La camarera le explicó a Delsa que todo ocurrió en el tiempo de descanso, a eso de las once, entre los huevos con mcmuffins y las big macs.
—Entraron tres tíos… me fijé en uno de ellos y me pareció que lo conocía. Sí, era Bebé Grande; sigue teniendo las mismas mejillas regordetas. Vivía en mi calle, en Edison. Estuve a punto de saludarlo para darle una sorpresa, porque seguro que no se acordaba de que yo vivía en Edison. Y entonces sacaron las armas, Bebé Grande, una escopeta recortada, los otros dos pistolas del nueve, y apuntaron a un lado y a otro, ¿sabe lo que quiero decir?, como si fueran a disparar en cuanto les diese la gana. Uno fue a la cocina mientras el otro apuntaba al Sr. Crowley, que estaba al lado de la freidora, y le dijo que le diera el dinero, que sabía que lo tenía guardado en alguna parte. Bebé Grande estaba delante de nosotros —éramos tres— y nos dijo que nos echáramos al suelo y que no nos moviéramos. En ese momento, el que le estaba gritando al Sr. Crowley, el encargado, disparó, y Bebé Grande dijo: «¿Por qué le has disparado?», como si le hubiera sorprendido. Pero sólo le dio en la pierna, en el muslo, y siguió pidiendo a gritos que le entregase el dinero. Entonces Bebé Grande me levanta del suelo; empieza a soltar tacos, porque no puede abrir la maldita caja registradora. La abro y me ordena que abra las otras dos mientras él vacía la primera. Se oyen dos disparos y veo caer al Sr. Crowley junto a la ventana de pedidos para llevar, y al tío que sigue apuntándolo con su pistola del nueve, aunque ya está en el suelo, y vuelve a disparar dos veces. Luego empiezan los tres a gritar: «¿Por qué le has disparado?» «No tenías que haber disparado.» El que ha disparado dice que se ha negado a darle el dinero y propone que se larguen. Bebé Grande y el otro lo siguen y suben a un Grand Marquis del 96, de color oscuro, pero no logré ver la matrícula.
Delsa escuchaba, aunque no podía dejar de pensar en la noche anterior, de repasar mentalmente distintas escenas: el momento de entrar en la ducha con Kelly, el agua cayendo sobre su cuerpo desnudo, sus senos perfectos, su ombligo, su sonrisa y también su risa cuando él dijo: «¡Heil, Hitler!». Delsa volvió a ocuparse de la camarera.
—¿Sabes cómo se llama realmente Bebé Grande?
—No, todo el mundo lo llama así, aunque nunca he sabido por qué.
Delsa recordó a Kelly en la cama, a la luz de la lamparilla de noche, los brazos tendidos hacia él.
—¿Conocías a los otros dos? —preguntó.
—No —dijo la camarera—. ¿Le he dicho que vivía en la calle Edison? En la esquina del bulevar Rosa Parks; me pusieron Rosa por ella. Pensaba que siempre viviría allí, pero cuando yo tenía doce años, mi padre perdió su trabajo en Wonder Bread y nos desahuciaron por no pagar el alquiler.
—Lo siento —dijo Delsa, recordando que apenas se secaron antes de meterse en la cama tras la apresurada ducha, y que les daba igual.
—Mi madre y mi padre viven ahora en LaSalle Gardens. Es un sitio bonito, bastante burgués. Yo vivo en Highland Park con mi novio, Cedrid, ¡en Winona! Trabaja de mozo en el MGM Grand.
Delsa le entregó su tarjeta y le dijo:
—Pásate hoy mismo por la comisaría para firmar tu declaración. Aunque, casi prefiero que me llames primero. Quizá tengamos que dejarlo para mañana. ¿Te parece bien, Rosa?
Rosa no puso objeciones.
Desla miró al encargado, en el suelo, y pensó que su trabajo siempre sería igual. Mediaba el mes de abril y el encargado hacía ¿el número cien en la lista de homicidios? Por ahí debía andar. Si las cosas se calentaban con el verano, quizá alcanzaran los cuatrocientos homicidios del año anterior. Delsa llevaba así ocho de los diecisiete años desde que ingresó en la Policía de Detroit, donde empezó trabajando en un coche patrulla en la Comisaría Séptima y pasó luego a Delitos Violentos antes de llegar a Homicidios. En menos de ocho años se retiraría con la mitad del sueldo. Para entonces tendría cuarenta y cinco años. ¿Y luego qué? Seguridad privada. Había estudiado Introducción al Derecho en Wayne, pero fue aplazando el momento de entrar en la facultad y ahora ya no le gustaban los abogados. Sabía investigar un homicidio, ir retirando una a una las capas del caso hasta descubrir quién era quién, quiénes mentían y quiénes decían cosas que podían serle útiles, y al fin daba con el sospechoso; y cuando sabía que tenía cogido por los huevos al arrogante tipejo que en ningún momento llegó a creer que pudieran pillarlo, entonces le presentaba las pruebas, lo miraba a la cara y veía cómo su expresión chulesca se desvanecía al saber que se enfrentaba a veinticinco años de prisión o a toda una vida sin posibilidad de obtener la condicional. No había nada como ese momento. Sin armas; no eran necesarias. Sólo una vez había disparado su Glock con intención de causar graves daños corporales, aunque no de matar. Quizá debió advertir al que había cogido el arma de Maureen que soltara la pistola; pero no lo hizo y tampoco lo lamentaba. Sentado en el McDonald’s de la calle Chicago oeste, se dijo: «Sigue así y llegarás a inspector». En la sección buscaban a un hombre blanco para dirigir a las brigadas. Sin embargo, volvió a recordar escenas de la noche anterior, mientras hacía el amor con Kelly en las primeras luces del amanecer, y luego, desayunado con el albornoz de Kelly, sintiéndose muy a gusto a pesar de que le estaba muy justo. Cada vez que ella acercaba algo a la mesa —el periódico, el café, las tostadas—, le acariciaba la cara y lo besaba en la boca. La miraba cuando volvía a marcharse a la cocina, con un jersey de lana sobre los pantis negros, largo y holgado en torno a las piernas, con calcetines de lana, y esperaba hasta ver su rostro cuando regresaba, mirándolo.
—¿Sabes que es sábado? A las dos tengo que estar en el DIA para la prueba de peinado y maquillaje. A las cinco cenamos en un sitio muy acogedor y creo que el desfile es a las siete. Cinco cambios en veinticinco minutos y listo. ¿Quieres venir?
Kelly no se parecía en nada a ninguna de las mujeres de policías que Delsa había conocido.
—Allí estaré.
—¿Tienes esmoquin?
—Me dejarán entrar.
—Tendré que ir en coche.
—Puedo dejarte allí a las dos.
—¿Y si pasa algo y al final no puedes ir al desfile?
—Tienes razón. Será mejor que vayas en tu coche.
Estaban sentados a la mesa, con el desayuno y el periódico.
—¡Bien hecho! —dijo Kelly, mirando el periódico.
—Tenemos horarios distintos, ¿verdad?
Kelly apartó el periódico.
—Viví dos años con una chica de alterne —dijo Kelly— y teníamos horarios completamente distintos. Si queremos vernos lo conseguiremos, Frank. ¿No te parece?
Los peritos de la policía científica se encontraban en la escena del crimen, donde Jackie Michaels hablaba con los empleados y el investigador forense, Val Trabucci, tomaba fotos. Delsa se acercó a él y Val hizo un descanso.
—Este tío se levantó esta mañana, Frank… y si alguien le hubiera dicho que a mediodía estaría muerto, lo habría mandado a la mierda.
—¿Sueles pensar en esas cosas?
—Parece que todos sus empleados lo apreciaban. Un hombre joven y simpático, casado. ¿Qué estará haciendo su mujer en este momento, cuando aún no sabe que él ha muerto? En eso estaba pensando.
Hubo un silencio antes de que Delsa dijera:
—Quería preguntarte algo. ¿Has oído hablar alguna vez de un par de tíos llamados Fontana y Krupa?
—¿Gene Krupa?
—Éste se llama Art.
Val le dijo a la camarera que los estaba mirando:
—¿Por qué no me pones una buena ración de patatas fritas, bonita? —Y volviendo con Delsa dijo—: Art Krupa. Se cargó a un tipo en un bar el día de Martin Luther King y lo acusaron de homicidio en primer grado.
—He leído los expedientes de los dos —asintió Delsa—. Busco algo más.
Val miró a la camarera, que estaba sacando las patatas de la freidora. Tuvo que tragar saliva antes de decir:
—Fontana se cargó a un tío con una escopeta de cazar ciervos, en época de veda, y cumplió condena al tiempo que Krupa. Recuerdo que siempre lo llamaba Gene.
—Al parecer ahora son asesinos a sueldo.
—¿Paradiso y quién más?
—Cinco camellos, y un intento fallido.
—¿Carl y Art? ¿Cómo consiguen a sus víctimas?
—Eso es lo que quiero averiguar. Le pedí a Eleanor que investigara quién los representó, pero esta mañana está en el tribunal.
—¿Verdad que esa Eleanor tiene un cuerpazo? —comentó Val—. Deberías habérmelo pedido a mí. Su abogado fue Avern Cohn; consiguió rebajar los cargos a homicidio sin premeditación en ambos casos. Sólo los condenaron por uso de armas.
—Puede que se conocieran en Jackson.
—O que Avern los pusiera en contacto al salir de allí.
—¿Has oído alguna vez de una agencia de asesinatos por encargo?
—De ninguna que lo haya hecho.
—¿A cargo de un director que consigue los trabajos?
—Podría ser, aunque también podría tratarse de Avern —dijo Val—. Conoce a todo el mundo con ganas de cargarse a alguien. De todos modos, no creo que nadie pueda ganarse la vida en esta ciudad como asesino a sueldo; hay demasiados aficionados que matan por placer. El tío que entró aquí sabía que mataría a alguien. Estaba nervioso, pero también ansioso por ver qué se sentía. ¿Qué han sacado en limpio los tarados que asaltaron este local, un par de cientos?
—Lo que han conseguido es estar fichados.
—A esos les ofreces mil por cepillarse a alguien y cierran el trato al segundo. Son un hatajo de capullos, tío, con sus armas, sus nueve… Para ser un asesino a sueldo en Detroit necesitas una actividad secundaria, como robos en domicilios. Entras por la fuerza y entablas una relación personal con la familia. Haces que el tío se cague en los calzoncillos y te follas a su mujer. —Val se volvió hacia la camarera, que esperaba para darle sus patatas fritas—. Disculpa mi lenguaje, estamos hablando de negocios.
La camarera le pidió uno con sesenta por las patatas.
—Así está bien, olvídalo —le dijo Val—. Si tu encargado siguiera con vida te diría que está bien. —Se volvió a Delsa y le ofreció patatas.
Delsa negó con la cabeza, pero en cuanto le llegó el olorcillo cogió unas cuantas.
Val Trabucci hizo lo mismo y siguió diciendo:
—¿Cómo habrá llegado Montez hasta esos dos? Van por distintas calles de la vida, por así decir. A menos que…
—Avern Cohn —lo interrumpió Delsa—. Él representó a Montez y éste lo dejó por Anthony Paradiso y ahora ha vuelto con él. Al oír el nombre de Avern Cohn, Wendell dijo que creía que ya lo habían expulsado de la profesión.
—¡Ahí lo tienes, joder! Avern es su agente. ¿Puedo ayudarte en algo más?
—El nombre de Avern no deja de salir a colación. Creo que debería hablar con él —dijo Delsa.
—Yo lo haría.
—A ver si consigo ponerlo nervioso.
—Haz que se cague de miedo, y a ver cómo reacciona —propuso Val.
—Una cosa más. Tengo a un confidente partiéndose el culo por los veinte mil de Orlando.
—¿Quién los ofrece?
—Según Harris, la hermana de uno de los mexicanos muertos. Le di a mi confidente el cartel de la recompensa y se puso como una moto. Resulta que anda por ahí con un par de tíos que afirman ser polis, pero no estaban al corriente de la recompensa porque dicen que acaban de volver de vacaciones.
—No son polis.
—Eso mismo he dicho yo.
—¿Y consienten que el chaval los acompañe?
—Dice que están trabajando juntos.
—No son polis —repitió Val, negando con la cabeza.
—Verás. Manny Reyes habló con un tío al que llaman Chino, que dirige la banda a la que pertenecían los tres mexicanos muertos. ¿Al que descuartizaron y que, según Harris, tú volverías a recomponer?
—Sí, a ver si las piezas encajan.
—Manny le advierte al Chino que no vaya en busca de Orlando. El Chino dice que ya ha tomado medidas, y a Manny le huele que ha contratado a alguien para liquidar a Orlando. Luego Jerome me habla de esos dos que van detrás de Orlando por los veinte mil.
—Y tú buscas a dos tíos que se dedican a matar camellos —apostilló Val.
—Blancos. A juzgar por lo que ha dicho Jerome, me los imagino blancos.
—¿Sí…?
—Aunque no me ha dicho que son blancos.
—¿Por qué no se lo preguntas?
—En cuanto me llame —asintió Delsa.
Eso, si es que llama.