Veinte

Carl preguntó por el número de habitación de Montez Taylor. El empleado, tras la mampara de cristal blindado, comprobó su registro y dijo que allí no había nadie con ese nombre.

—¿Has oído eso? —le preguntó Carl a Art.

Art miraba hacia la entrada del motel, en forma de L, el Tahoe de Carl y varios coches aparcados. Se volvió diciendo:

—Maldito mamón. —El recepcionista, un negro de considerable envergadura, preguntó si hablaba con él. Art dijo:

—No, Sambo. No hablaba contigo. Hablaba con mi colega.

Salieron de allí, fueron hacia el río por Woodward Avenue y tomaron luego la Jefferson este hasta la residencia de Paradiso en Iroquois. Carl entró en la avenida del jardín y subió hasta la puerta principal.

—Siguen sin arreglar el cristal —comentó Art—. No les lleva más de cinco putos minutos.

—A lo mejor no es fácil de encontrar al ser de color, y han tenido que encargarlo. Ya sabes que era rosa. ¿No te resulta raro entrar ahí? —dijo Carl.

—¿En la casa? No me resulta nada.

Lloyd abrió la puerta, con su camisa blanca un par de tallas más grandes, bien holgada alrededor del cuello. Supo al momento quiénes eran los dos memos y le sorprendió. ¿Desde cuándo los asesinos a sueldo volvían a la escena del crimen?

—¿Sí…? —dijo.

El que Lloyd creyó que era Carl Fontana, el más bajo de los dos, dijo:

—¿Dónde está Montez?

—Puede que esté en su habitación. ¿Quieren que lo compruebe? —Lloyd se apartó a un lado y los dos hombres entraron. El otro, el del pelo gris peinado hacia atrás, debía de ser Art Krupa. Lloyd había conocido a un montón de tipos como ellos en Jackson, donde seguramente se convirtieron en criminales, si es que no lo eran antes. Avern le había hablado de esos dos mientras tomaban martinis, de sus negros y sus polacos; y Montez, bebiendo Rémy al tiempo que se metía unas rayas, le había dicho sus nombres. Era asombroso cómo se iban de la lengua los delincuentes y luego se sorprendían cuando los trincaban.

Carl Fontana dijo:

—Sí, ve a buscarlo. —Siguieron a Lloyd hasta la cocina, donde usó el teléfono interno para llamar. Lloyd dijo:

—Aquí hay dos caballeros que preguntan por ti.

Montez soltó un ¡mierda! y quiso saber si eran polis. Lloyd cubrió el auricular con la mano para decirle a Carl:

—Pregunta si son ustedes policías.

—Dile que somos los tíos con los que debía reunirse en el motel y que estamos cabreados —dijo Carl.

Lloyd volvió al teléfono:

—No, son los tíos con los que debías reunirte. Están enfadados. —Montez soltó otro ¡mierda! y dijo que enseguida iba. Lloyd colgó el teléfono mural, anunciando—: Ahora mismo viene. Les pide disculpas por no haber acudido; se ha quedado dormido. —Lloyd frunció luego el ceño y explicó—: Lo está pasando mal, por lo que le ocurrió a Mr. Paradise. Supongo que lo habrán visto en las noticias.

—¿Dónde está? —preguntó Art Krupa, en tono impaciente.

—En su habitación, encima del garaje.

Art se volvió hacia la rinconera con ventanas desde donde se veía el garaje en el jardín, una construcción con tres puertas.

—Por fin empieza a hacer buen tiempo, ¿verdad? —comentó Lloyd.

—¿Sabes quiénes somos? —preguntó Carl.

—Supongo que sois amigos de Montez.

—Y tú eres amigo de Avern Cohn.

—¿El abogado? Sí, lo conozco.

—¿Te ha defendido alguna vez?

—Hace mucho tiempo.

—¿Qué habías hecho?

—¡Joder! Un par de atracos.

—¿Has disparado a alguien alguna vez?

¡Joder cómo le entraba el tío! Se moría de ganas de decirle quién era. Daba la impresión de que tenía algo en mente.

—No, nunca tuve la oportunidad —dijo Lloyd—. Creo que no había nadie a quien tuviese demasiadas ganas de cargarme. Salvo uno.

—Pero estuviste en prisión.

—Nueve años.

Art, que no se había apartado de las ventanas, dijo:

—¿Qué cojones pasa, viene o no viene?

—Avern te pidió que vigilaras a Montez, ¿no es cierto? —preguntó Carl.

—¿Que lo vigilara?

—Para contarle en qué andaba metido.

—¿El señor Cohn te ha dicho eso?

—Al fin se ha decidido a aparecer —anunció Art. Y se acercó hasta la puerta abierta.

—No me sorprendería que estemos del mismo lado —le dijo Carl a Lloyd.

Montez entró en la cocina con un jersey blanco de cuello alto que le cubría el trasero, parte de su nueva imagen, lejos ya de su traje de ejecutivo. Nada más entrar dijo:

—Lloyd, déjanos solos, tío.

Esto fue lo último que Lloyd oyó. Montez cerró la puerta, dispuesto a interpretar su papel. Lloyd pensó que no pasaría nada. Los tíos querían cobrar. Montez no tenía el dinero, pero sí algo con lo que podría conseguirlo. Había recogido el certificado de valores esa misma mañana. Ahora tenía que conseguir que Kelly lo vendiese.

Pero ¿qué había querido decir Carl Fontana con eso de si estaban del mismo lado? Lloyd se imaginó que el padre de Carl era de Tennessee o cualquier lugar por el estilo donde todos los blancos se ganaban la vida en una fábrica de automóviles. Pensaba que el chaval que lo delató y le hizo estar nueve años en prisión era listo, pero Carl Fontana no le pareció listo. ¿O sí? Lloyd había sido lo suficientemente listo para escuchar a Avern mientras le explicaba cuál era la situación, tomando martinis. En una ocasión, el abogado incluso llegó a comentar que ojalá esos dos no la cagasen y se convirtieran en los delincuentes más imbéciles de su lista. Lloyd estuvo a punto de decirle a Avern: «¿Y qué te pasaría a ti si la cagan, si los trincan?» Pero no lo hizo, porque no creía que Avern siquiera se hubiera parado a preguntárselo. Eso le llevó a pensar si no sería Avern el número 1 en la lista de imbéciles.

Lloyd se encontraba en el office, donde guardaban la cristalería y la porcelana, dieciséis servicios que no le importaría llevar a DuMouchelle para venderlos. ¿Qué más? Los cuadros los dejaría. A Allegra le habían gustado y a Lloyd le caía bien Allegra. Allegra le contó que John quería mudarse a California para producir vino, y a ella le parecía muy arriesgado. Y Lloyd le dijo: «Ve con tu marido, guapa.» Pensaba que un hombre capaz de hacer correrse a un toro para vender su semen podía conseguir lo que se propusiera.

La puerta se abrió. Art salió de la cocina y se quedó mirando a Lloyd. Lloyd oyó a Montez en la cocina, diciendo: «No os preocupéis por la policía, quedaos todo el tiempo que queráis. Pondré un poco de doo-woop[1]».

Entonces, el otro, Carl Fontana, cogió a Art del brazo y tiró de él. Montez salió de la cocina y se acercó a Lloyd.

—¿Has oído algo?

—Ni una palabra.

—Tú nunca oyes nada ni hablas de lo que no has oído, ¿verdad?

—¿Con el marrón que tienes encima te preocupas por mí?