Sonaba hip-hop de Detroit, y una intensa energía envolvió a Kelly al entrar en Alvin’s, abarrotado de gente que agitaba los brazos y movía la cabeza de ese modo tan peculiar, como si estuvieran enchufados, conectados a través de un cable al hipnótico ritmo que marcaba el maestro de ceremonias, un blanco llamado Hush, rodeado de tíos que merodeaban por el escenario con camisetas de tirantes y gorros de lana, lanzando su mensaje con impactantes letras que al punto captaron la atención de Kelly. Los gorilas en camiseta negra de manga corta observaban a la multitud malencarados, retándola a pasarse de la raya. La escena le trajo a la memoria un verso, Un negro gordo en una atarazana, de un poema de un libro de texto que conservaba su padre, To-co-tó, To-co-tó, To-co-tó, To, aunque no conseguía recordar el título del poema[2]. Se abrió camino entre el gentío y se detuvo junto a la barra, detrás de dos chicos con las viseras vueltas hacia la nuca, con la esperanza de que el camarero la viese. El chico que estaba a su izquierda apoyó la barbilla en el hombro y le preguntó qué tal. Kelly alzó la voz para saber qué estaban tocando.
—«Get Dow», del álbum de Hush Roses and Razorblades.
Kelly se encogió de hombros y dijo:
—No está mal.
El otro chico apoyó la barbilla en el hombro y preguntó:
—¿Te gusta este local?
—Estoy aquí, ¿no? —fue la respuesta de Kelly. El chico quiso saber si podía invitarla a una copa.
—Un escocés con un poco de agua no estaría mal —aceptó Kelly.
El otro giró su taburete para preguntarle si sabía que el padre de Hush era policía de Homicidios.
—¿De verdad? —se sorprendió Kelly. El chico le dijo entonces que el otro maestro de ceremonias que estaba en el escenario era Shane Capone, el que cantaba con Hush en Detroit Players, y le preguntó si había visto a Bantam Rooster en ese mismo local. Kelly dijo que uno de los chicos de ese grupo trabajaba en Car City Records, donde ella compraba la música, pero el único punk de su discoteca era Iggy. El otro le pasó su escocés. Kelly le dio las gracias. El primero le ofreció su asiento. Kelly volvió a darle las gracias y ahí terminó la conversación.
—He quedado con alguien —dijo, y se alejó entre la gente.
Encontró a Montez al otro lado del escenario, se situó detrás de él, le puso un dedo en la parte baja de la espalda y dijo:
—¡Manos arriba! —Montez se volvió y Kelly se vio reflejada en sus gafas de sol.
—No vuelvas a hacerme eso, tía —dijo Montez—. ¿Por qué querías que nos viéramos aquí? Mira a esos blancos esforzándose por ser negros.
—¿Lo has conseguido? —preguntó Kelly.
—Esta mañana, en cuanto abrieron el banco. Es un certificado de valores.
Hablaban a gritos, frunciendo el ceño para oír algo en medio del estruendo de los altavoces.
—¿De qué?
—Acabo de decírtelo; un certificado de valores.
—¿De qué compañía?
—Una de Texas. Supongo que petrolera.
—¿Cuántas participaciones?
—Veinte mil. Lo dice en unos papeles que el viejo había guardado con el certificado.
Kelly negó con la cabeza.
—No te oigo.
—Ven —dijo Montez, tomándola del brazo y alejándola del escenario, hacia la pared—. Aquí es imposible hablar. Vamos a tu casa. Podemos oír a una de esas chicas malas cantando rap. ¿Y tomar algún brebaje?
Kelly vio que uno de los guardias de seguridad, de espaldas al escenario, los observaba. Un blanco grandullón, con barba.
—He estado toda la tarde ensayando para un desfile; no tengo ganas de fiesta. Lo que quiero es irme a casa… —Se interrumpió y dijo—: ¿Lo has traído?
Montez, que seguía sujetándola del brazo, introdujo la mano libre en su abrigo de cachemira.
—Aquí lo tengo.
—Dámelo —dijo Kelly—. Lo estudiaré y te llamaré mañana.
Montez hizo un gesto extraño y frunció el ceño, aguzando el oído.
Kelly se acercó a él.
—He dicho que averiguaré cuánto vale y te llamaré.
El gorila seguía observándolos con mirada severa.
Montez sacó del abrigo un sobre doblado por la mitad, pero cuando Kelly intentó cogerlo, él lo agarró con fuerza.
—Déjame verlo —dijo Kelly.
—Ya te he dicho que es de una importante petrolera de Texas. Llevaba un logotipo muy elegante: DRP.
Kelly vio que el guardia de seguridad se acercaba, tiró del sobre, empujó a Montez y retrocedió mientras el gorila le quitaba el sobre a Montez para dárselo a Kelly. Montez intentó zafarse de los brazos tatuados del gorila y le preguntó qué coño hacía, a gritos, en medio del barullo. Eso creyó oír Kelly.
Echó a andar hacia la puerta, que se encontraba al otro lado del local, pasando por delante del escenario entre la multitud que bailaba con los brazos en alto, mirando a Hush con su gorro de lana, lo suficientemente cerca para distinguir la letra de la canción, que aconsejaba meter un condón en el oído para joder lo que oías, y le pareció que casi tenía sentido, se dijo que Un negro gordo en una atarazana funcionaría de maravilla allí, el primer rap de la historia, y entonces recordó otro par de versos del poema, algo relacionado con la multitud, que decía: dar un grito y una voz y bailar la juba con mucho ardor. Y salió de Alvin’s.
Kelly sentía ansiedad en muchas ocasiones. En esos casos le entraban ganas de arriesgar y de hacer apuestas sobre cualquier cosa, de conducir a toda velocidad y de saltarse los semáforos en rojo cuando volvía a casa, ya avanzada la noche. Siempre había un cartón de Slims en el apartamento. Kelly veía el paquete de Chloe en la mesita del salón y apostaba diez pavos a que quedaban exactamente diez cigarrillos. En cierta ocasión, Chloe aceptó la apuesta y resultó que eran once. A Kelly le encantaba tomar cócteles de cualquier clase —alexanders, sazeracs, daiquiris de distintos sabores que guardaba en el mueble bar— y charlar. Llegaba a casa con un par de botas esquimales de piel de foca, cazadas en Islandia, y se imaginaba posando con ellas en ropa interior, pero ningún catálogo aceptó la idea.
En ese momento pensaba en su padre; se preguntó qué haría él en su situación: si fuera una chica y tuviese un certificado de valores a nombre de Chloe Robinette; si pudiera falsificar su firma y además tuviera su carnet de conducir. Él querría saber cuánto valía el certificado y ella diría que posiblemente un millón seiscientos mil. Él se aclararía la garganta para añadir:
—¿O más, si los valores suben?
Su padre era un jugador, pero conservaba su negocio: sus tijeras y sus peines. Cuando Kelly tenía dieciséis años y empezó a pensar en hacerse modelo, el padre dijo:
—Cariño, ve a una escuela de peluquería y aprende un oficio primero. ¿Me has visto alguna vez sin dinero en el bolsillo?
Esa noche le preguntaría.
—¿De qué son los valores?
—De Del Rio Power.
—No lo he oído nunca.
—Porque no juegas en bolsa.
—Ni lo haré mientras pueda apostar en un casino.
—Estoy casi decidida, pero dime, ¿qué harías tú?
—Comprobaría cuánto vale realmente. Luego tendrás que decidir cuál es tu precio. Si te cogen por fraude o por falsificación no creo que cumplieras más de un año, como mucho. Consigue un vestido en San Vicente de Paul para el día del juicio. ¿Cuánto vale para ti el riesgo de tener antecedentes? Eso suponiendo que no te cree problemas de conciencia. Piensa que ese dinero no es de nadie. ¿Qué hay de malo en ponerlo en circulación?
Ella sólo se lo contaba para saber su opinión, no para aceptar su consejo.
—Vale, ¿cuál es tu precio?
Su padre diría:
—¿Estás de coña? Por un millón seiscientos yo lo intentaría. ¿Tú no?
Kelly estaba en el estudio, sentada ante el ordenador, con un Slim y un whisky. El certificado de valores y los documentos de Del Rio Power estaban guardados en una carpeta verde con el elaborado logotipo de DRP en la cubierta, la carpeta ahora abierta junto al ordenador. Según los extractos, los 5.000 títulos originales se adquirieron en 1958 a ocho dólares por acción. Desde esa fecha los valores se habían duplicado en dos ocasiones, lo que convertía a Anthony Paradiso en propietario de 20.000 acciones. Un formulario firmado por Paradiso transmitía los títulos a Chloe Robinette, una vez ella hubiese añadido su firma.
Muy bien, Paradiso había pagado cuatro mil dólares por las acciones hacía cuarenta y cinco años, sin duda sobre la base de información privilegiada. Había que ver cuánto costaban en este momento.
Kelly introdujo la dirección web de la Bolsa de Nueva York, accedió a la página de inicio, entró en DPR a través de la ventana BUSCAR SÍMBOLO y pulsó la opción COTIZACIÓN ACTUAL.
El resultado fue: «Error: símbolo no encontrado.»
¡Vaya! Tecleó «Del Rio Power» en una nueva ventana y pulsó BUSCAR. Esta vez obtuvo un mensaje que decía: «Para suspender BOLSA DE NUEVA YORK pulse eliminar de la lista Del Rio Power Inc.»
¡Mierda!
Salió de la página de la Bolsa y entró directamente en la web de Del Rio a través de Google. Allí supo que la compañía suministraba gas natural… el núcleo de su negocio era la producción, el almacenamiento y el procesamiento… se hallaba comprometida con el desarrollo de nuevas fuentes de energía y bla, bla, bla… Kelly pulsó en DATOS DE MERCADO y tuvo acceso a los cincuenta y dos años de historia de la compañía; el valor bursátil de una acción de Del Rio un año atrás se situaba en 81,40 dólares, lo que significaba que el valor total de la cartera ascendía a 1.628.000 dólares. Pulsó en VALOR ACTUAL, consultó, se recostó en la silla y volvió a decir ¡mierda!, sintiéndose planchada, aunque no sorprendida.
El valor bursátil de Del Rio era en este momento de 53 céntimos por acción.
Oyó decir a su padre: «¿Qué ha sido del millón seiscientos?»
Volvió al registro de Google y entró en un artículo del Busineess Week. «La actividad fraudulenta en el negocio de la energía… no se descarta la declaración de quiebra técnica… para alcanzar acuerdos con aquellos estados a los que se debe dinero…». Y oyó mentalmente a su padre diciendo que eran todos un hatajo de sinvergüenzas.
Intentó imaginar a continuación qué diría Chloe al enterarse de que después de ser la amante del viejo durante casi un año sólo recibiría lo que podía ganar en dos semanas. No armaría ningún escándalo. Diría ¡a la mierda! y se olvidaría del asunto. Aunque tal vez decidiera jugar un poco y en tono inocente dijese: «A lo mejor puedo recuperarlo». O: «Será mejor que lo venda antes de que siga bajando». Kelly la quería, le encantaba sentarse con ella, las dos hundidas en el sofá, con una copa y sus Slims, y hablar de artistas de cine o de Irak. Chloe decía: «Derrocando a Sadam sólo se consigue que ésos se pongan un turbante en la cabeza». O: «Para controlar a esos tarados hace falta un dictador implacable».
Echaba de menos a Chloe y sus historias de hombres que intentaban parecer estupendos, y tuvo que esforzarse para no verla sentada en ese sillón, en un charco de sangre. Pensaba en Chloe y, para contener las lágrimas, pensaba en Frank Delsa, en cómo la miraba. Lo tenía presente casi a todas horas.
Sabía que Montez la llamaría desde el portal y querría subir. Así fue, y lo primero que hizo fue contarle su altercado con el gorila:
—Me echó a la calle con mi abrigo caro.
—Lo dices como si fuera culpa mía.
—¿Qué hiciste tú? Nada, ni una palabra.
—¿Quieres decir que debí haberle explicado que éramos amigos y estábamos planeando un fraude? Tu problema no es que te hayan echado de Alvin’s. ¿Quieres saber cuánto valen las acciones?
Montez hizo una pausa y dijo:
—Está bien. ¿Cuánto?
—Al cierre de hoy, cincuenta y tres céntimos por acción.
—Vamos, anda… no te creo.
—Hace un año valían ochenta y uno con cuarenta.
—Te estás quedando conmigo, ¿verdad?
—El total asciende a diez mil seiscientos. No vale la pena dedicarle tiempo. ¿Quieres el certificado? Te lo enviaré por correo.
—Espera un momento. Quiero hablar contigo.
—Tú dirás.
—Vamos, nena, abre la puerta.
—Lo haría, pero no me apetece oír nada de lo que puedas decirme.
Otra pausa de Montez antes de hablar.
—Me das la espalda, ¿eh? Ahora que la pasta no es la que esperabas.
—Te advertí desde el principio que no pensaba ayudarte. ¿Es que no eres capaz de entenderlo? Escucha, Frank Delsa está en camino. ¿Quieres el certificado o prefieres que se lo dé a él?
—¿Cómo le explicarás que lo tienes?
—Le diré que tú me lo diste. Igual que le he dicho todo lo demás. ¿Qué diferencia hay?
—Me estás mintiendo, ¿verdad que sí?
—Consúltalo si no me crees. Aunque también puedo enviarte por correo electrónico… la historia de por qué Del Rio, que ya se ha ido a la mierda, está a punto de acabar en las alcantarillas.
—Oirás ruido de cristales rotos si no abres la puerta.
Kelly alcanzó su bolso para sacar el móvil y le dijo a Montez:
—Y tú oirás que llamo a emergencias por el móvil para contar lo que está pasando aquí. Por cierto, se me había olvidado decirte que Delsa ha localizado a esos dos blancos. Yo de ti me largaría de la ciudad, Jeta.
—¿Crees que puedes librarte de mí? —dijo Montez.
Kelly colgó el teléfono, sacó del bolso la tarjeta de Delsa, le llamó al móvil y oyó su voz:
—Frank Delsa —tranquilo, como siempre.
—Estoy en casa y Montez está abajo —dijo Kelly.
Delsa entró en el apartamento y miró a Kelly, que estaba de espaldas a la puerta.
—No lo he visto fuera —dijo Delsa, y apenas vaciló un instante antes de que Kelly estuviera entre sus brazos y se besaran en la penumbra del vestíbulo, como si nunca fueran a saciarse el uno del otro, las manos de Kelly bajo la chaqueta de Delsa, deslizándose sobre sus costillas. Se besaron y abrazaron hasta que Delsa dijo:
—Lo estaba deseando desde la otra noche.
—¿Amor a primera vista? —dijo Kelly.
—Casi. Desde que saliste del baño con la cara lavada.
—Está funcionando. Había decidido lanzarme si venías esta noche. Ya no soy una testigo, estoy fuera. —Le habló de cómo consiguió el certificado de valores mientras el hijo de un poli de Homicidios rapeaba en el escenario, Delsa asintió y pronunció el nombre de Hush, de su búsqueda en Internet y de cómo le contó a Montez que el millón seiscientos se había convertido en diez mil seiscientos y continuaba bajando rápidamente—. ¿Quieres el certificado? Lo tengo aquí —dijo, conduciéndolo hasta la barra de la cocina, donde estaban los papeles.
Le preguntó qué le apetecía beber. Delsa dijo que cualquier cosa y Kelly sirvió un whisky para cada uno. Entrechocaron los vasos mirándose a los ojos, los dejaron en la barra, se abrazaron y repitieron los primeros besos, sin poder despegarse ninguno de los dos, hasta que Delsa susurró:
—Ya no eres sospechosa, pero sigues siendo una testigo.
Kelly se apartó para mirarlo. Iba descalza y llevaba puestos unos calcetines de lana.
—Pero no te importa.
—Esto es más importante.
Kelly asintió.
—¿Estás seguro de que no soy sospechosa?
—Creo que te sentiste tentada y lo intentaste.
Sin dejar de mirarlo, Kelly dijo:
—Te amaré, si lo deseas. Ahora te conozco mejor.
Delsa recordó la palabra clave, aunque no la frase completa con la que debía responder.
—Y yo te corresponderé gustosamente. —No tuvo más remedio que sonreír—. ¿Quién lo escribió?
—John O’Hara.
—Creía que se le consideraba bueno.
—Y lo era. A mí me encantan sus relatos, sobre todo los ambientados en Hollywood. O’Hara bebía mucho y cuando escribió esta obra estaba hecho polvo. Se titula El instrumento. Pero escribió también Cita en Samara, sobre la imposibilidad de huir del destino.
—Como Montez —observó Delsa—. Por más que se empeña en salir, se está yendo a pique.
—Yo pensaba en nosotros.
—Lo sé. Hay muchas cosas que aún no nos hemos dicho.
—Apenas hemos dicho nada.
—Sí, pero puede que Montez todavía intente conseguir esos diez mil, que te pida firmar ese papel.
—Voy a dártelo, y también el carnet de conducir. De ese modo no podré ayudarlo. Aunque quizá tengas razón. Anoche, por teléfono, me dijo: «¿Crees que te vas a librar de mí?».
—¿Nada más?
—Le colgué.
—Por eso sigues siendo una testigo. Todavía no he podido pillarlo. Ni a esos dos. Tenemos las huellas de uno de ellos en la botella de vodka, y las de Montez en la misma botella. Eso puede situarlos en la casa… si tú testificas que el vodka es el mismo que estaba bebiendo el viejo, Christiania. Y me gustaría que vieras a esos dos tipos en una ronda de reconocimiento. Si eres capaz de identificarlos, no podrán escapar. Si han estado alguna vez en esa casa, podremos cogerlos. Art vive en Hamtramck con Virginia Novak. Hemos comprobado que no están casados, pero tienen una estatua de la Virgen en el jardín, sosteniendo un abrevadero para pájaros. Espero que haya sido idea de Art. ¿No te había dicho sus nombres, verdad? Art Krupa y Carl Fontana. Puede que se conocieran en Jackson, porque cumplieron condena al mismo tiempo. Salieron de allí y llevan año y medio matando camellos y luego a Paradiso.
—Y a Chloe —le recordó Kelly.
—Y a Chloe. Montez los contrató para que liquidaran al viejo. Lo que todavía no sé es cómo los localizó. O al revés. ¿Quién los contrataba para cargarse a los camellos? No son de los que se relacionan normalmente con afroamericanos. Más bien parece que alguien les consigue los trabajos. Una especie de manager.
—O de agente —dijo Kelly—. ¿Lo habías oído alguna vez?
—No —respondió Delsa, negando con la cabeza.
—¿Quieres quedarte esta noche?
—Sí, si antes puedo darme una ducha.
—Podemos —dijo Kelly.