Veintisiete

Delsa no se imaginaba a Kelly viviendo en Farmbrook, en una casa de ladrillo con revestimiento blanco. ¿Cómo las llamaban chalet de posguerra? Con tres habitaciones y sin apenas espacio en los armarios para su ropa. Kelly desapareció en el vestidor del loft y salió de allí con unos pantalones y una blusa. En Farmbrook, con un garaje de madera podrida en la parte de atrás, abarrotado de trastos viejos. ¡Joder! Y los postigos de madera…

Pensaba en esto mientras esperaba en la entrada de la Sala Rivera del museo, la dedicada a Diego Rivera y sus gigantescos murales de maquinaria y obreros, con su hermético patrón, que abarcaban dos paredes de la sala, a izquierda y derecha, las sillas alrededor de la pasarela que salía de la pared frontal, a escasa distancia del suelo, la justa para que las chicas pareciesen medir dos metros al recorrerla con expresión indiferente pero dueñas de la situación, caminando a grandes zancadas al ritmo de la música disco que sonaba a todo volumen.

Reconoció a Kelly en cuanto la vio salir. Vio que lo buscaba insistentemente con la mirada. Sonreía levemente, de un modo agradable. Supuso que todo el público, unas cien personas con esmoquin y vestido de noche, pensaría que era una chica divertida y que le gustaría conocerla. Delsa levantó las manos todo cuanto pudo, por encima de las cabezas que tenía delante, cuando ella llegó al final de la pasarela y se detuvo para dar media vuelta. No le pareció que ella lo viera. Era sensacional. Era su tipo favorito de mujer; tenía sus ojos, su nariz. La miraba sin fijarse en los vestidos, en ninguno; miraba a las demás modelos y se preguntaba quiénes serían. Pero reconoció el modelo del que Kelly le había hablado, el que llamó de ciclista, con unas cadenas que eran lo único que el traje tenía que ver con el ciclismo, y aun así no recordaba haber visto nunca a un ciclista con cadenas. Pensó en Maureen, porque Maureen no era su tipo favorito de mujer, y sin embargo eso no había importado. Había vivido nueve años con Maureen en Farmbrook y la casa le gustaba, era su hogar. A Maureen le gustaron los viejos postigos que venían con la casa y Delsa no puso pegas. No se imaginaba a Maureen en la pasarela con ninguno de aquellos trajes; era más bajita y pesaba más que esas chicas.

Le habían dado un programa de mano que ofrecía una descripción detallada de cada modelo, por ejemplo: «N.º 35, Chaqueta de lana negra con hebra texturada y pasamanería, con falda de seda y encaje negro». En ese momento pasaban los vestidos de cóctel, cambió la música de fondo, y Delsa notó la vibración del móvil en su pecho. Soltó un «¡mierda!» porque Harris ya le había llamado antes, justo cuando acaba de llegar y le estaba indicando al aparcacoches dónde dejar el suyo, a unos diez metros del paseo circular, mostrándole discretamente su placa.

—Hemos recibido una información sobre Orlando y la estamos comprobando. Te llamaré si averiguo algo más.

Delsa, con su traje azul marino, se presentó ante el guardia de seguridad de la entrada, le tranquilizó diciendo que no pasaba nada, que su chica era una de las modelos y que quería ver el desfile. Era la primera vez que la llamaba «su chica» y se fijó en cómo sonaba. Al decirlo en voz alta. Subió por una amplia escalera hasta el gran vestíbulo abarrotado de gente elegante, de pie en pequeños grupos junto a las mesas del cóctel, bebiendo y picoteando aquí y allá, un poco de solomillo, unas chuletas de cordero, pasta y sushi. No conocía a nadie. Esperó con un vaso de cerveza en la mano hasta que empezó el desfile.

Cuando su teléfono vibró por segunda vez y salió al vestíbulo, vio que en las mesas había ahora pasteles y termos con café.

—Tenemos a Orlando en la brigada. ¿Quieres tomarle declaración? —anunció Harris.

—Voy para allá. Dejad que se tranquilice un poco.

Escribió una nota al dorso de su tarjeta y le pidió al guardia de seguridad que se la entregara a Kelly tras el desfile, si conseguía localizarla.

La nota decía: «He tenido que marcharme. No sé cuándo estaré libre. Si quieres hacer otros planes, adelante. Te llamaré más tarde». Quiso añadir algo más personal, pero no tenía tiempo. Le entregó la nota al guardia de seguridad y se marchó.

La cosa con Orlando fue como sigue:

Los de Delitos Violentos recibieron un soplo de un confidente que sabía dónde localizarlo. Desde allí avisaron a los hombres del ROPE, el Programa de Delincuentes Reincidentes, integrado por un operativo de federales y policía local de Detroit. En ROPE tenían el expediente de Orlando y una orden de busca y captura para detenerlo en cualquier lugar. Pensaban que se había marchado a Mississippi, pero según el confidente estaba en una casa de la calle Pingree, entre la Segunda y la Tercera. Vigilaron la casa hasta que vieron salir al porche a alguien que coincidía con la descripción de Orlando. Habían dado con la casa y eso les daba una razón para ejecutar la orden de detención. Al chico que abrió la puerta, y que al parecer era el hermano del sospechoso, le dijeron que no abriera la boca y que se quitara de en medio. A Orlando, que estaba echando una siesta, lo apuntaron con un arma a bocajarro y le dijeron: «Es hora de levantarse, dormilón». Reconoció que era Orlando y se lo llevaron a la ciudad.

De camino hacia allí, uno de los hombres del ROPE llamó a Delitos Violentos y preguntó:

—¿Seguís buscando a Orlando Holmes, chicos?

Un superior de Delitos Violentos respondió:

—Sí, pero creemos que está en Mississippi.

El del ROPE dijo:

—No, está en el asiento de atrás de mi coche.

Nada más llegar Delsa, Harris le puso al corriente del operativo federal que había realizado la detención y dijo que Orlando esperaba en la sala de interrogatorios.

—¿Ha confesado?

—Todavía no.

—¿Cuál es el problema?

—Dice que no estaba en casa en ese momento. Que debió de ser otro el que se cargó a los mexicanos.

—Hablaré con él —dijo Delsa.

Delsa pensó en Jerome mientras Harris le decía:

—Fue el hermano de la novia del hermano de Orlando el que dio el soplo para cobrar los veinte mil. Le comunicaron que la mujer que ofrecía la recompensa había cambiado de opinión, porque no tenía tiempo para reunir el dinero, pero le dieron mil pavos por ser un buen ciudadano. El hermano de la novia del hermano de Orlando dijo:

—¿Arriesgo el culo para ayudar y eso es todo lo que me dan?

Delsa se dirigió hacia la sala de interrogatorios con un montón de formularios de Declaración de Testigo y se sentó frente a Orlando, que estaba encorvado sobre la mesa, hurgando en una uña.

—Me has jodido la noche —dijo Delsa. Orlando levantó la vista—. Tu novia, Tenisha, y su madre, y tu vecina, Rosella Munson, han declarado que estabas en casa el día en que tú, Jo-Jo y otro tipo matasteis a los tres mexicanos de Dinero en Metálico. Puedes decirme que un miembro de los Dorados te obligó a hacerlo. Dos miembros de los Dorados han desaparecido. Si hubieras seguido más tiempo en la calle, tú también habrías desaparecido. Vayamos al grano. Tengo tus huellas en la sierra que Jo-Jo compró esa noche en Home Depot y la grabación de la cámara de seguridad, donde se ve a Jo-Jo en el momento de cortarla. Así que no me hagas perder el tiempo.

Delsa empezó a escribir en la parte superior de la hoja su nombre, el nombre de Orlando, la hora, la fecha y el lugar donde se encontraban.

—Doy por hecho que vas a facilitarme esta información de buen grado. Y ahora cuéntame qué pasó —dijo, anotando en el formulario «2210 de la calle Vermont, en relación con la muerte de tres hombres a los que dispararon y quemaron, siendo uno de ellos además desmembrado, en torno al 15 de abril»—. ¿A qué hora llegaron esos tres a tu casa?

Orlando no contestó y miró a espaldas de Delsa.

—Sé que más tarde, en el motel, le dijiste a Tenisha: «Mi vida está acabada». ¿De verdad lo crees?

Orlando lo miró.

—Me gustaría conocer tu versión del asunto —continuó Delsa—. Dime para qué fueron a verte esos tíos.

—Fue por la hierba —dijo Orlando—. Les dije que no quería seguir haciendo negocios con ellos y se enfadaron. Se presentaron con cincuenta kilos y me dijeron que tenía que pagárselos.

—¿Adónde los llevaste, a casa de tu madre?

Orlando dio un ligero respingo.

—¿Cómo lo sabe?

—El caso es que los chicos se pusieron duros, ¿eh?

—Pensaron que se saldrían con la suya.

—¿Te amenazaron?

—Dijeron que volverían.

—¿Y entonces optaste por la autodefensa y decidiste disparar tú primero?

—Eso fue exactamente lo que pensé. Pegarles un tiro a esos cabrones antes de que me lo pegaran ellos a mí. ¿No haría lo mismo si estuviera en mi lugar?

—No exactamente —dijo Delsa—. ¿Por qué intentaste quemar tu casa?

—Eso lo hizo un tío de la banda. Me dijo que consiguiera una sierra eléctrica, que los hiciera pedazos y los quemara. ¿Ha cortado alguna vez un cadáver lleno de sangre?

—No —dijo Delsa.

—Tuve que tirar mi ropa con la suya, tío. Esos sudacas dan mucho miedo. Sabía que la casa no se quemaría.

—¿Sabes quién te ha delatado?

—Alguien cercano, el capullo del hermano de la novia de mi hermano. Así es la vida. Pero le diré una cosa. Estaba asustado.

—No me extraña —dijo Delsa.

—Al pensar que volverían armados.

Delsa reflejó las palabras de Orlando.

Dos horas más tarde había llenado nueve páginas, todas ellas firmadas por Orlando. Eran las once menos diez cuando dejó a Orlando en manos de Harris, para que lo llevara a pasar la noche en la Séptima, y tuvo ocasión de llamar a Kelly.

Saltó el contestador: «Deja un mensaje».

En su nota, Delsa la había invitado a hacer otros planes. Y eso había hecho Kelly. La noche anterior supuso que tenía una cita, cuando en realidad fue a Alvin’s a por el certificado. ¿Por qué no se lo dijo? Porque él no habría comprendido que quisiera el certificado para comprobar por sí misma el valor de aquellos papeles… porque quizá mereciera la pena cometer el fraude. Su mente lo llevaba hasta allí, era un investigador y buscaba razones. Sin embargo, no creía que ésa fuese la razón por la que Kelly le hizo creer que tenía una cita y fue sola a Alvin’s. No; había sido sincera con él. Menos al principio.

Quizá estuviera cansada y se había acostado.

Podía acercarse para ver si su coche estaba en el aparcamiento.