El sábado por la noche, a las once y cuarto, Delsa fue hasta casa de Kelly, vio el Volkswagen negro en el aparcamiento y la llamó por teléfono desde abajo. Volvió a saltar el contestador. Vale, Kelly no se había ido en coche. Alguien pasó a recogerla, alguna de las otras modelos, y después del desfile fueron a tomar algo o se encontraron con amigos y se fueron a una fiesta. Debía esforzarse para recordar que Kelly tenía una vida de la que él apenas sabía nada.
En la mañana del domingo, Delsa volvió a llamar a Kelly desde su despacho. Esperó hasta las diez por si acaso estaba durmiendo, pero no tuvo respuesta. Volvió a su casa, a unos cinco kilómetros de la 1300, y vio que el coche de Kelly seguía en el aparcamiento. Esta vez le pidió al portero que le dejase entrar en el loft. El portero se quedó junto a la puerta mientras Delsa escuchaba los mensajes en el contestador de Kelly, todos de mujeres que trabajaban en el negocio de la moda, todos relacionados con el desfile de la noche anterior. Ninguna llamada de Montez.
Pero el día anterior, cuando hablaron por teléfono, Kelly le contó lo último que Montez le había dicho cuando la llamó la noche del viernes: «¿Crees que te vas a librar de mí?». Y ella le colgó el teléfono.
Iba siendo hora de ir a ver a Montez.
La noche del sábado Kelly le preguntó a Jerome de qué conocía a Frank Delsa. Jerome se mostró avergonzado y no la miró a la cara mientras le hablaba del tiroteo que había presenciado en Yakity Yak’s y le contaba cómo se había convertido en confidente de Delsa y cómo se había encontrado con los asesinos a sueldo en la casa que Orlando intentó quemar porque había tres cadáveres en el sótano, uno de ellos cortado en seis pedazos. «¿En seis?», preguntó Kelly. Jerome explicó que entre los brazos y las piernas sumaban cuatro, más uno de la cabeza, cinco, y seis con el cuerpo. Todo el mundo se olvidaba de contar el cuerpo.
—¿Si trabajas para Frank Delsa y esos dos están aquí, cómo es que no te largas? ¿Por qué no le dices a Delsa que los tíos que mataron al Sr. Paradiso y a mi amiga Chloe están en esta casa?
Porque Lloyd le había dicho que no era asunto suyo. A continuación, Jerome dijo que tenía que marcharse, salió y cerró la puerta. Kelly se levantó y echó el cerrojo. No sabía qué hacer. Al cabo de un rato se tumbó en la cama, con el jersey y los pantalones de Donna Karan, y poco después oyó un leve sonido de voces en el vestíbulo. Alguien intentaba abrir la puerta. A las dos de la mañana abrió la puerta y se asomó al rellano de la escalera. Vio a Jerome instalado en un sillón reclinable que había sacado de alguna habitación. Se acercó lo suficiente para comprobar que estaba dormido, pero Jerome se despertó en cuanto Kelly empezó a bajar la escalera, y le recordó que no podía salir de su habitación.
El sillón reclinable seguía estando allí por la mañana, aunque Jerome se había marchado. Esta vez Kelly llegó a bajar la escalera y se sobresaltó al ver a Carl sentado en el vestíbulo en una de las sillas tapizadas del comedor.
—Ve a la cocina si quieres desayunar. Lloyd está allí. Luego hablaré contigo —le dijo Carl.
—¿De qué?
—De la situación.
Montez estaba sentado a la mesa redonda, junto a las ventanas, con una taza de café.
—¿Te importaría contarme qué está pasando? —dijo Kelly.
—Vamos a sentarnos todos aquí para aclarar las cosas —respondió Montez.
—¿Cuándo?
—En cuanto venga alguien a quien estamos esperando. ¿Quieres café? Lloyd ha preparado una cafetera.
—¿Dónde está Jerome?
—¿El pandillero? Supongo que durmiendo.
Lloyd entró y le preguntó a Kelly si le apetecía un zumo de naranja natural. También podía prepararle unos huevos.
—Estoy secuestrada. ¿Me retienen contra mi voluntad y me ofrecen zumo de naranja natural?
—Lo venden envasado. A seis noventa y cinco los dos litros. Está bueno y frío.
Kelly pidió zumo de naranja y café y se volvió hacia la ventana. Tenía pinta de que haría buen día.
Montez terminó su café y se marchó.
A las nueve de la mañana del domingo, Montez y Carl se encontraban en el coche de Lloyd, aparcado en el 14 de Mile Road, en el extremo sur de Bloomfield Hills. Vigilaban el jardín de la casa de Avern Cohn, en la esquina de Crosswick, entre un seto de arbustos, a la espera de que Avern saliese a recoger los periódicos, el Detroit News and Free Press, en una sencilla bolsa de plástico, y el voluminoso The New York Times, enrollado en un plástico azul.
Montez hubiera preferido quedarse en casa para vigilar a Kelly, pero Carl se temía que le hubiese pedido que le dejara marcharse y quería hablar con ella primero, para llegar a algún tipo de acuerdo. Art quería ir con ellos para entrar en casa de Avern, pegarle un tiro y largarse. Según él, no había nada que hablar. Carl opinaba que si le daban un buen susto no abriría la boca. El asunto se les había ido de las manos; no pensaba matar a nadie, a menos que le pagasen por ello. Poco antes, Montez le había preguntado a Carl cómo sabía dónde vivía Avern. «Le advertí que, si no me lo decía, no haría ningún trato con él. Me preguntó por qué quería saberlo. Y le dije que para no equivocarme de casa si se le ocurría jodernos.»
En ese momento, Carl le estaba diciendo a Montez:
—No hablaremos con él en el coche. No diremos una puta palabra.
—¿Y eso por qué?
—Se mostrará sorprendido y querrá saber qué está pasando. Si empiezas a hablar con él, ese hijo de puta te quitará todo el plan de la cabeza. Se asustará más si no decimos nada. Cuando él salga a por los periódicos, yo entro rápidamente en el jardín. Lo agarro y lo meto en el coche, y tú recoges los putos periódicos.
Así lo hicieron. Avern apareció con un apestoso albornoz de rayas finas, amarillas y azules, las piernas desnudas y unas zapatillas de terciopelo con borlas doradas. Carl salió del coche y lo agarró del brazo, pero tuvo que gritarle a Montez que recogiera los putos periódicos.
Metieron a Avern en la cocina por la puerta de atrás. Kelly miró al tío del albornoz a rayas, las piernas blancas y flacas, y le dijo a Carl:
—Seguro que éste es tu agente, el Sr. Cohn.
Carl observó que Avern enarcaba las cejas y se deslizaba sobre el banco junto a Kelly, diciendo:
—Y tú debes de ser Kelly Barr.
Delsa aparcó detrás de un Mercedes descapotable dorado, del que salió una pareja joven que se dirigió a la puerta. La chica tenía veintitantos años, era atractiva, y se volvió hacia Delsa al ver que se acercaba.
—Hola, soy Allegra, la nieta de Tony, y éste es mi marido, John Tintinalli.
El que vendía semen de toro. Delsa reconoció el nombre y saludó: «Frank Delsa», estrechándole la mano. Allegra volvió a llamar al timbre. Mientras esperaban, Delsa se imaginó a Montez atisbando por alguna ventana y saliendo por la puerta de atrás.
La puerta se abrió al fin, y vieron a Lloyd con camisa pero sin su lazo, sonriendo a Allegra y diciendo que se alegraba de volver a verla.
—Lloyd —dijo Allegra, dándole un abrazo—. ¿Conoces al Sr. Delsa?
La sonrisa de Lloyd se esfumó de inmediato, pero enseguida volvió a sonreír.
—Sí, claro. Lo sé todo sobre el Sr. Delsa. —Y mirando a Delsa, añadió—: Supongo que busca a Montez.
—Exacto —dijo Delsa.
—Déjeme ver si lo encuentro.
Lloyd se alejó y Allegra dijo:
—¡Me encanta Montez! ¡Es tan guay! —Se puso a mirar los cuadros del vestíbulo y a comentarlos con su marido; le encantaban y quería saber si a él también le gustaban tanto: dos cuadros de bosques oscuros con haces de luz filtrándose entre los árboles; el tercero, un mar de noche, con los mismos haces de luz saliendo de entre las nubes oscuras. El marido opinó que no estaban mal.
Lloyd volvió con su chaqueta blanca y su lazo de mayordomo mirando a Delsa, que estaba muy serio, sin quitarle la vista de encima mientras se acercaba por el pasillo desde el cuarto de estar.
—Montez estará con usted en un minuto.
Allegra le preguntó a Lloyd qué sabía de los cuadros.
—Lo único que sé es que siempre han estado ahí. El hombre de DuMouchelle vino a verlos, pero no me dijo nada.
—A mí me explicó que eran de los primeros trabajos de un pintor húngaro llamado Diszi Korab. Antes vivía en Greektown y ahora está muy de moda en Nueva York, por sus haces de luz. Estos primeros podrían valer bastante. Pero ésa no es la razón por la que me encantan los cuadros y quiero llevármelos a California. Nos mudamos, Lloyd —dijo Allegra.
—Claro, es su casa, llévese lo que quiera.
—No, la casa es tuya. Te la regalamos si tú nos das los cuadros.
—¿Que me regalan esta casa? —preguntó Lloyd. No parecía muy seguro.
—Y todo lo que hay en ella, menos los cuadros —añadió Allegra—. La otra noche parecías tan en tu casa, tan a gusto con tu amiga, Serita…
—Sí, trabaja en la Cruz Azul…
—¿Vas en serio con ella?
—No me acabo de decidir.
—Cuando pasamos por aquí la otra noche estuvisteis tan amables con nosotros que le dije a John: «Tienes un nuevo negocio. ¿De verdad necesitamos vender la casa?». Y John dijo: «No, si quieres regalarla». John tiene muchas ganas de marcharse de Detroit. —Se volvió hacia su marido, mientras éste sacaba una escritura del bolsillo interior del abrigo y se la entregaba a Allegra, que le decía a Lloyd—: Es una escritura de donación, fechada y pasada por el notario; lo único que tienes que hacer es firmarla y registrarla. —Allegra miró el documento y siguió diciendo—: El donante, es decir, nosotros, transfiere la propiedad y hace entrega de ella con todo su contenido al donatario, que eres tú, por el precio de un dólar. Y hemos añadido: «Con excepción de las tres pinturas de Korab que hay en el vestíbulo». —Allegra abrazó a Lloyd, que miró a Delsa por encima del hombro de Allegra, levantando las cejas.
John Tintinalli encendió un cigarrillo y miró alrededor en busca de un cenicero. Entró en la sala de estar seguido de Delsa, que con media sonrisa le dijo:
—Su suegro me ha contado que vende usted semen de toro.
—Vendía —dijo John, volviéndose para mirar a Delsa—. ¿Qué opinión le merece Tony?
—Él es abogado y yo detective de homicidios. Pero nos llevamos bien.
—¿Investiga usted el asesinato del viejo? ¿Sabe quién lo hizo?
—No tardaremos en cogerlos —le aseguró Delsa.
—En respuesta a su pregunta —dijo John—, vendía semen de toro, pero he vendido la compañía y he comprado un viñedo en Sonoma. Hay varios viñedos que se están arruinando y he hecho un buen negocio.
—Lo que no llego a entender es cómo conseguía el semen —señaló Delsa.
—Eso se pregunta todo el mundo. Hay tres maneras de obtenerlo: una vagina artificial, manipulación manual…
—Eso —interrumpió Delsa—. ¿Cómo lo hacía?
—Masajeando el pene del toro.
—¿Y quién lo hace?
—El que se ocupa de eso, un profesional. Estimula los conductos, las vesículas seminales y la próstata a través de la pared del recto, y cubre el pene con un tubo para recoger el semen.
—¡Ah! Ya entiendo —dijo Delsa.
—Es muy sencillo.
John cogió un cenicero y Delsa lo siguió hasta el vestíbulo, donde Allegra le estaba diciendo a Lloyd que la misa del funeral se celebraría al día siguiente en la iglesia de Santa María, en la esquina de Monroe con San Antonio, y el entierro en Monte Olivet.
—Naturalmente, allí estaré —dijo Lloyd.
Allegra y John se marcharon y dejaron a Lloyd leyendo la escritura de la casa.
—¿Se quedará a vivir aquí? —preguntó Delsa.
—La venderé y me marcharé a Puerto Rico, donde sabes qué tiempo hará en cuanto sales de la cama. —Miró a espaldas de Delsa y anunció—: Aquí está Montez.
Delsa se volvió.
Lloyd, que ahora estaba detrás de Delsa, dijo:
—Lo primero que haré es echarlo de mi casa con una patada en el culo.
Montez se fijó en el documento que Lloyd tenía en la mano y preguntó:
—¿Qué tienes ahí?
—Tu notificación de desahucio —dijo Lloyd.
—¿Qué? —preguntó Montez, frunciendo el ceño.
—¿Montez? —dijo Delsa, obligando al hombre de la cazadora de cuero negro a fijarse en él—. Voy a preguntarte por Kelly Barr, y quiero una respuesta directa.
—Está en la cocina, tío. ¿Cómo lo sabías?