Veinticinco

Lloyd miró a través de uno de los cristales rosas de la puerta —el que se rompió, debajo, volvía a estar en su sitio— y vio dos cuerpos agazapados, uno detrás del otro, pero ningún todoterreno rojo en la puerta. Eran los dos imbéciles. Sin embargo, al abrir la puerta se llevó una sorpresa, porque era sólo uno de los imbéciles, Art, acompañado de un chico negro, más alto.

—Montez no está —dijo Lloyd.

No les importó; entraron de todos modos.

Art pasó junto a Lloyd sin mirarlo ni pronunciar palabra. El chico entró en el vestíbulo con los hombros caídos, la ropa colgando, un pañuelo rojo en la cabeza que no estaba mal, observando el techo alto y la balaustrada del segundo piso. Art estaba junto al cuarto de estar, a punto de empujar la puerta basculante del office, como si estuviera en su casa. El chico fue tras él y Lloyd dijo:

—Espera, quiero hacerte una pregunta.

El chico miró a su alrededor.

—¿Cómo te llamas?

—Triple Jota.

—¿Cuál es tu verdadero nombre?

Vaciló antes de responder:

—Jerome Jackson.

—Eso sólo son dos jotas.

—Jerome Juwan Jackson.

—¿Y qué haces con ese hijo de puta desteñido? Dime qué está pasando aquí.

Lloyd hablaba con tranquilidad y Jerome también estaba tranquilo, oculto tras sus gafas de sol, aunque algo sorprendido, a juzgar por cómo vaciló y cómo miró a Lloyd.

—Pregúntaselo a ellos, tío. A mí no me dicen nada —dijo Jerome.

—No soy tu tío. Soy Lloyd. ¿Te han dicho quiénes son?

—Dicen que son polis, pero no es cierto. Buscan a Orlando, igual que yo, por la recompensa.

—¿Y por qué han venido aquí?

—Necesitan esconderse un rato.

—¿De la policía? ¿Y vienen aquí?

Lloyd sonrió, sacudiendo la cabeza. Jerome lo miraba.

—¿Qué te hace tanta gracia?

—Tú no sabes quiénes son esos perros sarnosos, ¿verdad?

—Son asesinos a sueldo —dijo Jerome—. Son unos miserables y están chalados; han matado a nueve tíos y a un perro. Yo de ti no les jodería.

—¿Conque han matado un perro, eh? —dijo Lloyd.

—Fue Art. Yo estaba allí. El hombre dice: «No dispares a mi perro». Y Art va y dispara. Un pit bull.

—¿Es que quieres dedicarte a matar perros?

—¿Crees que me gusta estar con ellos? Yo sólo quiero la recompensa. Veinte de los grandes, tío.

—¿Qué ha hecho el tal Orlando?

—Matar a tres mexicanos y cortar en pedazos a uno de ellos. Un asunto de drogas; un desacuerdo.

—Sí, lo he leído —dijo Lloyd—. ¿Quién paga?

Jerome pareció sorprendido.

—La poli.

—¿Y tú te crees que te va a dar veinte mil pavos por un soplo?

Jerome se sacó el cartel de un bolsillo de los pantalones y se lo pasó a Lloyd. Éste lo desdobló para leerlo.

—El que ofrece la pasta debe ser otro mexicano; algún pariente del difunto —observó Lloyd, devolviéndole el papel a Jerome—. ¿Dónde está Carl? ¿Escondido en el coche?

—Intentando meterlo en el garaje.

—¿Van armados?

—Cada uno lleva una del nueve debajo de los pantalones.

—¿Y tú?

—Soy precavido.

—¿Dónde la guardas?

—Aquí —dijo Jerome, dándose una palmada en el trasero.

—Debe ser muy grande, porque se te caen los pantalones. ¿Has disparado a alguien alguna vez?

—Todavía no.

—¿Has estado en prisión?

—Treinta meses en la federal.

—¿Por posesión, eh? Yo cumplí ciento dieciocho meses del tirón, sin rebajas por buena conducta. Fue por robo a mano armada, no por mariconadas de narcóticos. Eso significa que aquí mando yo. ¿Entendido? No harás nada más que lo que yo te diga. Por lo demás, mantén la boca cerrada. ¿Te parece bien?

Jerome se encogió de hombros.

—Quítate las gafas y mírame.

Jerome se quitó las gafas y los dos se miraron. Lloyd dijo:

—Te he preguntado si te parece bien. En esta casa mando yo. ¿Lo entiendes?

—Sí, pero no tienes ni puta idea de con quién te la estás jugando.

—Los conozco mejor que tú. Nunca les he visto matar un perro, pero la otra noche se cargaron a Mr. Paradiso y a su amiga. Ahí mismo, en el comedor, mientras veían la tele.

—Espera un momento —dijo Jerome—. ¿Y vienen a esconderse aquí?

—Eso mismo acabo de decirte. —Lloyd se acercó a Jerome—: Veamos qué se traen entre manos.

Carl metió el Tahoe en el garaje y entró con la botella de Canadian Club que se había llevado de la casa piloto. Al momento le dijo a Lloyd:

—Art está registrando la habitación de Montez, por si esconde algo debajo de la cama. ¿Es tuyo el Toyota del garaje?

Lloyd respondió que sí y preguntó:

—¿Cuánto tiempo pensáis estar aquí?

—Eso depende de Montez. ¿Sabes dónde anda?

—Él no lo dice y yo no pregunto.

—Este chico es Jerome. Nos está ayudando —explicó Carl, y acto seguido añadió—: Si tenemos que salir, usaremos tu coche. ¿De acuerdo, jefe?

—Usadlo todo lo que queráis.

Lo dijo en tono colaborador, y Jerome lo miró.

Art entró por la puerta de atrás.

—¿Ese Montez es maricón? —le preguntó a Lloyd—. Tiene la habitación llena de muñecas, como una mujer. En los equipos deportivos no se ve a negros como tú. ¿Sabes a qué me refiero? Son negros raros. Como Connie, Carl… todos esos negros que pasan por tu casa. —Mirando a Lloyd preguntó—: ¿Dónde está Montez, jefe?

—¿Cómo sabes que me llamaban así?

—A todos los negros les llaman así, ¿no? ¿Por cortesía?

—Quieres decir para parecer políticamente correctos —le corrigió Carl.

—Sí, para que parezca que son iguales.

—No sabe dónde está ni cuándo volverá —dijo Carl—. ¿Quieres una copa? —Y volviéndose hacia Lloyd le invitó—: ¿Por qué no te tomas una con nosotros?

Jerome empezó a repasar lo que acababa de oír.

Avern observaba a Montez desde el otro lado de su escritorio vacío, Montez vestido de cuero negro, la cazadora abierta para lucir las cadenas de oro sobre la camiseta negra. Llevaba unos pendientes de oro en las orejas, algo que Anthony Paradiso jamás habría tolerado. A Tony le desconcertaba que un hombre quisiera tener aspecto de mujer.

—Tengo noticias no demasiado buenas —dijo Avern— y otras que quizá te gusten.

—¿Por eso me darás primero las que no son demasiado buenas?

—Eso es —dijo Avern, las manos unidas sobre la mesa—. Carl Fontana me llamó anoche. La policía está vigilando su casa y la de Krupa, en Detroit y en Hamtramck.

Montez tomó asiento sin quitarse la cazadora de cuero ni las gafas de sol, mirándolo fijamente, esperando, aparentando tranquilidad. Bien.

—No me extraña que los polis estén al acecho —continuó Avern—. Pero estoy seguro de que no es por el asunto de Paradiso, y te diré por qué. Todas las armas que emplean en sus trabajos van a parar al río; yo soy testigo. Asumía un riesgo al asociarme con ellos, pero era importante para mí. Siempre están ocupados. Entre un trabajo y otro han cometido un par de robos en domicilios y es posible que hayan dejado huellas, sobre todo Art. Le he dicho a Carl que se separaran, que se marcharan una temporada a descansar, a Florida.

—¿Cuáles son las buenas noticias? —quiso saber Montez.

—Si los pillan por robo en domicilio, no tendrás que pagarles. Aunque sigues teniendo una deuda conmigo.

—Un momento —dijo Montez—. Si los pillan… —Se quedó mirando los retratos de la pared, a espaldas de Avern, hombres blancos con togas y ridículas pelucas supuestamente graciosas, y Avern empezó a parecerle igual que aquellos personajes con peluca…— Si los pillan por robar en viviendas…

—No tendrás por qué preocuparte.

—Pero si los pillan por lo de Paradiso…

—¿Cómo? ¿Si no hay testigos?

—Kelly los vio —dijo Montez.

Y me lo dice ahora, pensó Avern, manteniendo la compostura, las manos unidas delante.

—¿Desde dónde?

—Desde el piso de arriba.

—¿Estaban en el vestíbulo?

—Sí, cuando se marchaban.

—Me lo imagino. Estuve allí en varias fiestas cuando la mujer de Tony aún vivía. De frente está el salón. Y si miras arriba ves el segundo piso. Pero si miras hacia abajo desde arriba… Yo no reconocería ni a mi propia mujer, y no lo digo porque siempre esté cambiando de peinado. ¿Kelly sólo los vio en ese momento?

—Eso me dijo —respondió Montez.

—No voy a preocuparme por ella —dijo Avern, sacudiendo la cabeza.

—Pues a mí me preocupa. Cabe la posibilidad de que pueda identificarlos. Déjame que te diga algo. ¿Crees que si los pillan por liquidar a Paradiso y a Chloe me dejarán fuera? ¿Y a ti? Tú eres su abogado, tío. ¿No es eso a lo que te dedicas? Querrán hacer un trato. ¿A quién delatarás para ayudar a esos dos, a ti y a mí, o sólo a mí? ¿A quién puedo delatar yo entonces, Avern, si no es a ti?

Avern dirigó a Montez su sonrisa condescendiente, dándole a entender que no tenía ni puta idea de dónde se estaba metiendo, y dijo:

—Supongamos que llegamos a juicio y Kelly Barr sube al estrado. Ha identificado a Carl y Art en una ronda de reconocimiento como a los dos hombres que vio en el vestíbulo desde el piso de arriba. ¿A una distancia de seis metros y viéndoles sólo la coronilla? Dame un respiro, tío. No hay manera de que pueda identificarlos con seguridad.

Montez pareció considerar el punto de vista de Avern antes de decir:

—¿Estás seguro?

—Confía en mí.

—Se lo preguntaré. Si dice que no los vio bien, seguimos tan amigos. Si dice que puede identificarlos, entonces tendrás que decirme qué hacemos con ella.

Montez se marchó y Avern sacó de un cajón del escritorio una fotografía enmarcada de Lois, su mujer —una foto en color, tomada en el jardín, ante un fondo de hojas verdes—, y la colocó a un lado de la mesa vacía. Nunca la tenía sobre la mesa mientras trataba con criminales y ex convictos. A veces sonreía al ver su expresión despreocupada y deseaba confesarle que era el agente de un par de asesinos a sueldo especializados en camellos. «Cariño, utilizo a delincuentes para acabar con el tráfico de sustancias ilegales. Son cruzados con capa, como Batman.» ¿Qué diría ella? «¿Te llevas el diez o el quince por ciento?» Le diría que el veinte como mínimo, y le haría reír. Sería estupendo reírse con ella. Pero Lois diría: «Avern, te enfrentas a prisión incondicional». Lo diría a sabiendas de que se equivocaba, a sabiendas de que él podía conseguir que la condena se rebajase hasta un mínimo de entre ocho y quince años. No podía contárselo a Lois. No podía contárselo a nadie, y era una historia cojonuda.

Delsa llegó poco después al despacho de Avern Cohn y Asociados.

Conocía a Sheila, la secretaria de Avern; sabía que tenía que tragar con muchas cosas, responder a las interminables preguntas de Avern, y la saludó diciendo:

—¿Estás mirando las ofertas de empleo?

Esto ocurría desde que Delsa conoció a Sheila Ryan y le advirtió de que Avern terminaría expulsado de la profesión. Sheila tenía cuarenta años, el pelo rubio con mechas, divorciada, atractiva, una mujer de ciudad.

Sheila dijo:

—A Avern no lo pillarán nunca. Es demasiado escurridizo. Es una anguila con cerebro humano.

—Te apuesto cinco pavos a que dentro de una semana tiene que comparecer ante un tribunal. Mejor, diez.

—¿Quieres que cuando te marches le diga que estás tan seguro como para apostar diez pavos?

Sheila había sido otra posibilidad para Delsa, junto con Eleanor. Pero ya no lo era.

—Digamos veinte.

—Digamos una cena —propuso ella.

Y Delsa dijo algo que Sheila no logró oír, entró en el despacho de Avern y se sentó frente a él, al otro lado de la mesa, con un teléfono y una fotografía sobre la superficie vacía.

—¿No tienes trabajo?

—Me basta con el dorso de un sobre en la puerta del tribunal o en una celda. Me alegro de que condenarais esa ventana del noveno piso. ¡Qué peste había allí! Dime qué puedo hacer por ti.

—Quiero saber si defenderías a Fontana y a Krupa…

—¿Me estás diciendo que los has cogido?

—Quiero saber si los representarías por el asesinato premeditado de Anthony Paradiso y Chloe Robinette…

Delsa hizo una pausa.

Avern esperó.

—¿Y si representarías a Montez Taylor por contratar a esos matones para liquidar a su jefe y quedarse con el dinero que Paradiso iba a dejarle a Chloe, porque Montez se había quedado sin nada…?

Delsa hizo una nueva pausa.

—¿Cuál es la pregunta? —dijo Avern.

—¿A quién dejarías tirado si representas a Montana y a Krupa, y también a Montez? ¿El trato será para el primero en comparecer?

—¿Es ésa tu pregunta?

—¿Y si los cogemos a todos al mismo tiempo?

—Dime qué tienes contra Carl y Art.

—Tú primero. ¿Qué puedes ofrecerme para salvar tu pellejo? Ésa es mi pregunta.

No había nada más que Delsa quisiera decir ni nada que Avern estuviera dispuesto a discutir o negar. Delsa se marchó y Avern se quedó mirando la foto de su mujer, que seguía sobre la mesa limpia.

—Un poco de ingenuidad es muy necesaria en la práctica, Lois… nunca se sabe lo que puede pasar.