Delsa y Harris recogieron la orden de registro en el Tribunal del Distrito treinta y seis para entrar en casa de Carl Fontana y esperaron a que Jackie saliera de una vista preliminar. En el coche, Jackie no paró de contar cómo el abogado defensor había presentado a Ardis Nichols, el acusado, como un tipo encantador que estaba enamorado de Copito de Nieve, la puta que vivía en el piso de arriba y había muerto de una paliza con un objeto contundente, un trozo de tubería.
—¿Sabéis por qué no he creído a Ardis? —preguntó Jackie—. Estuve hablando con él en su casa, en el bajo. Tiene la tele, las medicinas y un montón de porquería acumulada en la mesita de noche, la ropa colgada de las tuberías. Llevaba puesta una camiseta de tirantes, como los Kid Rock. Estamos hablando y veo una rata enorme en el suelo, junto a la estufa; muerta. Y le digo a Ardis: «¿Eso es una rata?». Dice que no, que no es una rata. Le digo que sí, que es una rata del carajo. Se acerca, la pisa y se oye como aire que sale de la rata. A lo mejor quería decir que no era una rata viva. Pero para mí perdió toda su credibilidad al decir que no era una rata.
—¿Sólo porque había una rata en la habitación? —señaló Delsa.
—Con eso es suficiente —dijo Jackie.
—¿Tendrá que comparecer?
—A menos que consigan pactar.
—Como siempre —dijo Delsa.
Tomaron la calle Fisher oeste —seguidos de Manny Reyes y los de Delitos Violentos— y localizaron la vivienda de la calle Cadet, a pocas manzanas detrás del Holy Redeemer, una casa de madera con la pintura desconchada y ocho escalones hasta el porche. Manny y sus hombres entrarían por detrás.
La puerta se abrió y allí estaba Connie Fontana, en bata en plena tarde, una mujer de abundante melena roja y cara de pocos amigos; del cuarto de estar llegaban las voces de la tele.
—¿Señora Fontana…? —dijo Jackie, haciendo una pausa por si acaso no fuera ella—. ¿Está su marido en casa? Nos gustaría hablar con él.
—¿De qué? —le espetó Connie.
—Un asunto de la policía —explicó Delsa. Todos mostraron sus placas—. ¿Está Carl en casa?
La mujer tenía una buena cabellera, y Delsa se dijo que estaba implicada. Aunque no sabía por qué. Negó con la cabeza y su pelo pareció centellear.
Dijo que Carl no estaba. Delsa preguntó si sabía dónde encontrarlo y Connie dijo:
—¡Quién sabe dónde está ese inútil comemierda! ¿Qué ha hecho esta vez?
—Nos gustaría pasar, si no tiene inconveniente —intervino Jackie, empujando la puerta y obligando a Connie a retroceder. Delsa y Harris siguieron a Jackie mientras ésta daba las gracias a Connie y se dirigía al cuarto de estar, donde el doctor Phil decía en la tele: «¿Eso te hace sentirte bien? ¿Hablar así con tu hermana…?». Continuaron hasta la cocina por un estrecho pasillo. Delsa vio que Jackie abría la puerta trasera para dar paso a Manny Reyes y otros tres hombres de Delitos Violentos, con chalecos antibalas bajo las chaquetas. Fueron hasta la escalera con sus Glocks y una escopeta. Delsa asintió con la cabeza y los otros subieron al piso de arriba.
—¡Madre mía! —exclamó Connie—. ¿Qué narices ha hecho? Se ha metido en otra pelea, ¿verdad?
El doctor Phil decía: «¿Quieres decir que todo es por su “nariz”?».
Al tiempo que Connie seguía diciendo:
—Es su colega el que se mete en peleas; tiene la lengua muy sucia. Es un tío sucio, en todos los sentidos. Parece que está deseando que lo insulten. Carl intenta impedir la pelea y entonces se ve envuelto. Es bajito pero matón. Hace tiempo que… me extraña que haya vuelto a pelearse.
Delsa intentaba seguir a Connie y al doctor Phil al mismo tiempo. Al parecer la chica que había sacado la nariz de su padre, una chica blanca, tenía celos de su hermana, que había heredado la bonita nariz de la madre. Delsa le dijo a Connie:
—No se trata de una pelea. ¿Cómo se llama su amigo?
—Gene Krupa.
—¿Ése no era un percusionista?
—Quiero decir Art Krupa. Se cree la hostia porque trabajó con la Mafia de Detroit.
—¿Salen mucho los dos juntos?
—Carl pasa más tiempo en casa de Art que aquí. Ya le he dicho que no vuelva, que no pienso seguir haciéndole la comida.
El público de la tele aplaudía al doctor Phil mientras los chicos de Delitos Violentos bajaban las escaleras, Manny negando con la cabeza, y salían por la puerta principal.
—¿Puede decirme dónde vive ese tal Art Krupa? —preguntó Delsa.
—En Hammtrack. Creo que en Yemans.
—¿En qué trabaja?
—Pone ladrillos. Se le da muy bien.
—¿En esta época del año?
—Empezó antes de que llegaran el frío y la nieve.
—¿Cuándo lo vio por última vez?
—Ayer pasó por aquí, me trajo una botella de vodka, de uno muy caro. Le dije que por el mismo dinero podría haberme comprado ocho litros de Popov.
Delsa miró a espaldas de Connie y vio que Jackie se acercaba por el pasillo. Llevaba en la mano una botella de Christiania vacía, sujeta por el cuello con un dedo. Connie los miró a todos y preguntó:
—¿Qué hace? Todavía quedaba un poco…
La pobre mujer parecía desesperada.
—No, me he servido un vaso —dijo Jackie—. La botella me ha parecido preciosa… ¿le importa si me la llevo?
—Colecciona botellas —aclaró Delsa—, de diseño poco corriente. —Le entregó a Connie una de sus tarjetas y dijo—: ¿Haría el favor de llamarme si tiene noticias de Carl? Se lo agradecería. —Puso una mano en la de Connie mientras ella cogía la tarjeta y la leía—. Soy Frank Delsa.
—Esa mujer debería haberme pedido permiso —dijo Connie.
Delsa le apretó la mano y le dijo que se alegraba de haber hablado con ella.
Manny esperaba fuera, junto a los coches.
Mientras se acercaba, Delsa preguntó:
—¿Algo interesante?
—Esto —dijo Manny, tendiéndole una pequeña agenda de piel—. El tío vive como un puto monje.
—Eso no lo creo —dijo Delsa, hojeando la agenda, deteniéndose de vez en cuando.
—No había armas, pero sí una caja de cartuchos del calibre cuarenta.
—Aquí están el nombre y la dirección de Art Krupa.
—Avisaré a la Cuarta —dijo Manny—. Les pediré que vigilen la casa hasta que podamos reunir a unos cuantos hombres.
—Y también el teléfono de Avern Cohn —anunció Delsa.
Aparcaron en la calle donde vivía Art Krupa, en Yemans, en una agradable casita de dos plantas construida en una parcela de mil metros, sin entrada de coches, con pequeñas viseras metálicas verdes y blancas sobre las ventanas, y en el jardín, una estatua de la Virgen María sosteniendo en la mano una fuente, un abrevadero para pájaros.
—¿Este Art Krupa es un sicario religioso? —observó Jackie.
Llamó a Comunicaciones para que le confirmaran la dirección. Figuraba a nombre de Virginia Novak. Jackie marcó el número de teléfono y preguntó por Art. Le dijeron que no estaba en casa.
—¿Es usted Virginia?
—Sí, soy yo —dijo la mujer, con voz apenas audible.
—¿Podría ayudarme, Virginia? ¿Sabe dónde podría localizar a Art?
—¿Quién lo llama, por favor?
—Es del despacho de su abogado —dijo Jackie—. ¿Cree que volverá pronto?
—No tengo la menor idea —respondió Virginia—. Lo siento.
Jackie se despidió diciendo que volvería a llamar y explicó a Harris, sentado al volante del Lumina y a Delsa, en el asiento trasero:
—La Santa Virgen debe ser de ella. Parece un ratoncito asustado.
—Yo también lo parecería, viviendo con un asesino a sueldo —comentó Harris, y volviéndose hacia Delsa preguntó—: ¿Cuánto quieres esperar?
—Ya que estamos aquí, esperaremos lo que haga falta.
—Art podría estar en la casa. Y Carl también —apuntó Jackie.
—Habrá que esperar y ver qué pasa —dijo Delsa—. Sacó el móvil para llamar a Kelly, ansioso por oír su voz.
—He estado intentando localizarte —dijo Kelly.
—He notado el vibrador del teléfono, pero no podía contestar. Estamos en operación de vigilancia, buscando a los asesinos.
—¿Ya sabéis quiénes son?
—Estamos bastante seguros. ¿Cómo estás?
No le importaba que Jackie y Harris lo estuvieran escuchando.
—¿Te conté que tenía que hacer una prueba de vestuario? En Saks. Ya han mostrado la colección varias veces y había que hacer algunos arreglos, asegurarse de que no falta ningún botón y de que las cremalleras funcionan. Hemos tenido que probarnos zapatos y botas… han sacado docenas del treinta y nueve, el cuarenta y el cuarenta y uno. Yo suelo calzar un cuarenta. —Kelly hablaba deprisa—. Había un representante de la colección y éramos treinta chicas para veinte plazas, todas de Detroit. A veces, cuando buscan a un determinado tipo de mujer, con un color de pelo especial, por ejemplo, se traen a un par de chicas de Nueva York. Es la colección de invierno de Chanel. Hay que decidir quién llevará cada modelo en la pasarela hasta un total de ochenta distintos —todo en veinticinco minutos—, por eso la mayoría de las chicas tenemos que cambiarnos cuatro veces. Mañana me tocarán cinco cambios.
—¿Y…? —preguntó Delsa.
—¿Sabes por qué?
—¿Por qué?
—Porque Chanel me sienta de maravilla.
—¿De veras?
—El modelo que más me gusta de este desfile es uno de aspecto ciclista; un traje color burdeos que apenas me cubre el culo, con cadenas de plata en el cuello y las caderas y unas botas de terciopelo preciosas. En plan Harley. Creo que se parará el desfile. Empiezan con trajes de chaqueta y vestidos, el público está sentado, y van pasando a un tipo de ropa más deportivo, este año de esquí y après-ski. También habrá vestidos cortos de cóctel, negros, y para terminar, opulentos trajes de noche. Serán cuatro o cinco apartados, con distintos tipos de luz y de música, para distintos estados de ánimo.
—¿Y andas de esa forma tan rara?
—¿Quieres decir si ando cruzando las piernas? Eso te obliga a caminar erguida, pero yo ando normalmente. Oigo la llamada, salgo y procuro actuar con naturalidad. Si estás entre el público, te buscaré y te enviaré una sonrisa. La gente te mirará y querrá saber quién eres, si eres mi amante.
—Sí, claro —dijo Delsa.
Delsa oyó que Jackie le decía a Harris:
—¿Has visto qué conversador?
—Te llamaré más tarde.
—Voy a salir esta noche.
Delsa se quedó cortado. No sabía qué decir.
—Tengo una cita, pero si notas que te vibran los pantalones, Frank, contesta. Puede que necesite llamarte.
Delsa estuvo lo menos diez o quince minutos preguntándose qué quiso decir Kelly con eso de «puede que necesite llamarte». Siempre se la imaginaba sola. Tuvo que pararse a pensar que Kelly conocía a gente, tenía amigos, una vida de la que él apenas sabía nada. Se preguntó si se refería a una cita formal, con algún tío que la había llamado para invitarla a salir. No con el hijo de mamá que dejaba la ropa por ahí tirada. Se preguntó si habría vivido con él. Podía preguntarle si era prostituta, pero no si había vivido con el tío que dejaba la ropa tirada por todas partes. ¿Por qué podía necesitarlo si tenía una cita con alguien a quien conocía? No, lo que Kelly había dicho era: «Puede que tenga que llamarte».
Sonó el teléfono de Delsa. Era Jerome.
—Estoy esperando a que vengan a recogerme. Vamos a Pontiac, a registrar un sitio donde la madre de Tenisha dice que quizá podríamos encontrarlo. Me acercaré todo lo posible y veré si Orlando está allí. Te llamaré. Llevo dos horas intentando localizarte, tío.
—¿Con quién estás?
—¿No te lo he dicho? ¡Mierda! Dos polis están trabajando conmigo, por si se pone bruto en la calle. Dicen que estaban de vacaciones. Acaban de volver y están a la espera de que les asignen un servicio. Un par de detectives de mediana edad, en mala forma física.
—¿Te han enseñado sus placas?
—No hacía falta. Llevan escrito en la frente que son polis. ¿Entiendes lo que digo? Cómo se visten, cómo hablan… Pero, tío, pregunta que hacen, respuesta que reciben. Uno de ellos le puso la pipa en la cara a Jo-Jo.
Delsa lo interrumpió.
—¿Van armados? ¿Qué armas llevan?
—De nueve milímetros, como Berettas. ¿El que le preguntó a Jo-Jo dónde estaba Orlando? Jo-Jo dijo que no lo sabía y el otro disparó muy cerca de su oreja, pum. El tío empezó a gritar, porque se había quedado sordo.
—Esos dos no son policías —dijo Delsa—. Esos tíos te van a meter en un lío, Jerome. Aléjate de ellos.
—Jo-Jo dice que cree que Orlando se ha largado a Mississippi o algún lugar cercano. Fue la madre de Tenisha quien nos habló de Jo-Jo. La tía está muy buena para su edad, a punto de cumplir los cuarenta. Me entraron ganas de quitarle las bragas.
—Jerome —repitió Delsa—. Esos tíos no son policías. Tienen pinta de cazadores de recompensas y te están utilizando para acercarse.
—Eso ya lo sé. Quería saber si tú también lo sabías.
—Dime cómo se llaman, qué aspecto tienen, qué coche conducen y haré que los detengan…
—¿Jerome…?
Se había largado.