Diecinueve

Delsa no estaba preocupado por Montez. Sabía que, en cuanto pudiera echarle el guante, Montez tendría que pactar y delataría a los dos blancos. No. Lo que le preocupaba era Kelly Barr. No podía dejar de pensar en ella, no podía evitarlo, y tampoco podía contárselo a nadie. Jackie Michaels se quedaría estupefacta.

—¿La conoces desde hace sólo tres días y te has enamorado? Cariño, tú lo que necesitas es echar un polvo.

Delsa no quería echar un polvo.

Quería a Kelly.

Por cómo lo miraba mientras fumaba su Slim. Por su expresión confiada en las fotos en ropa interior, el tanga de cordón y el tanga de talle bajo, y el modo de cruzar los brazos para cubrirse los senos.

Le costaba cada vez más tratarla como a una testigo. Era temprano y la casa estaba en silencio. Tumbado en la cama, buscaba una razón para llamarla.

Un poco más tarde, en su despacho, marcó su número de teléfono. Había algo que de verdad le preocupaba un poco y quería hablar con Kelly.

Wendell Robinson entró en la sala de la brigada y se acercó a la mesa de Delsa justo cuando Kelly respondía al teléfono.

—Oye, ahora te llamo. Soy Frank Delsa.

—Sé quién eres —dijo Kelly.

—Ahora mismo te llamo.

Kelly se mostró de acuerdo.

Delsa colgó el teléfono y Wendell dijo:

—¿Te acuerdas del tío que recibió trece disparos? Tuve que poner el caso en manos de la Cuarta cuando te quedaste sin gente. Han identificado a la víctima como Henry Mendez. Su nombre de guerra es «Gordo» —explicó Wendell—. Un puertorriqueño de veinte años que no le caía demasiado bien a nadie, pero tenía un Cutlass del 94 con unas llantas muy chulas. El mes pasado, el Gordo y tres colegas asaltaron un comercio en Springwells. Hubo un tiroteo y el encargado y el empleado se escondieron detrás del mostrador; nadie resultó herido. El Gordo, según supimos más tarde, se quedó esperando en el coche. Al día siguiente estaba muerto, con trece balas en el cuerpo.

—Sí, lo vi tirado en la hierba del cementerio —dijo Delsa—. Fue hace tres semanas.

—Exacto, y hace un par de días —continuó Wendell— se identificó a los tres chicos blancos que participaron en el atraco, y fueron detenidos. Wayne y Kenny, los dos de veinte, y Toody, de dieciocho. Todos fichados, con antecedentes por agresión sexual, atraco y tráfico de armas. Toody quería progresar, es el más listo y se sentía capaz de hacer algo más, pidió que le dejaran participar en un atraco a mano armada. Asegura que se limitó a esperar en el coche con el Gordo. Dice que quien mató al gordo fue Wayne. Al Gordo no le gustó cómo salió el trabajo y Wayne temió que se fuera de la lengua.

—¿Quién lleva el caso?

—Eleanor Marsh. Conoces a Eleanor, una mujer alta y guapa, blanca. Pasó de Vicio a la Cuarta hará cosa de un año. Trabajará contigo en esto. Jackie le ha pedido que se coordine con los del laboratorio en el caso de Paradiso y la chica.

—Sí, Jackie ya me lo había dicho.

—Una mujer guapa —repitió Wendell—. Sé que cuando trabajaba en Vicio salía a la calle con un vestidito mínimo y unas botas blancas para abordar a los tíos.

—Eleanor y Maureen eran buenas amigas —dijo Delsa—. Venía por casa de vez en cuando.

—El caso es que Eleanor creyó a Toody y pidió a Kenny que le contara qué se traía el Gordo entre manos, a cambio de rebajar los cargos por el atraco. Kenny aceptó sin dudarlo un momento. Dijo que se acercaron al cementerio en busca de algún colgado para que el Gordo demostrara que era capaz de cargárselo. Pero Wayne le dijo a Kenny que le diese el arma a Toody, una Ruger. Kenny es el encargado de las armas. Las consigue por distintas vías; a veces las roba y luego las vende. Wayne le dijo a Toody que se cepillara al Gordo, pero Toody no quiso. Toody le dio el arma a Wayne y éste vació el cargador sobre el Gordo: le metió siete tiros en la cabeza y seis en el cuerpo. Ahora estamos interrogando a Wayne. Eleanor le ha preguntado dónde estaba esa noche. Había ido a ver a su novia a Clawson. La llevó a cenar al National Coney, en la Quince con Crooks. Wayne no se mueve de ahí, a pesar de que sus huellas están en la Ruger y por todo el coche, el Cutlass.

Delsa deseaba que Wendell terminase pronto.

—Ese abogado carcelario, un tal Dominic, ha ido a hablar con Eleanor. Está en la Cuarta Noreste, con Wayne y los otros chicos. Dice que Wayne fue a pedirle asesoramiento legal. Le contó que le había metido trece balas al Gordo, que no paró de disparar, aunque ya sabía que estaba muerto. Quería que Dominic le explicara si podía hacerse pasar por loco para presentar su defensa como un caso de enfermedad mental. —Wendell sacudió la cabeza—. Nunca piensan antes de disparar. Sólo se les ocurre cuando ya no tiene remedio. —Dio media vuelta, pero se detuvo antes de salir—. Eleanor vendrá a verte. Tiene algo muy interesante de Balística.

Luego salió del despacho.

Delsa marcó el número de Kelly. Esta vez tuvo que esperar un poco para oír su voz.

—Siento haber tenido que colgar.

—No importa. Trabajo mañana por la noche. Hay un espectáculo de moda en el DIA, el Instituto de las Artes. Si quieres venir conmigo tendrás que ponerte esmoquin.

—Quería pasar por ahí para recoger el carnet de conducir de Chloe.

Hubo un silencio.

—¿Lo tengo yo?

—Te lo di cuando salíamos de la escena.

—¿La escena…? ¿Te refieres a la casa de Paradiso?

—Lo guardaste en el bolsillo del abrigo.

—Estaba a punto de salir. Tengo que pasar por Saks para una prueba de vestuario.

—¿Cuándo podría recogerlo?

—Déjame ver si lo tengo.

Se abrió la puerta de la sala de la brigada y Wendell entró de nuevo, acompañado esta vez de Eleanor. Eleanor le sonreía y Wendell iba diciendo:

—Quería decirte que…

Delsa oyó la voz de Kelly.

—¿Frank?

Levantó la mano hacia Wendell y le dijo a Kelly.

—Lo siento, tengo que colgar.

Esta vez, mientras Delsa dejaba el teléfono, Wendell dijo:

—¿Te acuerdas del tío al que dispararon en San Antonio, dentro del SUV?

—Fue el año pasado —asintió Delsa—, justo antes de Navidad. —Miró a Eleanor Marchs, que observaba la sala vacía. Jackie y Harris habían salido. Wendell estaba en lo cierto con respecto a Eleanor. Era una morena alta y atractiva, con un traje de chaqueta negro y una falda bastante corta.

—Recuerdo que no pudimos aclarar nada. No había testigos.

—Te diré cómo fue —dijo Wendell—. Dos chicos pasaban por allí. Uno de ellos es Maurice Miller. Vieron al hombre dentro del coche, llamando por teléfono. ¿Te gustan las ironías? Si no se hubiera parado para usar el móvil hoy estaría vivo. Los chicos echaron a correr y giraron en la esquina, en dirección a casa de Maurice. Volvieron con una del nueve y Maurice le pegó un tiro en la cabeza al hombre que estaba en el coche. Su intención era robar el coche, pero se quedó hecho un asco, salpicado de sangre y de sesos, el pelo del tío pegado a las ventanillas. Y entonces ya no les gustaba.

Delsa prestó atención, intuyendo que la historia sería de las buenas.

—Juanita Miller volvió ayer a su casa después del trabajo. Encontró a su hermano Maurice comiendo cerdo con judías directamente de una lata, encima del fregadero. Y se enfadó mucho. Había comprado esa lata de cerdo ahumado con judías para ella, no para el vago de su hermano. Empezó a gritar y le ordenó que fuera a comprar una lata inmediatamente. El vago de su hermano la mandó a tomar por culo. Y…

Eleanor sonreía, a la espera del desenlace.

—Juanita llama a Homicidios directamente, sin pasar por centralita. ¿Sabes por qué tenía el número directo? Porque una vez fuimos a preguntar por Maurice y le dejamos una tarjeta. Dice que Maurice es quien mató al tío de San Antonio el año pasado, el del SUV. Le preguntan si sabe dónde está el arma. Cree que está escondida en la casa. Le preguntan si sabe dónde está Maurice. Y Juanita dice: «En la cocina, comiéndose mis putas judías…».

Eleanor soltó una carcajada y Delsa dijo:

—Ya sabes lo que suele decir Jackie en estos casos.

—¿Lo de dar gracias a Dios por lo imbéciles que son? ¿Eso?

—Eso.

—También quería decirte —continuó Wendell— que esta mañana he llamado a Avern Cohn. Creo que lo conozco desde que soy adulto. No puedes fiarte de él; habla con los dos lados de la boca al mismo tiempo, pero consigue buenos tratos para sus clientes. Le he preguntado si representaba a Montez Taylor. Y me dice: «¡Vaya! ¿En qué se ha metido esta vez?». Como si no estuviera al corriente de la muerte de Paradiso. Le he dicho que Montez sacó ayer su tarjeta y me amenazó con ella. Que si no le dejo en paz llamará a Avern para que le salve el culo. Y le he dicho que le aconseje a Montez que nos cuente una historia más interesante, que no se haga el santo con nosotros. Y que tendría ocasión de conseguir uno de sus famosos tratos. Creo que eso le ha gustado.

Delsa escuchaba atentamente.

—¿Y qué te ha dicho?

—Se ha hecho el sueco, como si no supiera de qué le estaba hablando. Y eso a Avern no le resulta nada fácil, habida cuenta de la alta opinión que tiene de sí mismo. Pero creo que sé lo que va a pasar. Montez nos dirá quiénes entraron en la casa, a cambio de veinticinco años de su vida. Para cuando saliera tendría sesenta años. Te dejo con Eleanor, Frank —concluyó Wendell, saliendo del despacho.

Delsa miró a Eleanor, que estaba de pie junto a su mesa con una carpeta en la mano, preparada para trabajar.

—No te lo vas a creer, Frank —dijo Eleanor.

Casi estuvo a punto de pedirle que esperase un momento, que le dejase hacer una llamada primero. Pero Eleanor parecía ansiosa por contarle eso que él no iba a creerse, y Delsa accedió:

—Sabes que si eres tú quien me lo cuenta, Eleanor, me lo creeré. Siéntate.

Eleanor tomó asiento, se deslizó en la silla hacia un costado de la mesa para situarse frente a Delsa y se ajustó un poco la falda, sin cubrir demasiado los muslos. Dejó la carpeta encima de la mesa y sacó de ella las declaraciones de los testigos, las peticiones de análisis de laboratorio con el sello de BALÍSTICA y las opiniones de informes post mórtem de los patólogos.

—Estuve en Balística por el caso de Paradiso y de la chica, Chloe. Lo primero que me dijeron es que se emplearon dos armas distintas, las dos de nueve milímetros.

—¿Qué tal te trataron?

—¿Los de Balística? Mejor que si se la hubiera mamado. Es una broma. Están casi seguros de que el arma que mató a Paradiso es una Smith & Wesson. En el caso de la chica se inclinan por una Sig Sauer. Por el tipo de muescas y ranuras y por la trayectoria de la bala, ya sabes. En Vicio no nos ocupábamos de esas cosas. El caso es que luego cotejaron las balas en el I-BIS, que no tengo ni idea de qué significa.

—Creo que es algo así como Identificación Balística… no, Sistema de Interpretación Balística —dijo Delsa—. Consiste en comparar nuestras balas con las de otros tiroteos. ¿Han encontrado alguna coincidencia?

—¿Te acuerdas del tío al que le pegaron trece tiros?

—Si eso es lo que no me iba a creer —dijo Delsa—, no me lo creo. Wendell acaba de contar que al Gordo lo mataron con una Ruger.

—Eso ya lo sé. Si menciono al Gordo es porque participó en un atraco en Springwells un día antes de que lo mataran. Durante el atraco hubo un tiroteo. Han comparado en el I-BIS las balas que sacaron de la pared y están casi seguros de que son del arma que mató al Gordo. —Eleanor sacudió la cabeza—. Las de la pared eran de una Smith & Wesson. Luego fui a preguntar por las balas de Paradiso. Las compararon con las de la pared y son idénticas.

Delsa se detuvo a pensar un momento.

—Esos chicos no han podido cargarse a Paradiso.

—No, ya estaban detenidos. Pero ¿recuerdas que Wendell ha dicho que Kenny vendía las armas que robaba? Fui a la Cuarta Noreste para preguntarle qué había hecho con la Smith, puesto que no estaba en su apartamento. Estábamos en la sala de interrogatorios, separados por el cristal. Y Kenny me dice: «Te lo digo si me enseñas las tetas.» ¡Joder! No había oído eso desde Pine Knob, para entrar en los camerinos.

Delsa no hizo comentarios.

—Yo le contesté: «¿No te da vergüenza, majadero? Tengo edad para ser tu madre. Si no me dices qué has hecho con el arma, no habrá trato por el robo». Entonces me dijo que se la vendió a un tío. ¿A quién? A un blanco con el que se topó en el Paychecks’s Lounge de Hamtramck. Le dio a Kenny cuarenta y cinco pavos y le quitó el arma de las manos. Le pregunté si el tío se le había acercado así, sin más, para preguntarle si por casualidad podía venderle un arma. En realidad le había llamado antes por teléfono y Kenny le dijo que lo esperaría allí. Le pregunté cómo sabía el otro que él vendía armas. Dijo que se habría enterado por alguien. El tipo ya había estado una vez en casa de Kenny, pero no encontró nada que le gustase.

—¿Iba solo?

—He estado leyendo tu informe, Frank, y he visto que Kelly Barr dice en su declaración que vio a dos tíos blancos. Por eso le pregunté a Kenny si ese hombre iba acompañado. Resultó que sí y que Kenny le vendió una Sig Sauer cuando estuvieron en su casa. Luego, cuando el otro le llamó, Kenny tenía la Smith y se vieron en Paychecks’s.

Eleanor esperaba que Delsa hiciera la pregunta clave.

Pero Delsa no la hizo. Quería saber si los de Balística habían encontrado más coincidencias.

—Una —dijo Eleanor—, pero no fue un homicidio. Un tío al que dispararon dentro del coche en Gratiot. Tuve que ir a la Novena para conseguir el informe. Lo tengo aquí —añadió, rebuscando entre sus papeles—, en alguna parte. Santonio Davis, negro, de cuarenta y un años, un conocido traficante de drogas. Iba en coche por Gratiot a media tarde y dos blancos empezaron a dispararle desde un coche. Santonio intentó escapar entre el tráfico, circulando a noventa, se llevó un coche por delante, dio un volantazo al llegar al final de Gratiot y recibió un disparo de una semiautomática. Santonio está bien. Ha declarado a la policía que alguien intentó matarlo. Los de Balística sacaron las balas de los asientos y del salpicadero del coche, las compararon en el I-BIS y creen que podrían coincidir con las de las armas usadas en el caso Paradiso, la Smith y la Sig.

—Estás a punto de cerrar el caso —dijo Delsa.

—Mientras tú sigues trabajando con Kelly.

—He hecho algunos progresos.

—Eso seguro.

—Tiene miedo de Montez. Me va contando la historia poco a poco. Estoy redactando una nueva declaración.

—Te está engañando, Frank.

—Cree que es más lista que yo.

—Y puede que lo sea. ¿Le has dicho eso de que es una testigo y tienes que guardar las distancias?

—Le he dicho que no hay nada más grave que un homicidio.

—Sí, pero no te importa tontear un poco con ella. Te conozco, Frank. ¿Cómo es que no me has llamado?

Eleanor lo miró entonces como lo miraba desde el día del funeral de Maureen.

—Porque esa vez me dejaste hecho polvo.

Frank fue a cenar un sábado a casa de Eleanor y no salió de allí hasta el domingo por la noche.

—No quiero volver a casarme, Frank. Sólo pretendo divertirme un poco —dijo Eleanor—. Mientras que tú andas por ahí con Kelly Barr yo estoy buscando a dos hombres blancos que se dedican a matar gente. He localizado a tres en la base de datos de Case Trax. El primero es un hombre negro de treinta y siete años que estaba comiendo en Baby Sister’s Kitchen.

—Ray Jacks —dijo Delsa—, el pasado noviembre.

—Entraron dos tíos. La camarera, según los archivos policiales, dijo que eran de mediana edad y con pinta de trabajadores. Le preguntaron a Ray si era Ray Jacks. Él dijo: «¿En qué puedo ayudarles?» Lo reventaron y de paso se cargaron también a su guardaespaldas.

—Era un caso de la Cuarta —asintió Delsa—. Recuerdo que me pareció que sería fácil. ¿Dos tiradores blancos en esta ciudad?

—El otro fue para la Sexta Brigada, el verano pasado. Columbus Fletcher, negro, cuarenta y dos años, estaba en su local favorito, el Brass Key de Livernois, un club de striptease. Un chico entró y le dijo a Columbus que alguien le había dado un golpe a su coche en el aparcamiento y le había hecho un buen abollón en la parte trasera. Columbus salió corriendo, los dos tipos lo estaban esperando. Le pegaron cuatro tiros. Blancos, con pinta de trabajadores. ¿Te acuerdas de ése? —preguntó Eleanor.

—¿De Columbus Fletcher? Me acuerdo de todos.

—Pero no los has investigado.

—¿No lo estás haciendo tú?

Eleanor le habló entonces de un negro de cuarenta y un años, Andre Perry, que abrió la puerta de su casa en Bethune, detrás del Fisher Building, a dos hombres blancos que preguntaban por él. Lo mataron. La mujer de Andre los describió como de mediana edad y «aspecto corriente».

—¿Te acuerdas de Andre? —preguntó Eleanor.

Delsa asintió con la cabeza.

—Era un camello. Todos eran camellos, menos el señor Paradiso.

Delsa volvió a asentir.

—El último y el más antiguo lo saqué de Casos Abiertos. Ocurrió el año antepasado. Sahir Nasiriyah, un árabe que regentaba una estación de servicio de la BP, en la esquina de West Grand con Jeffries. Vendía combustible, bocadillos, patatas fritas, palomitas, juguetes, hierba y cocaína. Llegaron dos tíos con pasamontañas, preguntaron por Sahir, le dispararon y robaron el local. El hijo del árabe, George, que estaba haciendo cuentas, dio por hecho que eran negros, hasta que uno de ellos le quitó los papeles de las manos, literalmente con «las manos de un hombre blanco y algo mayor que lleva toda la vida trabajando con esas manos». George afirmó que eran de mediana estatura, sin nada en su aspecto o en su indumentaria que llamara la atención. Si son los mismos —dijo Eleanor—, ésa fue la única vez que usaron máscaras o robaron.

—¿Qué tienen en común todos ellos? —preguntó Delsa—. Que antes de disparar llaman al tío por su nombre. En todos los casos se aseguran de no equivocarse. Son profesionales, asesinos a sueldo. Alguien ha pagado a esos dos.

Eleanor asintió.

—Y en dos ocasiones usaron las mismas armas. No ha habido más coincidencias. La Smith y la Sig.

—Y eso nos lleva de nuevo a Kenny. Hay algo que quería saber. Dices que el tío que compró la Smith llamó a Kenny por teléfono…

—Estaba esperando que lo preguntaras. Kenny tiene identificador de llamadas entrantes y hemos conseguido una orden para registrar su casa. Todo coincide con el caso del Gordo. ¿Quieres saber quién lo llamó hace tres semanas?

—No me importaría —dijo Delsa.

Le gustaba cómo lo estaba haciendo Eleanor. La miró mientras ella buscaba entre sus papeles. Sacó un listado con nombres y números de teléfono y se lo pasó, diciendo:

—Todos los que hemos comprobado son colegas y amigas de colegas.

Delsa miró la lista a la luz del sol que entraba por la ventana sucia, a ocho grados en el exterior y con expectativas de alcanzar los diez por la tarde; la primavera llegaba despacio.

—¿Quién es la del signo de interrogación, Connie Fontana?

—Alguna mujer. La he llamado. «Hola, ¿eres Connie? Llamo para devolver la llamada, de parte de Kenny.» Me dice: «Carl no está en casa». Y cuelga.

—Carl Fontana —dijo Delsa.

—¿Sabes quién es?

—No, pero apuesto a que tiene antecedentes —respondió Delsa, sonriendo a Eleanor—. ¿Has hecho todo esto en dos días?

—¿Te parece difícil?

En cuanto Eleanor salió por la puerta, Delsa marcó el número de Kelly. Esta vez la voz de Kelly dijo: «Deja un mensaje». Delsa le pidió que lo llamara; seguía necesitando ese carnet de conducir.

Richard Harris entró diciendo:

—Montez tiene una cuenta corriente en Comerica, en la sucursal de Jefferson Este. Esta mañana abrió su caja de seguridad. No lo pillé por poco. Fui a la casa y no lo encontré allí. Lloyd estaba empaquetando, guardando ropa en cajas. No sabía dónde estaba Montez. ¿A Lloyd lo necesitamos?

—Jackie cree que está limpio. A lo mejor se va con él a Puerto Rico.

—Me estás tomando el pelo.

—Es lo que dijo ella.

—¿Tú con quién te irías, con Kelly Barr?

—Lo estoy pensando.

—Soñando —dijo Harris.

Eleanor Marsh volvió con una copia de los antecedentes de Carl Fontana, su dirección y su número de teléfono.

—Es el mismo número al que llamé. ¿Quieres venir conmigo?

Delsa echó un vistazo al expediente. Condena por agresión, sesenta días, noventa días, varios apercibimientos por escándalo doméstico; cuarenta y dos meses en Jackson por disparar a un tío con una escopeta de cazar ciervos. Salió de allí hacía casi dos años. El tiempo suficiente para dedicarse a matar a camellos negros y al Sr. Paradiso.

—No. Pero me gustaría que averigües quién lo defendió por homicidio.

Eleanor pareció sorprendida.

—¿Por qué?

Y Delsa tuvo que pararse a pensarlo.

—No sé. Tengo curiosidad. ¿Podrías hacerme ese favor? —dijo, devolviéndole la copia.

Eleanor se marchó y minutos después llegó Manny Reyes, de Delitos Violentos. Manny estuvo un rato hablando con Harris y luego pasó con él a saludar a Delsa, diciendo:

—¿Verdad que hace buen tiempo? Creo que el invierno ha terminado, tío.

Y añadiendo:

—Tenías razón en lo del triple de Orlando. El tío al que cortaron con la sierra se llama Zorro; los tres estaban en la banda de Dinero en Metálico. Tenisha, la novia de Orlando, ¿te dijo que el que pasó esa noche por el motel era mexicano? Pertenecía a otra banda llamada los Dorados. Querían acabar con los de Dinero en Metálico, pero no lo hicieron bien, tío.

»He estado hablando con el Chino, el jefe de los tíos a los que se cargaron. Le he dicho: «No hagas tonterías, tío. Hay tres coches dando vueltas, vigilándote». Dice que no me preocupe, que ya ha tomado medidas. He hablado con varios de sus hombres en distintos bares del barrio. Nadie quiere decir nada. Tienen miedo del Chino. Al tío con el que estuve en el Holy Redeemer le temblaba la cabeza; bebió hasta emborracharse. Cuando cerraron, le dije: «Te llevaré a casa». Lo subo al coche y empiezo a hacerle preguntas sobre el Chino, en qué anda metido. Me dice que el Chino enganchó a dos tíos de los Dorados, la banda pequeña que quiere ser más grande. Los tiró al suelo, con la cabeza colgando sobre el bordillo de la acera, y le preguntó a uno quién había descuartizado al Zorro y se había cargado a sus tres hombres. El otro dijo que no lo sabía. El Chino le dio una patada en la cara con la bota. El que me lo contó dice que se oyó un chasquido. El otro dijo entonces que los Dorados le encargaron el trabajo a Orlando a cambio de una buena cantidad de hierba. Orlando no quería hacerlo, pero le obligaron.

—¿Y qué le pasó a ése, al que se lo dijo?

—El Chino le pisoteó la cara.

—¿Están los dos muertos?

Manny se encogió de hombros.

—Han desaparecido.

—Sin cadáver no hay caso —terció Harris.

—Volví a hablar con el Chino —dijo Manny—. Le dije: «Tío, no se te ocurra ir detrás de Orlando». Me dijo lo mismo que antes. Que ya había tomado medidas.

—¿Y eso qué quiere decir? —preguntó Harris.

—Que tiene a alguien tras la pista de Orlando.

—¿Que ha contratado a alguien? —preguntó Delsa.

—Podría ser, seguro, ¿por qué no? Hay una recompensa por medio.

—¿Quieres hacer el favor de buscar a unos cuantos hombres? —propuso Delsa—. Vamos a necesitar refuerzos.

—Claro, ¿adónde vas?

—A ver si podemos pillar a Carl Fontana.