Veintiséis

Montez estaba sentado en el Lexus junto a un chaval de catorce años llamado Ricky, alto y de manos grandes, con unos pantalones muy holgados. Aparcaron frente a la casa de Kelly, y Montez le estaba mostrando a Ricky unas fotos de Kelly firmadas, en bragas y en tanga.

—¿Te has dado cuenta de lo pequeño que es el mundo? —dijo Montez—. Estaba pensando cómo enseñarte a Kelly para que pudieras reconocerla y de pronto me acuerdo de Emily, una chica que trabaja en el Rattlesnake. Antes iba a verla de vez en cuando, si me apetecía un coñito blanco. ¿Sabes a qué me refiero? Algo distinto, para ver si cambiaba mi suerte. Me acordé de que Emily colecciona autógrafos de famosos que van por el Snake. Les pregunta si puede hacerles una foto con su Polaroid. La mayoría dice que sí, sonríe y le firma la foto. Esta Kelly vive a pocas manzanas del Snake. Pensé que seguramente pasaba por allí de vez en cuando. Esta mañana llamé a mi amiga Emily para preguntarle si conocía a Kelly Barr. Dice que tiene más fotos de Kelly que nadie, porque es su famosa favorita. El otro día le firmó sus últimas fotos. Fui a verla y le pedí prestado el catálogo de Victoria’s Secret, para que sepas quién es cuando la veas salir del edificio.

El chico de catorce años opinó que las zorras del catálogo estaban muy buenas. No le importaría hacérselo con unas cuantas.

—Su coche está ahí, en el aparcamiento —le indicó Montez—. Es el VW negro. ¿Lo ves? Cuando veas que se acerca al coche, te pones a limpiar el parabrisas. En el asiento de atrás tienes una toalla. Eres muy hablador, un chico gracioso y caes bien a la gente. Intenta averiguar a dónde va y cuándo vuelve.

—¿Y si se va andando?

—Síguela.

—¿Y si no sale?

—Si se hace de noche y no ha salido, me llamas.

—¿Tendré que estar aquí el día entero?

—Lo que haga falta. Echa un vistazo a todos los coches que hay aquí. Abre uno cualquiera y siéntate a esperarla hasta que salga. Tienes mi número, ¿verdad?

—Lo tenía en alguna parte.

—Ricky, no pierdas ese número. Quiero tener noticias tuyas.

Esto ocurrió antes de que Montez recibiese la llamada de Avern y fuera a su despacho.

Era mediodía cuando Delsa se disponía a salir del McDonald’s de la calle Chicago oeste. Habían difundido la descripción de Gregory Coleman, conocido también como Bebé Grande, y emitido orden de búsqueda sobre el chico que llevaba una escopeta recortada y sus colegas, a bordo de un Grand Marquis de color oscuro.

Delsa llamó a Kelly.

—¿A qué hora piensas salir?

—A la una y media como muy tarde. Estaba a punto de meterme en la ducha.

—¿No puedes esperar hasta esta noche?

—Esta noche nos daremos otra. Podemos darnos todas las duchas que quieras, Frank.

—Iré al desfile.

—Te buscaré. Serás el único que no lleva esmoquin.

—Siento no poder llevarte.

—Aunque no pudieras ir al desfile, ¿vendrás luego?

—Me muero de ganas de verte.

—Yo también.

—¿Sabes que me olvidé de coger el carnet de Chloe?

—Y los certificados de valores. Aquí siguen.

—¿Por qué no te los guardas en el bolso? Esta noche me los das y con eso podré pillarlos. ¿Ha llamado Montez o ha pasado por ahí?

—No, y me extraña.

—No bajes la guardia.

—No te preocupes.

—Ya debe saber que hemos identificado a esos tíos. Se lo he dicho a su abogado, que también es el abogado de los otros dos, o al menos lo era. Creo que el abogado está implicado, y espero que haya empezado a pensar en hacer un trato para salvar su pellejo.

—¿Y si no lo hace?

—Nos llevará más tiempo.

—Bueno… te diré lo que voy a llevar esta noche, para que me reconozcas.

—Te reconoceré —dijo Delsa.

Montez dejó el coche en el jardín, por eso no vio a Carl, Art, Lloyd y un chaval con pinta de pandillero al que no conocía hasta que cruzó la puerta batiente para entrar en la cocina.

Esa cocina enorme, con su mobiliario y su frigorífico industrial, la gran mesa de trabajo en el centro y otra mesa redonda en la rinconera con ventanas donde Carl y Art estaba sentados, tomando una copa. Sobre la mesa de trabajo había una botella de Canadian Club y una bandeja de hielo, y Lloyd estaba cortando unos restos de carne asada, mientras el pandillero al que Montez no había visto nunca y que llevaba en la cabeza un pañuelo rojo con cierto estilo se disponía a cortar una barra de pan. Cuando Montez entró en la cocina, Lloyd le estaba diciendo al chico:

—Lávate las manos primero.

—Antes de que nadie diga nada —dijo Montez, levantando las manos para contener lo que creía que se avecinaba—, dejadme que os cuente lo que Avern acaba de decirme hace un rato. Uno, no hay manera de que la testigo, Kelly Barr, pueda identificaros —le entraron ganas de añadir «gilipollas», pero se contuvo—. Y dos, Avern opina que deberíais marcharos de la ciudad, a Florida o a cualquier parte, y perderos entre la gente. Ahora os daré mi opinión, porque conozco la situación desde más cerca. —Se detuvo, miró a Lloyd y preguntó—: ¿Quién es este pandillero, tu nieto que ha venido a verte? Será mejor que salgáis de aquí.

Lloyd blandió el cuchillo en el aire, señalando a Carl y Art.

—Tus amigos tienen hambre. Quieren comer algo.

Art le dijo a Montez:

—Si quieres darnos tu opinión, dánosla ya. O espera hasta que Lloyd prepare unos bocadillos. Ese chico es Triple Jota. Está con nosotros, así que no le toques las pelotas.

—Un momento —dijo Montez—. ¿Os estáis escondiendo? ¿Aquí?

—Ayer pasamos la noche en Ramada —dijo Carl—. Me pareció que lo de alojarse en moteles no era buena idea. Y como queríamos hablar contigo se nos ocurrió venir aquí. Art y yo queremos saber si has hecho algún trato con ellos.

Montez sabía que eran idiotas, pero no se imaginaba que llegaran hasta ese punto. ¿Cómo podían pensar qué…?

—¿Creéis que os he delatado? ¿Cómo puedo delataros sin delatarme a mí de paso? Yo soy quien os contraté. ¿Creéis que me dejarían en libertad? Escuchad. Juráis que vuestras armas están limpias, que no pueden relacionarlas con ningún otro trabajo, y ése es el único modo que tiene la policía de pillaros. Kelly Barr me ha dicho que no os vio bien, aunque yo creo que tuvo que veros y estoy seguro de que le mostrarán fotos. Os vio al salir por la puerta; a Art con una pistola del nueve y a Carl con la botella de vodka.

Art le dijo a Carl:

—¿Connie te dijo que se llevaron la botella, la misma? ¿Con tus huellas?

—¿Se la disteis a Connie? Tío, esa botella también tiene mis huellas. Yo era el que le servía las copas al viejo. Kelly Barr me vio hacerlo. ¿Entendéis lo que estoy diciendo? Y os vio salir de la casa con la botella.

—¡Por qué cojones la cogerías! —le reprochó Art a Carl.

—Fuiste tú quien dijo que había vodka para Connie… en la champanera.

—Tú estás loco, yo nunca dije eso.

—Yo estaba allí —intervino Montez—. Tú le dijiste que cogiera la botella y él la cogió. Y Kelly puede decir que es la botella que estaba bebiendo el viejo antes de que lo matarais y de que os viera salir de la casa. ¿Queréis oír cómo lo declara ante el tribunal?

Lloyd escuchaba con atención mientras trinchaba los restos de carne asada que había preparado la noche anterior para su amiga Serita Reese. Serita tenía cincuenta y tantos, trabajaba en la oficina de la Cruz Azul y lucía grandes pendientes de perlas con un vestido de raso; siempre de raso cuando salía. El de la noche anterior era de color agua. Lloyd la llamaba su Muñeca de Raso. Le preguntó a Serita si le apetecía ir a Puerto Rico. «Ya lo creo.» Pero no se atrevía a dejar su trabajo en la Cruz Azul. Le preguntó a Jackie Michaels si le apetecía ir a Puerto Rico. Tenía más caderas que Serita, y era más joven, y Jackie dijo: «¿Lo dices en serio?». ¿Por qué iba a preguntárselo si no era en serio? «Un viejo como yo.» A pescar. Le dijo a Jackie Michaels que había removido ciertas cosas en él y que le había hecho pensar en la posibilidad de volver a vivir con una mujer. El único problema era que no le resultaba fácil establecer una relación íntima con una mujer policía. Jackie Michaels respondió: «Tienes treinta años más que yo». A lo que Lloyd dijo: «¿Quién te ha dicho eso?».

La noche pasada, Lloyd y Serita tomaban café, Rémy y sorbete de grosella con salsa de chocolate, cuando Allegra, la nieta del viejo, pasó por allí, después del funeral con su marido, el que vendía semen de toro, para enseñarle los cuadros antiguos del vestíbulo. Allegra no paró de disculparse por haber interrumpido su velada hasta que Serita, a quien se le daba bien hablar con los blancos, los invitó a compartir el postre. Resultó agradable, aunque había que ponerse a su nivel y reírse de cosas que no tenían gracia. ¡Joder! ¡Qué cansado estaba de hacer eso!

Jerome volvió de lavarse las manos en el fregadero y empezó a preparar unos bocadillos bastante feos, con la carne colgando.

—Déjame a mí —propuso Lloyd, y en un aparte le dijo a Jerome—: Escucha lo que dicen algunos de los criminales más imbéciles que he conocido en la vida y aprende un poco.

Los otros tres estaban sentados en torno a la mesa redonda, junto a las ventanas.

El móvil barato que Montez llevaba en la cazadora de cuero emitió la melodía de «How High the Moon», y Montez lo sacó del bolsillo y salió de la cocina, diciendo:

—¿Ricky…? ¿Sí? Dime. —Volvió en pocos minutos y se sentó de nuevo con Art y Carl.

—Esta noche tiene un pase de modelos en el Instituto de las Artes de Detroit. ¿Os he hablado de mi hombre, de Ricky? Tiene catorce años. Un chaval majo; sabe hablar de moda. Le ha limpiado el parabrisas para hablar con ella y se ha ganado un dólar.

—¿Eso le has pagado al chico?

—Eso es lo que le pagó Kelly. Yo le debo otros veinte. Kelly le ha dicho que volvería a eso de las nueve y media. Iremos allí alrededor de las nueve y esperaremos hasta que la veamos salir del coche… Cuando esté cruzando la calle la rodeamos, la agarramos y la metemos en el Tahoe.

—Lo haremos con tu coche —dijo Carl.

—Necesitamos más espacio, tío.

—¿No tienes un todoterreno? —dijo Carl—. El Tahoe se queda en el garaje.

—¿Vamos a liquidarla? —preguntó Art.

—Lo que digáis. Vosotros sois los profesionales.

—En ese caso, cuando la veamos llegar nos acercamos al coche y le pegamos un tiro —propuso Art.

—Tiene que desaparecer —dijo Montez—. Como si se hubiera marchado de la ciudad sin decírselo a nadie.

—¿Quieres que la llevemos al bosque?

—Había pensado en traerla aquí, hasta que decidamos qué hacer con ella. Siempre podemos ponerle una bolsa de plástico en la cabeza. De ese modo no habrá sangre.

—Sería mejor tirarla al río —señaló Art.

—¿Tienes un barco?

—Lanzarla desde el puente de Belle Isle.

—¿Has matado a alguien alguna vez? —le preguntó Carl a Montez.

—¿Crees que voy a decírtelo? —fue la respuesta de Montez.

—Creo que es virgen; no lo ha hecho nunca —terció Art.

—Yo también lo creo —dijo Carl—. Nos dice que somos los profesionales para quedarse al margen. Nos habla de la bolsa de plástico en la cabeza; sabe que hay distintas maneras porque lo ha visto en las películas, pero él no lo hará. —Carl se dirigió a Montez—: ¿Cómo es que no te sacaste una bolsa de basura del bolsillo del traje para asfixiar al viejo? Mientras está dormido y no hay nadie alrededor. Cuando llegamos la otra noche nos encontramos con que había una fiesta.

—Intenté avisaros —se excusó Montez—. Preguntádselo a Connie.

—¿Crees que debe ser él quien liquide a la chica? —le dijo Carl a Art—. ¿Puesto que ha sido él quien lo ha jodido todo por traerla aquí?

—Si quiere que lo hagamos nosotros, tendrá que pagarnos.

—Todavía no nos ha pagado por el viejo —subrayó Carl. Miró hacia la mesa de trabajo y dijo:

—¿Estás oyendo, Lloyd?

Lloyd volvió la cabeza.

—No estaba escuchando. ¿Qué me has dicho?

Entonces fue Montez quien lo miró y dijo:

—¿No has oído que estos dos me quieren joder?

—Estoy preparando vuestros bocadillos —dijo Lloyd, que en ese momento terminaba el último—. Si queréis ponerles algo más, está todo en el frigo. Rábanos, pepinillos, salsa chili, ketchup, mayonesa…

—¿Tienes mostaza? —preguntó Art.

—Tenemos mostaza amarilla, mostaza Poupon, mostaza Pelican, la que más te guste —respondió Lloyd, indicando a Jerome con la cabeza que saliera de la cocina y diciendo, al ver que no se movía—: Vamos, a ellos no les importa. —Levantó luego la voz para anunciar a los tres imbéciles que decidían quién mataba a las chica—: Jerome y yo estaremos en el cuarto de estar, viendo la tele.

A Mr. Paradise le gustaba ver la tele en el salón, porque el cuarto de estar le resultaba demasiado pequeño, con los grandes sillones y el sofá de piel. Había tres paredes con estanterías repletas de El Libro del Mes, cincuenta años de selecciones de todos los colores que llegaban hasta el techo. Fue en la pared libre donde Lloyd colocó el televisor con ayuda del chico que fue a sustituir el cristal.

Lloyd entró en el cuarto de estar y vio a Jerome marcando un número en el teléfono móvil, se acercó a él y le quitó el aparato de las manos.

—¿A quién estás llamando?

—A un detective de Homicidios, tío. Soy su confidente.

—Quieres decir su soplón.

—¿No los has oído? Están planeando matar a una chica.

—Lo he oído todo. No es asunto tuyo.

—¿No te importa que la maten?

—He dicho que no es asunto tuyo. Primero tendrán que encontrarla y traerla aquí.

—Van a ponerle una bolsa de plástico en la cabeza, tío. ¿Qué está pasando en esta casa?

—¿Es que tú no lees el periódico, no ves las noticias? ¿Y andas por ahí con dos tarados que ni siquiera te han contado lo que hicieron aquí?

Jerome dio muestras de que empezaba a comprender, asintió con la cabeza y dijo:

—Sé que son asesinos a sueldo. ¿Se han cepillado a alguien en esta casa y ahora vienen a esconderse aquí?

—Será mejor que lo leas —dijo Lloyd—. He guardado los periódicos. Están al lado del sillón.

Jerome dio media vuelta y Lloyd lo detuvo, sujetándole un brazo.

—Dame tu arma.

Jerome puso mala cara.

—La necesito, tío.

—Te vuelvo a decir que esto no es asunto tuyo. Tú no la necesitas, pero puede que yo sí.