Veintidós

Ese chico, Triple J, no les estaba sirviendo de gran ayuda hasta el momento. Los llevó a Pontiac, bastante más allá de la fábrica de camiones GMC, hasta una finca abandonada donde se organizaban peleas de pit bull, y lo único que hicieron fue cargarse a un perro.

Fue Art quien disparó. Un hombre sujetaba el perro de una correa. Art apuntó y preguntó al viejo, negro y con el pelo gris, si Orlando se escondía por allí. El hombre le pidió que no matara a su perro. Y Art disparó. El perro se llamaba «Sonny». Art dijo que lo había matado por no responder a su pregunta y Carl le preguntó al hombre si no se le había ocurrido un nombre mejor para una bestia de pelea. El hombre dijo que así se llamaba.

Resultó que el viejo era el padre de Orlando. Art le preguntó dónde estaba Orlando y dijo que contaría hasta tres, hasta que el padre habló: «Está en Detroit, en la calle Pingree 700; Pingree está entre la Segunda y la Tercera. Y ahora salgan de aquí».

Art dijo que había estado a punto de pegarle un tiro, para darle una lección.

Triple J hablaba poco. Carl estaba seguro de que no se creía que fuesen polis, pero le daba igual. Art le dijo a Triple J cómo se llamaban, lo que significaba que antes de terminar el trabajo lo mataría para cobrar la recompensa. A Carl no le importaba, no pensaba que Triple J tuviera grandes cualidades. A Triple J le había gustado la madre de Tenisha, no estaba nada mal. Sorprendió a Art que Carl le preguntase si había follado alguna vez con una mujer negra, porque hasta entonces no le había hecho esa pregunta. Claro que sí. ¿Él no? Art no se creía que Carl no hubiera estado nunca con una negra. Hablaron de tías de distintos colores hasta que Jerome preguntó si se referían a chicas normales o a furcias. Resultó que eran putas. Triple J preguntó cómo era una puta. Nunca había estado con una. Carl pensó que el chico se creía más listo que ellos. Si no le importaba que no fuesen polis, a pesar de que iban armados, es que sabía que intentarían deshacerse de él en cuanto encontrasen a Orlando. Es verdad que hablaba poco, pero estaba atento, tenía los ojos bien abiertos.

Volvían en el Tahoe por Woodward, en las afueras del Condado de Oakland, a unos treinta y cinco kilómetros del centro de Detroit.

—Ahí hay un cartel de CASA PILOTO. Gira en la siguiente a la derecha, Carl —indicó Art.

Esos dos blancos eran un par de chalados.

Pasaban por una calle de casas nuevas, grandes, con césped y árboles jóvenes, y se acercaron hasta una casa abierta. Art quitó el cartel de CASA PILOTO, junto al habitual de SE VENDE, y se lo entregó al empleado de la inmobiliaria cuando entraron en la casa, un hombre con chaqueta y corbata que les sonrió, diciendo:

—Gracias, ¿cómo sabían que estaba a punto de cerrar?

—Porque si nos has visto llegar, cerrarías aunque acabases de abrir —dijo Carl.

Eran cerca de las siete y empezaba a oscurecer.

Carl apoyó una mano en el hombro de Jerome y le dijo al de la inmobiliaria:

—Este chico quiere comprar una casa. ¿Tiene algún problema con la gente de color?

El de la inmobiliaria puso cara de no haber oído en la vida semejante pregunta y aseguró que en absoluto. Dijo que la casa costaba un millón ciento noventa. Carl quiso saber si el precio era negociable y el hombre dijo que los propietarios estaban en Florida y tenían ganas de vender cuanto antes; pensaba que podrían bajar hasta novecientos cincuenta.

—¿Tienes cinta adhesiva? —preguntó Art.

—Creo que he visto un rollo en la cocina —dijo el de la inmobiliaria. Se marchó y volvió con un rollo de cinta plateada, diciendo—: ¿Puedo saber para qué la necesita?

—Para taparte la boca —dijo Art.

Jerome observó cómo sentaban al hombre en una silla de comedor, le inmovilizaban brazos a brazos y piernas a piernas de la silla, y el otro no decía ni mu, pero los miraba con los ojos como platos. Cuando Art estaba a punto de ponerle la cinta en la boca, el de la inmobiliaria dijo:

—Por favor, tenga cuidado de no taparme también la nariz.

Fue un gran error.

Art le tapó la nariz, y Jerome vio que el hombre no podía respirar; se congestionaba y forcejeaba con la cinta que lo sujetaba a la silla.

Carl sacudió la cabeza y dijo:

—¿Qué coño haces, Art? El tío no puede respirar. —Lo dijo sin prisa, tranquilamente.

—Que se joda —dijo Art.

Carl retiró la cinta de la nariz y la boca, le dejó respirar un par de veces y volvió a cubrirle la boca.

—Echa un vistazo por si ves algo que te gusta —le dijo Carl a Jerome.

Ellos dos subieron al piso de arriba.

Jerome fue a la cocina, miró en el frigorífico, sacó un lata de cerveza y se sentó para bebérsela con un peta de buen tamaño que llevaba ya liado y que encendió con una cerilla de cocina, pensando que aquellos dos estaban mal de la olla. No les preocupaba que los vieran o que alguien entrase en la casa. Se preguntó cómo es que nunca había oído hablar de ese tipo de trabajo. De ir por ahí en el coche en busca de carteles de CASA PILOTO.

Sacó el móvil y llamó a Delsa.

—Hola, tío. ¿Cómo te va?

—¿Dónde estás?

—En la periferia. Orlando no estaba en Pontiac. Su padre nos dijo que está en Detroit y nos dio la dirección, pero no me lo creo. ¿Tú lo creerías si te lo dice el padre?

—¿Sigues con esos tíos?

—Más o menos. Están chalados. Cuando nos veamos te contaré qué hacemos en esta casa que, según el de la inmobiliaria, cuesta un millón ciento noventa, para que te hagas una idea de dónde estamos. Nunca había estado en una casa que costara tanta pasta, ni siquiera cuando me dedicaba a atracar viviendas. Ya te lo contaré.

—¿Te han dicho cómo se llaman?

—No voy a decírtelo. Puede que conozcas a este par de cabrones; son un escándalo. No entiendo que no estén encerrados. El abuelete va y dice: «No mates a mi perro.» Y el otro va y se carga al perro. ¿Sabes por qué? Porque el viejo le pidió que no lo matara. Han estado en Jackson. Uno de ellos comentó que en el bloque siempre había mucho ruido, con todos esos retrasados. Éstos van a por la pasta, Frank.

—Ya te lo he dicho —dijo Delsa—. Y te matarán para quedarse con ella.

—Lo sé. Pero cuando demos con Orlando, cuando entremos en un sitio y nos encontremos con él, les diré que no es él.

—No se parecerá al de la foto.

—Y si alguien dice que ése es Orlando, yo les aseguraré que no. Luego me libraré de estos cabrones en cuanto pueda y te llamaré.

—¿Dónde están?

—En el piso de arriba.

—Antes dijiste que eran de mediana edad.

—Están bajando… Tengo que colgar —dijo Jerome. Guardó el móvil y cogió la cerveza.

Entraron en la cocina, con relojes de hombre y de mujer y algunas joyas que dejaron sobre la barra, donde estaba Jerome. Art sacó unas cervezas del frigorífico diciendo que a Virginia le gustaría esa Lady Bulova. Carl sacó una botella de Canadian Club de un armario y sirvió un par de copas, sin ofrecer a Jerome. A Jerome no le importó, prefería observarlos sin colocarse demasiado.

—¿Qué haríais si de pronto llegan los dueños de la casa?

—Eso sería un allanamiento de morada —dijo Art—. Lo que se hace en ese caso es desnudarlos y atarlos. —Olisqueó el aire, miró a Jerome y preguntó—: ¿Alguien se ha fumado un porro?

Jerome le pasó el peta.

Art estuvo a punto de cogerlo, pero luego se lo pensó mejor y dijo:

—No quiero. Ya lo has chupado con esos labios negros.

Jerome lo dejó pasar por esta vez.

—¿Cómo es que nunca os han trincado, tíos? No parece que os preocupe que os vean. Vais dejando rastros por todas partes. ¿Por qué no os cogen?

—Podrían cogernos —dijo Carl—. Pero no nos cogen.

—Trabajamos por encargo. De momento nos hemos cepillado a seis.

—Ocho —corrigió Carl—. Contando a los dos de antes de asociarnos.

—¿Tú cuentas a ésos?

—¿Por qué no?

—¿Cuántos van entonces?

—Ocho. Acabo de decirlo.

—¿Y cuentas al guardaespaldas?

—No, a ése no lo he contado. En ese caso son nueve.

—Nos hemos cepillado a nueve sin que nos trinquen —dijo Art.

—Menos los dos primeros —señaló Carl.

Se bebieron el club haciendo muecas.

—Usamos semiautomáticas —explicó Art—. Una sola vez. Nos deshacemos de ellas y conseguimos armas nuevas para el siguiente trabajo. Todos los encargos son de camellos.

—Menos un par de ellos —corrigió Carl.

—Sí, pero todos los demás lo eran. Nos importa un carajo a qué se dediquen. Aunque siempre da la casualidad de que son camellos.

—¿De manera que lo hacéis por dinero?

—Cincuenta mil por barba —dijo Art.

—Eso es una pasta, tío. ¿Cómo conseguís trabajos así?

—Termina tu cerveza. Nos vamos de aquí —dijo Carl.

Art quería llevarse algo de alcohol y Jerome, echar un vistazo rápido al piso de arriba. Carl le dio cinco minutos.

Jerome fue directamente al dormitorio principal con la esperanza de encontrar algo en los cajones de las dos mesitas de noche que flanqueaban la cama. Nada. Buscó debajo del colchón, a lo largo del borde, y encontró una pistola: Sig Sauer del treinta y ocho, cargada, con siete balas. La envolvió en un pañuelo rojo que sacó de la cómoda y pensó que le iría bien para ponérselo en la cabeza, y la guardó en el bolsillo de los pantalones, caídos por debajo del culo.

Mientras regresaban por el sur de Woodward en dirección a la avenida Eight Mile, Art llamó a casa.

Escuchó a Virginia y dijo:

—Cariño, a mí no me llama a casa nadie del despacho de abogados porque nunca les he dado el número. Si la mujer que llamó no quería vender nada, lo más probable es que sea de la policía. No te preocupes por mí… Date un paseo hasta el Rite Aid de Campau y compra un paquete de tabaco. Observa si hay alguien sentado dentro de un coche. ¿Virginia? Mira sin que noten que estás mirando. Te llamaré más tarde.

Jerome, que iba en el asiento de atrás, escuchó a Art, oyó que Carl decía «¡mierda!», y Art contestaba:

—Llamaré a Connie para preguntarle si alguien ha estado allí. —Llamó y dijo—: Hola, Con, ¿qué tal? Soy Art. —Escuchó y dijo—: Sí, está conduciendo. Te hemos conseguido otro par de botellas de vodka. ¿Qué te parece? —Escuchó un par de minutos antes de decir—: Espera, quiero que se lo cuentes a Carl.

Jerome vio que le pasaba el teléfono a Carl.

—Hola, bonita, ¿cómo va todo? —dijo Carl.

Jerome le oyó decir varias veces sí y ajá, mientras escuchaba a Connie, hasta que al fin habló:

—Si vuelven por allí, diles que no tienes idea de dónde estoy, porque seguro que no lo sabes. Te llamaré luego y te tendré al corriente. —Colgó y le dijo a Art—: Se han llevado la botella de vodka, la que cogimos en casa del viejo. Otros entraron por detrás; iban armados. ¿Te lo ha dicho?

—Es imposible que nos hallan localizado —dijo Art.

Jerome vio que Carl giraba la cabeza para mirar a Art y le decía:

—Ese puto Montez. Ha cantado.

Guardaron silencio y fijaron la vista en la carretera. Se acercaban a Eight Mile, en el límite de la ciudad.

—¿Adónde vamos? —preguntó Jerome.

Nadie le respondió.