Diecisiete

A las once sonó el teléfono y Kelly se estremeció. Estaba sola en el mullido sofá. Era Montez; la llamaba desde el coche; estaba en la puerta.

—No voy a consentir que me jodas, bonita. Reventaré todas las ventanillas de tu coche —dijo. Luego suavizó un poco el tono para añadir—: Tengo que discutir un par de asuntos contigo.

Montez entró en el loft, se detuvo, volvió el rostro hacia el equipo de música, donde sonaba hip-hop, y dijo:

—Missy Elliott.

—«Get Ur Freak On» —asintió Kelly.

—¡Joder! ¿Qué más tienes?

—Da Brat, «What Chu Like». Lil Kim en su faceta ultrabestia.

Kelly empezó a moverse, echó los hombros hacia atrás y apretó los puños.

—¡Joder! —soltó Montez.

—Gangsta Boo y algo de Dirty South.

—¡Joder! ¡Y yo que pensaba que a ti sólo te iba el rollo universitario… cuando te vi haciendo de animadora!

—Rah Digga —continuó Kelly.

—¿Rah Digga?

—Antes cantaba con Bustah Rhymes.

—Sí, la conozco. Me encantan esas tías; sobre todo Lil’ Kim, que es una malhablada. —Montez vio dos copas en la mesita y la bebida que quedaba en el bol—: ¿Has tenido compañía?

—Frank Delsa —dijo Kelly.

Vio que Montez fingía observar la habitación.

—¿No seguirá aquí, verdad?

—Se marchó hace un par de horas.

—Pero se tomó una copa.

—¿Quieres una?

—¿A qué vino? ¿A darte un revolcón? ¿Con esos bonitos pantalones de faena?

Kelly llevaba los pantalones con un jersey de cachemira negro.

—Creía que tú siempre usabas traje —dijo Kelly.

—Ahora soy libre —dijo Montez, que llevaba unos pantalones como los de Kelly y una camiseta bajo una sudadera de capucha, además de su abrigo de lana, que se quitó y dejó en una silla—. ¡Estamos en la misma onda, eh! —Se tiró de las piernas del pantalón, por los dos lados, y anunció—: Diesel, ciento veintinueve.

Kelly se tiró de las piernas del pantalón, por los dos lados, y dijo:

—Catherine Malandrino, seiscientos setenta y cinco. Pero los tuyos no están mal.

Montez sonrió, dijo «¡joder!» y se hundió en el sofá, que a Kelly le pareció en ese momento un bancal de arenas movedizas de diseño. Se había tomado dos copas, pero no le importaba seguir.

—¿Qué quería el poli esta vez?

—Lo de siempre. Por qué dije que era Chloe. —Sirvió en una copa lo que quedaba en el bol y se la ofreció a Montez, diciendo—: Es la mía; no la del poli.

—Yo no bebo nada con pinta de medicina —dijo Montez—. ¿Quería saber por qué dijiste que eras Chloe? ¿Y qué le has dicho?

—Que tú me amenazaste.

—Espera un momento.

—Que si no te obedecía me pegarías un tiro en la cabeza.

—Te estás quedando conmigo.

—¿Qué crees que le he dicho? Me has obligado. ¿Por qué otra razón iba a hacerlo? No son idiotas. Pero, como se trata de tu palabra contra la mía, los dos estamos a salvo.

Montez se acomodó, mirándola.

—¿Qué más le has contado?

—Ya se lo había imaginado todo. Que había algo para Chloe y tú quieres que yo lo consiga.

Montez la observó como si reflexionara.

—Pero yo no sé lo que es —dijo Kelly—. Aunque te diré lo que creo que puede ser. Creo que es una cartera de valores. ¿Ando cerca?

—¿Le has dicho dónde está?

—En una caja de seguridad, pero no sé en qué banco.

—¿Le has dicho eso?

—La caja es tuya, ¿no es cierto? ¿Qué tiene de malo?

Kelly se levantó con el bol en la mano y fue a la cocina.

—¿Quieres una cerveza?

—Una Henessey, que sea bien grande.

Kelly dejó el bol en la barra, se bebió el último alexander y decidió que prepararía un poco más. Sacó el coñac y una copita pequeña. Miró a Montez, sentado en el sofá y dijo:

—¿Por qué no lo sacas de allí y vemos de qué se trata? —propuso.

Montez se levantó del sofá y se acercó a la barra. Kelly dijo:

—Él sabe que tienes algo en una caja de seguridad. ¿Y qué? Ve a sacarlo. A lo mejor consigue localizar el banco y te está esperando cuando vayas a abrir la caja. ¿Y qué? Tienes algo que era para Chloe. Tú no lo guardaste allí, pero te ordenaron que lo sacaras cuando el viejo muriera. Y eso es lo que has hecho. Si no hay nadie, te largas. Si te encuentras con Frank Delsa, querrá saber qué es. Te quedas sin la pasta, pero no vas a prisión. Tú decides —dijo Kelly, sirviendo a Montez su cerveza bien grande—. Aunque tú siempre has decidido, ¿verdad que sí, Jeta?

Montez la miró fijamente.

Avern Cohn estaba en casa, viendo a Jay Leno, «Jaywalking», entrevistando a idiotas por las calles de L.A., preguntando a uno si sabía quién estaba enterrado en la tumba de Grant. El idiota dijo: «¿Cary Grant?». Y se echó a reír. Jay Leno respondió: «Sí, Cary Grant». Y el idiota añadió: «Vaya, no lo sabía; pero me lo he imaginado».

¿Se estaba quedando con Leno? Avern concluyó que no, que era así de idiota.

Sonó su teléfono móvil, en la mesita de la lámpara, junto a su sillón de cuero color borgoña.

Era Montez.

—Voy en el coche camino de tu casa. Ahora mismo estoy en la 75, delante de Hamtramck.

—¿Qué teléfono estás usando?

—El mío.

—Cuelga y llama desde el otro —le ordenó Avern, dejando el móvil sobre la mesa.

Avern no otorgaría a Montez la calificación de idiota. Había terminado la secundaria, lo cual no estaba mal para un ex matón callejero. Si le preguntabas a Montez quién estaba enterrado en la tumba de Grant, diría: «¿En la tumba de Grant?». Y se tomaría su tiempo para decidir si era una pregunta con trampa. El problema de Montez es que se creía demasiado listo para preocuparse de esos pequeños detalles con los que podía meter la pata. Lloyd decía de él: «No se le puede decir nada, porque lo sabe todo».

Diez años antes, cuando Avern se disponía a defenderlo por agresión con agravante para empurar a los polis que le dieron la paliza, Montez lo dejó plantado y se fue con Tony Paradiso. Tony y su hijo, el capullo, andaban a la caza de cualquier caso que pudiera volverse en contra de la policía. Avern había logrado olvidarse de Montez, hasta que recientemente, hablando con Lloyd de delincuentes imbéciles, Lloyd le puso al corriente de las actividades de Montez para Tony Paradiso y le contó cuánto se esforzaba por ser un buen lacayo negro con tal de que el viejo lo incluyera en su testamento. Avern dijo que a lo mejor podía ayudarlo y empezó a dejarse caer por el Randy’s, el local favorito de Montez, según Lloyd, pues iban por allí muchas chicas elegantes al salir del trabajo.

La idea: aconsejar a Montez sobre cómo actuar con un caballero racista y vengarse de Tony Paradiso, por putear a los negros y por haberle robado a su cliente.

No tardaron en quedar de vez en cuando para tomar una copa. Avern no se mostraba resentido con Montez y éste lamentó haberlo plantado para convertirse en la marioneta de Tony Paradiso. Bueno, no estaba incluido en el testamento del viejo, pero se quedaría con la casa. Avern le dijo:

—Puedo conseguirte un millón y medio por ella. ¿Cuándo quieres tomar posesión? —Dicho de otro modo: cuándo quería Montez ver al viejo muerto. Montez quiso saber cómo. Y Avern respondió—: No preguntes a menos que de verdad estés dispuesto.

Poco después, Montez se enteró de que al fin se quedaría sin la casa y quiso cargarse al viejo personalmente. Había invertido diez años para nada, y ahora la puta del viejo iba a quedarse con algo que valía tanto como la casa. Montez expuso su situación; el viejo lo estaba utilizando para que el capullo de su hijo no se enterase de que iba a dejarle algo a la puta. Un certificado de valores por valor de un millón seiscientos como mínimo, según el viejo. Eso dijo Montez.

—Todavía puedes conseguir tu recompensa cuando quieras. Le das el certificado a la puta para que te lo firme. ¿Qué hay de malo en eso? —Avern lo consultó con Lloyd y éste dijo que sí; creía que ése era el acuerdo. Tony hijo no tenía inconveniente en que Lloyd estuviera incluido en el testamento. Y a Lloyd no le importaba que el viejo palmase antes de tiempo. En cuanto se hubiera leído el testamento pensaba marcharse a Puerto Rico.

Pero ahora, con Chloe muerta…

Jay Leno estaba preguntando a otro idiota contra quién luchó América en la Revolución Americana para obtener la independencia.

El idiota de turno respondió:

—¿Contra otros americanos? —dijo el idiota. Y se echó a reír. Luego añadió—: ¿Contra el Sur? ¿Los suramericanos? —Y volvió a reírse. Los idiotas sabían que se equivocaban y les hacía mucha gracia.

Montez se creyó un genio cuando planeó que Kelly se hiciese pasar por Chloe. Pero ahora la poli lo encontraba sospechoso, y Fontana y Krupa tenían ganas de matarlo. Bien podía ocurrir.

Le molestó el timbre del teléfono.

Era Montez, diciendo:

—¿En qué zona de Bloomfield Hills vives?

—No lo encontrarás nunca. ¿Qué pasa?

—He estado en casa de Kelly. Dice que saque el certificado y se lo dé, que ella lo esconderá.

—¿No es ésa la idea?

—No sé si puedo fiarme de ella. La verdad es que ha estado muy simpática; daba la impresión de que quería ayudarme de verdad.

—¿No parecía asustada?

—No mucho.

Eso era lo malo de hacer negocios con canallas. En general no eran tan idiotas como la gente a la que Leno entrevistaba por las calles de Los Ángeles, pero sí lo suficiente para joderlo todo cuando se metían en algo. Avern quiso creer con todo su corazón que Fontana y Krupa eran las excepciones.

—Ya te dije que identificar a Chloe como Kelly fue un error; te precipitaste y ahora tienes a la poli encima. Si hubieras esperado a verte libre y luego hubieras ido a por Kelly, habría sido casi lo mismo que tratar con Chloe. Te dije desde el principio cómo hacer que te firmara el certificado. Si empleas otros medios, es estrictamente asunto tuyo. ¿Dónde estás?

—Llegando a Fourteen Mile.

—Da la vuelta y vete a casa —le ordenó Avern—. Llámame mañana a mi despacho, si quieres. Aunque desde este momento te digo que no veo cómo puedo ayudarte.

—Tío, tú me has metido en esto.

—Y tú dijiste que podías manejarlo. Pues, manéjalo —le espetó Avern. Tras una pausa, dijo—: ¿Dices que estuvo simpática?

—Muy suelta; había estado bebiendo cócteles.

—¿Muy simpática?

—Intenté llevármela a la cama, pero no quiso. Aunque dijo que no era cuestión de color; una vez tuvo un novio afroamericano. Sólo que no le apetecía. Hablamos de muchas cosas… Pero ¿puedo fiarme de ella?

—Eso tendrás que decidirlo tú —dijo Avern—. Yo me voy a la cama.

Cortó la llamada, aunque no soltó el teléfono. Se preguntó qué estarían haciendo sus chicos. Tenía que comunicarles lo antes posible, una vez pensara cuál era el mejor modo de exponer la situación, que debían estar preparados para liquidar a Montez, pues tal vez fuera necesario. Prefería decírselo a Fontana. Carl era un poco más listo que Art. Pero sabía que si lo llamaba tendría que hablar con la tocapelotas de Connie. Perdería la paciencia, le gritaría y ella le colgaría el teléfono. Mejor sería que llamase a Art, a primera hora de la mañana.