Despertar

Islas Canarias, 2007

Toda revolución comienza con el sueño de un hombre corriente. Todo hombre corriente despierta a menudo de una pesadilla.

Ésta es la historia de un hombre excepcional, de su sueño. De su pesadilla.

De su fortaleza.

Comienza con un despertar. Con el día en que Destral abre los ojos y descubre que la pesadilla es real.

De tanto darle la vara le dieron una beca. No una beca de estudios ni una beca de trabajo, sino una beca de las que se supone que no existen, en una institución gubernamental de nombre encubierto y programa clasificado, en un complejo que ni constaba en los directorios ni en el catastro.

Apenas hecho un ingeniero, le pusieron a los mandos de un ordenador que habían puesto a los mandos de un ingenio en órbita geoestacionaria. Con él vigilaban el globo. Curiosos tiempos estos, en los que ponen a un becario a manejar un satélite espía. La guerra la hace un software que no se puede descargar; la política, unos tíos que no representan a nadie; y la inteligencia, lo mismo la lleva una panda de idiotas. Tras las cortinas del mundo están acechando unas sombras que nadie sabe a quién pertenecen, se frotan las manos que tendrían que estar moviendo los hilos. Con todo, nadie sigue el rastro del dinero hasta el final, nadie sabe quién es el hombre fuerte.

Lo mismo podría pasar que tras la cortina no hubiera absolutamente ningún hombre fuerte. Que, al otro lado de los hilos, no hubiera un titiritero. Que todos los ricos estuvieran en quiebra de tanto enriquecerse. Que, en este enorme Titanic en el que nos hemos montado, ya no anduviera nadie al timón; que los marineros y el capitán hubieran abandonado la nave hace tiempo, aprovechando la idiocia de esa masa de pasajeros apollardados que baila al son de una música enloquecida, mientras la inmensa y todopoderosa nave se hunde lenta pero inexorablemente.

Al protagonista de esta historia le dieron una beca de mil euros al mes y un nombre de usuario con su contraseña a juego. El nombre en clave fue «Destral», lo mismo que la clave de acceso. Le prohibieron emplear cualquier otro identificativo durante las operaciones tácticas. Luego le enseñaron a enfocar, encuadrar y rastrear con aquel satélite espía y los otros cuatro que le daban apoyo en órbitas distantes, para que pudiera cubrir visuales por todo el globo. Después, le dieron un poco de conversación de ascensor, una palmada en la espalda, un café de máquina, una tarjeta magnética en blanco. Y se largaron.

Conque Destral se quedó a solas en un complejo sin líneas de telefonía fija ni cobertura de telefonía móvil ni personal administrativo, al frente de un ordenador carente de sistema operativo conocido, sin más buscaminas que un posicionador orbital ni más solitario que el usuario. Le dijeron que se quedara a la espera por si el mando estratégico europeo quisiera fotografiar algo a través del ojo que todo lo veía. Y hasta la vista.

Apenas trabajo, más allá de fotografiar un campamento en el desierto de Sudán, una caravana de vehículos de tracción integral yendo hacia ninguna parte al este de Kiev, unas naves industriales en las afueras de una ciudad de Afganistán, unas extrañas embarcaciones sin luces reuniéndose en medio del Atlántico Norte. Cuatro encargos en cuatro meses. Ni una explicación. Le dejaron con un horario cambiante y sin objetivos ni calendario. Simplemente, querían tenerle disponible y dispuesto en aquel emplazamiento estratégico, por si hiciera falta. Para las pocas veces en las que hacía falta, si es que la hacía alguna vez.

Se ve que no había mucho que ver en aquel sitio.

Y no habría mucho que ver, pero podía mirarse todo.

Así que Destral comenzó a apuntar al tuntún con un hardware valorado en cientos de millones de euros, desde su atalaya privilegiada. Saltaba de telescopio en telescopio y de escena en escena. Ahora la terraza de la casa de su ex, ahora el camping de Teruel donde se infló a fumar porros en sus tiempos de estudiante, ahora el Triángulo de las Bermudas, ahora la Isla de Pascua, ahora el centro de Pyonyang.

El encaminador de satélites se convirtió en su juguete favorito. ¿Quién quiere una tele si puede enfocar el Santiago Bernabeu en un plano cenital capaz de encuadrar el cuero y calcular sus coordenadas GPS al milímetro? ¿Qué clase de imbécil abriría un navegador de Internet si pudiera abrir una ventana que le mostrara en tiempo real la situación de los tiroteos en Bagdad? ¿Qué clase de voyeur miraría porno pixelado pudiendo ver todas las playas nudistas del planeta con el ojo de Dios?

¿Y quién es el becario que vigila al vigilante, mientras se zampa las cajas de comida china a las tantas?

Destral se daba unos paseos alucinantes por la superficie terrestre, aquella máquina le hacía sentirse como un ángel. Una de sus capturas favoritas era el cielo continental despejado al poco de anochecer, a gran altitud. El zoom al mínimo. Panorámica casi curvada de la superficie del planeta, las largas puestas.

Las luces costeras de Europa y Norteamérica silueteaban los países mejor que el software de posicionamiento o el Atlas del National Geographic. Todo el mundo ha visto fotos de la Tierra por la noche, con el contorno de los países desarrollados iluminados como constelaciones espesas y los océanos tan apagados y negros como África. El suelo, desde la inmensa distancia del satélite espía, se veía en el ordenador de Destral bien perfilado y definido, lo mismo que esas ciudades resplandecientes desde los miradores de montaña en los que se pegan el lote los adolescentes. Destral era un becario a los mandos del coche de su padre y, aunque estaba más solo que la una, a las dos podía estudiar las luces del mundo con ojos hambrientos. Eso de ahí es el litoral del Mediterráneo, eso otro tan lleno de oscuridad es el Mar Negro, bien contorneado gracias a los mil establecimientos costeros que lo circundan. Eso de allá es Moscú, una estrella de muchas puntas en el centro de la noche rusa.

El suelo miraba a las estrellas y Destral miraba las del suelo, desde el cielo. Tuyo es el reino, la gloria, el poder y sus planos cenitales. Las alturas guarden al hombre que todo lo ve, aunque sea el soldado raso de uno de nuestros ejércitos de becarios.

La pesadilla comenzó un día en que Destral enfocó Norteamérica y no hubo luces.

Comprobó que el satélite de aquella órbita hiciera streaming correctamente. Luego, que funcionara bien la red local y que el sistema de información geográfica que encuadraba tuviera acceso a Internet. Luego, ya bastante mosqueado, comprobó, por ejemplo, que funcionara la web del New York Times.

Todo le dio un resultado correcto, pero el portal del New York Times estaba caído. Vaya, hombre.

Consideradas el resto de alternativas, una única idea se le metió de repente en la cabeza.

Es un apagón. Uno realmente gordo.

Pero… ¿Un apagón capaz de poner a Estados Unidos a la altura de Senegal en materia de contaminación lumínica?

Porque se veía alguna luz, en Norteamérica. Pero sus mayores ciudades estaban a oscuras.

Así que Destral dio un telefonazo a Washington. En rigor, teléfono tampoco es que tuviera, lo que tenía era una hotline de videoconferencias con sus homólogos, ya fueran del Centro de Satélites de la Unión Europea, ya fueran de otras agencias amigas. Desplegó una serie de enlaces donde respondían otros tíos de su condición, durante las operaciones de vigilancia o los momentos como aquél. Escogió al primero de sus contactos y lanzó la pregunta nada más le dieron audio:

—Nasnoches. ¿Va todo bien ahí, Horace?

—Pues claro —le respondió la voz de Horace, desde aquel sitio que aparecía tan negro en la pantalla de Destral—. ¿Por qué?

—Pues porque no veo ni una luz en todo tu país.

—Eso es que no has apartado bien las nubes, novato.

Novato y tonto del culo.

Era su primer mes de becario a los mandos del chisme aquel. Todavía se le olvidaban algunas cosas, especialmente tras una semana y media de cielos despejados… Pero qué tío más burro, se diría aquí. Aunque lo cierto es que nadie nace enseñado.

Horace se descojonaba al otro lado de la aplicación de voz sobre ip.

—¿Te pensabas que se habían acabado las pilas del planeta, so patán?

—A ver… Por un momento pensé que algo estaba fallando, sí.

—Tranquilo —le respondió Horace, antes de cortar la comunicación abruptamente—, no nos hemos quedado a oscuras… Todavía no ha llegado el día.

Hum.

¿Todavía no ha llegado el día?

O sea, que en alguna noche de éstas el espacio exterior nos mirará y no habrá ni una puta farola aquí abajo, ni un solo fanal que nos señale.

Con el tiempo, eso verán tus ojos, si sigues siendo el ángel geoestacionario cuando el mundo de los hombres se venga abajo.

Tal vez sea eso lo que haya al fondo de toda mirada cenital. Tal vez llegue eso cuando nos hayamos ido o… tal vez nos vayamos cuando llegue eso.

Se dijo.

Y apagó el ordenador.

Un par de horas después se fue a dormir y soñó. Soñó y, con su sueño, dio comienzo su cruzada contra el mundo.

Soñó que movía sus satélites sobre el planeta y en el planeta no había más luces encendidas.

Salió de su pesadilla profiriendo alaridos. Después, en vez de dar gracias por haberse despertado, dio las luces de su cuarto. Corrió las cortinas hasta comprobar que afuera, en la calle, hubiera bares de copas y coches y estaciones de servicio y avenidas interminables y estadios de fútbol y anuncios y autopistas, alumbrándolo y encrespándolo todo.

Arrancó el portátil hasta que Google le respondió con un bostezo. El mundo estaba ahí, despierto a las tantas. La civilización era esa puta que no perdona ni una noche ni una calle.

Le preguntó a Google lo que pasaría cuando al mundo se le acabaran las pilas y Google le contestó.

Entonces, sólo entonces, comenzó la pesadilla de Destral. El apagón del fin del mundo.

Sin cambiar de ventana ni salir de la cama, compró un dominio en Internet. Abrió una bitácora en él. Publicó una primera entrada en cenital.net

Con ella empezó todo.