran mucho más prolíficos que ellos. Y eso significaba más sucedáneo de carne de conejo en los pucheros de la gente del pueblo.
Vio preñada a reventar a la enorme gata siamesa de Iriña y pensó complacido que pronto tendría que incluir a algún otro macho musculoso en los pucheros comunales. Y al pasar junto al viejo autobús en el que vivía, saludó a la buena de Iriña.
Iriña. Simsim. Agro. Sapote. Teo. Crestas. Braqui. Saig’o. Interventor. M1guel. Destral.
Nicknames. Apodos. Los nombres en clave con los que se habían conocido en Internet, cuando Destral comenzó a reclutarlos, antes del Hundimiento. En los meses en los que se veía claro el inminente colapso de la economía y, con ella, de la civilización occidental. Casi nadie sabía el apellido de nadie en la ecoaldea.
Había muchas cosas que ya no importaban. Que habían sido dejadas atrás, como los empleos, los relojes de pulsera, las cuentas bancarias, la publicidad, la contracepción, los fines de semana y las alergias.
Ahora sólo parecía importar el poblado, las tierras y el río. El río que le daba vida a todo.
El río, cuando bajaba pleno, era todo un hervidero de actividad pública y una especie de ágora de la vida social de la comunidad, lo mismo que otrora fueron sus bulliciosos foros de Internet, en los tiempos previos al cénit. Las gentes de la ecoaldea solían reunirse junto al río para todo. Aquella mañana había ciudadanos aseándose con su propio jabón de glicerina, hombres y mujeres filtrando agua con zeolitas para lavar la ropa, dos muchachos despiojándose con vinagre, gente rellenando recipientes de barro o hidratando sus semillas para obtener brotes de soja, girasol, fenogreco…
Destral reparó en la montaña de bicicletas derribadas a la entrada del lugar, en un improvisado aparcamiento colectivo junto a un Porsche Cayenne del 2007 a medio desguazar. Dejó caer con suavidad la máquina que conducía junto a las demás y se aproximó al cauce. Con cada paso que dio hasta alcanzar al grupo, se le fue abriendo una enorme sonrisa en los labios.
En el fondo le gustaba.
Le gustaba su nueva vida social.
Que le palmearan la espalda, lo recibieran todos los días como a un mesías postcenital y le sonrieran junto al río en cada amanecer. Sumergirse en el baño matutino sabiendo que le querían. Que lo necesitaban, que lo apoyaban.
Nadar. Bucear hacia el fondo plagado de guijarros y cantos rodados sintiéndose libre e integrado. Destral se hundió y braceó para despejarse.
En la superficie, medio centenar de ojos le miraban. Dos docenas de amigos.
En sus tiempos de ingeniero apenas tenía amigos. Tenía contactos. Contactos en el teléfono móvil, en el mercado laboral, en su gestor de correo electrónico y en su sistema de mensajería electrónica instantánea. Doscientos treinta y cinco contactos, mil caras en el Facebook, cero amigos. Su entonces novia y un puñado de cordiales compañeros de oficina eran toda la compañía que había conseguido procurarse. Ahora, en 2014, era el líder de una sociedad convertida forzosa y espontáneamente en una especie de comuna hippie que pugnaba por subsistir ante un escenario de agotamiento general de los recursos primarios.
Porque lo único bueno que podía depararles el día a día a los aldeanos era aquello. El frío del río, el calor de la gente. La vida sencilla, la vida social. El retorno al grupo bien avenido sí o sí. La gente postcenital no estaba para hostias. Eran un colectivo inmerso en la lucha contra el medio, así que no había ni ganas ni capacidad para el enfrentamiento interpersonal… Los problemas venían de frente, la sociedad estaba detrás, respaldando al individuo, al francotirador.
Y los problemas eran legión: el agotamiento de los suelos y los substratos, de los fosfatos y las buenas semillas autóctonas, la globalización de las plagas, el agotamiento, contaminación y nitrificación de los pozos, la escasez de lluvias y el río convertido durante los meses duros en apenas un nimio regato. Después, las inundaciones. Más problemas. El calor todo el día, el frío toda la noche. La falta de formación agraria del colectivo, la falta de pesticidas eficientes… Los problemas eran legión. Demasiados problemas y todos atacaban al estómago.
Y el estómago era importante.
Vaya si lo era.
No lo parecía, antes del Hundimiento. Pero ahora era el protagonista de todo.
Junto con las pulgas, chinches, garrapatas, tábanos, moscas, mosquitos, piojos, avispas, ladillas. Cuando la gente se hacina en el campo y no siempre tiene agua como para asearse, todo azote natural es posible.
Los aldeanos habían cerrado filas en torno a Destral, hacían piña y llegaban a funcionar como un pequeño hormiguero bien coordinado, un equipo de apenas un centenar de ciudadanos muy concienciados y bastante solidarios. De repente todos aquellos supervivientes habían dejado de ser individualistas y competitivos recursos humanos para convertirse en personas verdaderamente conscientes de cuánto y de cómo necesitaban al resto de sus semejantes. La colaboración emergió en sus vidas alzándose sobre el cadáver de la competición. De repente, todos aprendieron y comprendieron lo que verdaderamente era el trabajo en equipo. Nada como la vida tribal y la economía de subsistencia para recuperar el contacto con la realidad humana.
M1guel ya no era el consultor eternamente cabreado, ahora era el amable alfarero al que no le temblaba el pulso a la hora de ponerse a elaborar tiestos, botijos, palanganas y orinales para todo el que se lo solicitara a cambio de nada. Agro llevaba los cultivos, era el «jefe de producción». Ya no era un introvertido y esquivo estudiante de ingeniería agronómica, ahora era la fuente de la sabiduría cuando se trataba de aprender a combatir a la mosca blanca o a la araña roja que atacaba los girasoles. Iriña ya no era una administrativa comercial protocolaria y correcta, ahora era natural y directa en el trato. Se ocupaba de diseñar, reparar y mantener los paneles solares, los aerogeneradores y el tendido eléctrico de doce voltios y lámparas de bajo consumo.
Porque habían tenido tiempo para montar la ecoaldea. La clave de su éxito había sido que el Hundimiento nunca les cogió por sorpresa. Destral comenzó a levantar y a fortificar aquel refugio cuando todavía no habían quebrado las primeras megacorporaciones norteamericanas, antes de lo de Lehman, Fanny Mae y Freddie Mac, antes de que se derrumbara el castillo de naipes de Wall Street, antes de que el 15M pusiera en evidencia la fractura social, antes de que la banca española suspendiera todas las transacciones. Así que habían conseguido procurarse a buen precio algunas infraestructuras de vital importancia: sistemas de riego por goteo eficientes y sostenibles, bombas mecánicas de agua, compostadoras, un par de grupos electrógenos que apenas se empleaban desde que la tierra había empezado a racanearles el aceite, tornos de alfarería, molinillos, aperos agrícolas, un arado, grandes reservas de sal yodada, algunas semillas, bicicletas…
Y gente, demasiada gente.
El bullicio de la gente preparando la jornada de trabajo volvió de golpe a los oídos de Destral nada más salir del agua, emergiendo de sus propios pensamientos. Se secó y se vistió mientras escuchaba como Gor0 le explicaba a su hermana cuál era la forma más eficaz de remendar su vieja y raída camisa.
De un tiempo a aquella parte, Gor0 se estaba convirtiendo en la costurera del pueblo, otra superviviente autodidacta improvisada al que acudir forzosamente. Todos habían asumido roles útiles. Nadie se acordaba ya de cómo se programaba un climatizador, de cómo se aparcaba un utilitario o de cómo había que pedir una pizza a domicilio, pero todos sabían reconocer los arbustos comestibles, amasar pan, mantener a raya a las garrapatas, limpiarse el culo con hojas de col, derribar gorriones con un tirachinas y luego desplumarlos para la cena.
Y todos adoraban al especialista. Al pocero, al apicultor, al cocinero, al callista, al alfarero, al afilador, al que te arranca bien los dientes podridos.
Alguien cercano al horno solar tendió a Destral una infusión humeante. Se intercambiaron sonrisas, buenos días y buenas palabras. Se hicieron preguntas acerca de las tareas del día y entonces sonó el radioteléfono.
Sonó el radioteléfono y no la trompeta shofar que solían emplear los ciudadanos para dar la voz de alerta ante las emergencias.
Se estaban agotando las pilas recargables. Apenas quedaban ya un par de docenas de ellas en toda la ecoaldea y su vida útil decrecía a pasos agigantados. Emplear los walkie-talkies se estaba convirtiendo en algo que ya sólo se hacía en situaciones especiales. El zumbido del aparato de onda corta que Destral llevaba a todas partes había pasado de ser poco más que el reemplazo del tono de llamada de su iPhone a convertirse en una auténtica señal de alarma.
Al otro lado del equipo le llamaba Agro, desde los campos de cultivo.
Y aquello sí que era una alarma.