Lloyd, con una almidonada camisa blanca por encima de los pantalones, abrió la puerta y se encontró con Jackie Michaels, que vestía su anorak, su bufanda estampada en tonos rojos y su pelo bien peinado, sin temores esta mañana, con aspecto de estar tranquila.
—¿Y ahora qué quieres?
Jackie dejó de mirar el trozo de cartón que cubría el hueco del cristal roto para mirar a Lloyd.
—¿Es que no piensas arreglar esto?
—Antes quiero saber quién va a pagarlo —respondió Lloyd. Se quedó observando a Jackie y dijo—: ¿Verdad que no tengo obligación de dejarte pasar?
—Esto sigue siendo el escenario de un crimen —dijo Jackie—. Puedo entrar si lo deseo, aunque prefiero que lo decidas tú.
—Tienes un tono de voz distinto esta mañana —observó Lloyd—. Pasa y veamos si te sirve de algo conmigo.
La condujo a través del comedor y el office hasta la cocina, que era más grande que el cuarto de estar de Jackie y estaba equipada como la de un restaurante, los cacharros colgados sobre la mesa de trabajo, mientras Lloyd le informaba de que el señor Tony hijo acababa de marcharse poco antes.
—Ha venido con su hija Allegra; una chica muy educada. Se quedó mirando esos cuadros antiguos del vestíbulo y comentó que pediría a alguien de DuMouchelle que viniera a echarles un vistazo. Le pregunté a su padre quién pagaba el cristal roto.
Jackie se fijó en la botella de Rémy, la tetera y las tazas encima de la mesa.
—Dijo que se encargaría de avisar a alguien. Le dije que avisar también podía hacerlo yo, pero cómo pagaba. Le pedí un poco de dinero hasta el momento de irme a Puerto Rico.
—¿Tienes familia allí? —preguntó Jackie.
—Sí, un montón de primos que todavía viven. Tony hijo sacó un montón de billetes; lleva un traje de tres mil dólares y un buen fajo encima. Me preguntó si me bastaba con un par de cientos. Le dije que con eso no llegaba para arreglar el váter. Le pedí mil quinientos y me dio mil. Pero cuando fui a cogerlos…
—Los sujetó con fuerza —dijo Jackie— mientras tú tirabas de ellos. Mi padre hacía lo mismo.
—¿Aún vive?
—No, murió joven. Ahora tendría más o menos tu edad, ¿sesenta?
Lloyd sonrió, mostrando sus dientes de oro.
—Sabes cuántos años tengo. Seguro que has revisado mi expediente más de una vez, ¿no es así? Y te has preguntado: ¿tendrá algo que ver en este asunto ese viejales de setenta y un años? Apuesto a que crees que lo sabes todo sobre mí, mis cuentas pendientes, las veces que me han detenido…
—Para luego convertirte en el perfecto mayordomo negro, según tengo entendido. ¿Vas a ofrecerme un té o prefieres que me vaya?
—Puedes quedarte. ¿Lo quieres con azúcar o sólo con coñac, como lo tomaba Elizabeth Taylor?
—Me encanta aprender cosas de ésas. Lo tomaré como la Taylor.
—Voy a confesarte una cosa —anunció Lloyd—. Si tuviera sólo sesenta años, habrías olido mi lujuria antes de llegar al comedor.
—¿Ahora necesitas más tiempo?
La segunda vez que pasaron junto a la casa, en el Tahoe de Carl, éste observó:
—Ese coche es de la policía.
—Un Chevy Lumina —dijo Art, volviéndose para mirarlo mientras continuaban por Iroquois—. ¿Crees que podría ser de Lloyd?
—El servicio no aparca en el jardín —señaló Carl—. Los polis están ahí buscando pruebas, como nos disponemos a hacer nosotros. Iremos a casa de Orlando, nos meteremos un dedo en el culo y pensaremos qué estamos buscando. Pero, cuéntame qué te ha dicho Avern. ¿Quiere que despachemos a Montez?
—Opina que podría ser necesario. Si se pone nervioso intentará hacer un trato.
—¿Y le has preguntado quién nos paga entonces?
—Dice que es para protegernos, para que no volvamos al bloque D.
—La próxima vez que nos veamos le dejaré bien claro que tendrá que pagarnos él. Veinte por cada uno para no ir a la cárcel —dijo Carl.
—¿Avern?
—Sí, Avern. Y si nos trincan, lo delatamos. Más vale que se entere.
—Y al mamón le diremos lo mismo esta tarde, si viene sin la pasta.
—Eso si aparece. Si no aparece, tendremos que buscarlo. Estamos trabajando un montón y no cobramos.
Estaban sentados en la cocina, tomando un té al estilo de Elizabeth Taylor y fumando los restos de Virginia Slims.
—Dime una cosa, encanto. ¿Eres un testigo hostil o estás dispuesto a colaborar? —preguntó Jackie.
—¿Te parezco hostil? Yo observo lo que pasa, como si fuera una película —respondió Lloyd.
—¿Y lo encuentras interesante?
—Digamos que predecible.
—¿Tú lo habrías planeado de otra manera?
—¿Planeado qué?
—Cómo quedarte con el dinero de Chloe.
—¿De eso se trata? Yo creía que era un caso de asesinato. Que alguien mató a Mr. Paradise y a su amiguita.
—Tú también tenías una razón para hacerlo. Figuras en el testamento del viejo.
—¿Vas a ponerte otra vez borde conmigo? Termina el té.
—Se me ha escapado —se excusó Jackie—. Es la costumbre.
—A juzgar por las veces que te he visto por aquí, creo que a ti te toca el papel de poli mala, la que no pasa ni media.
—Sí, a veces me da por fastidiar para confundir a la gente.
—Lástima que una mujer guapa tenga que hacer eso. Escucha. Si yo estoy en el testamento y el hombre ya es muy mayor, ¿qué prisa tengo? Vivo en una casa grande y cómoda. Tengo un armario lleno de ropa que me llevaré a Puerto Rico para mis primos. Tengo un montón de zapatos casi nuevos, con sus hormas siempre puestas.
—¿Y te valen?
—Eso es lo malo. Tuve que darles un corte para ponérmelos.
—Sólo a un lado, para el dedo pequeño —dijo Jackie.
—Exacto, y al viejo le dio un ataque. Dijo que me había cargado unos zapatos de novecientos dólares. Le dije que me hacían daño. Y como si nada. Me ordenó que volviera a dejar los zapatos en su armario. Pienso llevarme también sus zapatos. Si hubiera sido joven, le habría dado una patada en el culo con la punta de los putos zapatos. Pero ahora tengo que controlar mis impulsos.
—Uno se vuelve sabio con los años.
—Y con nueve años de cárcel.
—La sabiduría del crimen no cuenta —señaló Jackie.
—Tú no tienes ni puñetera idea. A mí me vino muy bien para establecerme por mi cuenta. Hasta que me alié con otros no me trincaron.
—Tu socio era un soplón.
—Un joven del que pensé que podía fiarme.
—Todos son iguales —dijo Jackie—. Sobre todo los drogatas. En cuanto ven que pueden caerles treinta años cantan lo que haga falta. —Se puso a remover el té, sin venir a cuento, y dijo—: Me estaba preguntando si te gustaría hablarme un poco de Montez. Si se enfadó mucho al saber que la casa no sería para él.
—¿Me estás pidiendo que firme una declaración?
—¿Estarías dispuesto?
—No necesitas mi ayuda —dijo Lloyd—. Si Montez se trae algo entre manos, la cagará él solito.
Aparcaron el Tahoe en un solar detrás del White Castle y olfatearon el aire al cruzar la calle en dirección a la casa de ladrillo de dos plantas, mientras Art proponía comprar un par de hamburguesas cuando hubiesen terminado. Carl comentó que esos ladrillos debían de haberlos colocado hacía cien años; era el clásico pareado antiguo, con ventanas en saliente arriba y abajo, altas chimeneas y puertas ovaladas.
—Fíjate en el de la izquierda —dijo—. ¿Ves que los ladrillos de encima de la puerta están negros? Es por el humo. Ése es el nuestro. El doscientos veinte.
La puerta estaba rota y colgaba de una bisagra, el cuarto de estar estaba carbonizado y del techo caía agua. Carl entró en la cocina, vio una mesa ennegrecida y volvió diciendo:
—La cocina está hecha un asco. Está todo roto.
—Esta habitación no está nada mal. ¿Has visto esa tele empotrada en la pared? Seguro que cuesta un pastón.
—Los camellos manejan mucha pasta. ¿No crees que podríamos probar suerte en el negocio? —dijo Carl.
—No me importaría. Ahora que éste está fuera de juego podríamos quedarnos con sus clientes. ¿Crees que habrá algo en la casa?
—¿Algo?
—De hierba. Creo que tengo papelillos —dijo Art, abriéndose el chubasquero y palpándose los pantalones—. Sí, tengo un librillo. A ver si hay suerte.
—La poli ha estado aquí —le recordó Carl.
—Avern dijo que el tío al que descuartizaron había venido a entregar cincuenta kilos. ¿Qué es lo que teníamos que buscar?
—Tú estabas allí conmigo.
—Pero habló contigo primero. Yo estaba hablando por teléfono con el mamón. —Art miró por la ventana, a espaldas de Carl, y dijo—: Un tío de color se acerca a la casa. ¿Qué coño querrá?
—No parece que venga a robar. Camina con decisión y no va mirando a todas partes. A lo mejor viene a buscar algo que está aquí guardado y él sabe dónde. ¿No crees? Más vale que nos quitemos de en medio.
Jerome llevaba el cartel de SE BUSCA en el bolsillo de sus pantalones de faena, combinados con una cazadora de esquí de Tommy Hilfiger y un gorro de lana negro que le cubría las orejas. Arrancó otro cartel de la pared junto a la ventana —Orlando de perfil, con sus trenzas y su asco de barba llena de huecos—, entró en la casa y se detuvo.
Dos hombres blancos lo apuntaban con armas del nueve.
Pero no decían nada. No le decían que no se moviera ni esas otras chorradas que suelen decir los polis. Jerome se fijó en sus vulgares chubasqueros negros y sus zapatos baratos y dijo:
—No disparéis. —Levantó las manos, sosteniendo en una de ellas el cartel—. Estoy de vuestro lado. Vengo a registrar la casa por orden del sargento Frank Delsa. Trabaja en Homicidios. Me llamo Jerome Jackson y soy un confidente.
Los tíos seguían sin decir nada. Ni que se esfumara ni que saliera de allí; nada.
—Vosotros también sois de Homicidios, ¿no?
—Tú sabes quiénes somos, pero nosotros no sabemos quién eres.
—Acabo de decírtelo, tío. Soy confidente. Trabajo para Frank Delsa, de la Séptima Brigada. He venido a echar un vistazo.
—¿Qué buscas? ¿Hierba? —preguntó Art.
—No creo que quede nada.
—¿Qué has venido a buscar entonces?
—Lo sabré cuando lo vea —dijo Jerome.
—¿Te estás haciendo el listillo?
—¿Nunca has oído decir eso? Primero buscaré teléfonos. Tengo que mirar en la pared, donde alguien pueda haber anotado un número. Un tío al que no le importe ensuciar las paredes.
—¿Y qué consigues con eso? —preguntó Carl.
Carl se acercó y Jerome le pasó el cartel, diciendo:
—Veinte mil de recompensa, tío, por Orlando Holmes. Pero vosotros no podéis cobrar porque sois policías.
—¿De qué coño habla? —dijo Art. Y se pusieron los dos a leer el cartel.
—Me lo ha dado Frank Delsa —explicó Jerome—. ¿No lo habíais visto? Hay varios carteles en la fachada de la casa.
—¡Joder! —exclamó Art—. Si lo despachamos, podríamos sacar treinta cada uno.
Jerome no sabía de qué estaba hablando, pero no quiso preguntar. El otro dijo:
—Estábamos de vacaciones. Hoy es nuestro primer día de trabajo. Estamos echando una mano en esto hasta que nos asignen una brigada donde nos necesiten. Pero tú sí puedes cobrar la recompensa.
—Porque no soy policía, sólo trabajo para ellos.
—¿Qué te parece si nos ayudamos mutuamente? —propuso Carl.
—No sé —dijo Jerome—. Supongo que sí. —Se preguntó si debía pedirles que le enseñaran sus placas—. ¿Aunque no cobréis nada si lo encontramos?
—Todo para ti —dijo Carl—. Como bien dices, nosotros no podemos tocarlo.