Kelly había encendido las luces de emergencia a medio gas, para crear ambiente; en ese momento la voz de Sade sonaba en el equipo de música interpretando «Smooth Operator» y, para más tarde había previsto poner a Lauryn Hill y Missy Elliott, a todo volumen, para sacudir el ánimo en caso necesario. Delsa llegó a las ocho menos veinte, con la misma ropa del día, el jersey de cuello alto, oscuro, y la trenca que le daba aspecto de marinero. Se había afeitado. La loción no estaba mal. Kelly observó que si tuviera barba parecería un lobo de mar, comentó que su padre se dejó barba cuando estuvo en la marina y tenía unas fotos suyas que le encantaban. Delsa dijo que seguía haciendo frío, al tiempo que se sacudía los pies en la alfombra persa. Se esperaban temperaturas bajo cero para esa noche y al día siguiente no se alcanzarían siquiera los cero grados. ¿Por qué a la gente le gustaba vivir en Detroit?
—¿Por qué te gusta a ti? —respondió Kelly.
Delsa dijo que siempre que pasaba un tiempo fuera se alegraba de volver.
—Y no sabes por qué —afirmó Kelly.
Le ayudó a quitarse el abrigo y volvió a notar el olor de su loción de afeitar; colgó el abrigo en el armario del vestíbulo y condujo a Delsa hasta el salón, donde, según la policía negra Jackie, se podía jugar al rugby en bolas. Delsa tomó nota de todo: la iluminación, la relajante voz de Sade, el bol de cristal lleno de alexander en la mesita. Kelly dijo:
—No te pongas nervioso, Frank. No pretendo seducirte.
—¿Quieres decir que esto es lo normal?
—Más o menos.
—¿Dos copas en la mesa?
—Ven —dijo Kelly. Lo sentó en el mullido sofá, del que no resultaba fácil levantarse, sirvió el cóctel en unas copas altas y le puso una copa delante, sobre la mesita de bambú. Sin sentarse, desde el otro lado de la mesa, levantó su copa y dijo:
—Por que detengas a los hombres malos. —Y observó cómo la miraba Delsa. ¿Buscaba en su brindis un doble sentido? Tal vez. Delsa probó su copa y volvió a beber, vaciándola casi de un trago.
Miró de nuevo a Kelly y dijo:
—No está mal.
Kelly le rellenó la copa, consciente de cómo la miraba. Delsa le preguntó a qué se dedicaba cuando no trabajaba como modelo. Ella se irguió y lo miró, atrapado entre los almohadones de color ocre.
—Me gusta ir a locales de música, agitar los brazos al aire, hacer el ganso y dejarme llevar por el ritmo. Creo que aquí hay más energía que en Nueva York; el público es gente currante con ganas de pasarlo bien. ¿Sabes lo que quiero decir? He visto a Eminem en el Shelter, en el sótano de San Andrés. A Iggy en el Palace, otra vez con los Stooges. A raperos blancos y a Almighty Dreadnaughtz en Alvin’s. A Karen Monster, una tía que mola. A los Dirt Bombs, punk de Detroit con mucha marcha. A los Howling Diablos y a Sunday cuando estaba en Berkley. Hay un grupo nuevo que se llaman los Go, son un poco pretenciosos, pero no están mal. Me encanta Aerosmith, y vienen mucho por la ciudad. Nunca he sido una grupi, pero siempre he envidiado un poco a esas chicas tan agresivas.
—Yo he trabajado en seguridad de conciertos —dijo Delsa—. Hace mucho tiempo. Una chica se me acercaba y me decía: «Si me dejas pasar detrás del escenario te enseño las tetas». Quería ver a los músicos. Eso fue en Pine Knob.
—¿Y tú le dejabas?
—Dependía de si era guapa y no se ponía demasiado pesada.
—¿Y te enseñaba las tetas?
—Yo le decía que no hacía falta, sabiendo que lo haría de todos modos, para mostrar su gratitud.
Kelly vio su sonrisa, que sólo duró un instante.
Delsa pasó a contarle:
—A los diecisiete años, Montez Taylor fue procesado por agresión con agravante y condenado a dos años en Jackson, como si ya fuese mayor de edad; eso cambió su vida. Montez hizo contactos en prisión y al salir empezó a vender drogas. Se convierte en una celebridad, una estrella del gueto, y antes de cumplir los veinte empieza a manejar cantidades de seis cifras. Es engreído, brillante, cubre a sus chicas de joyas y tiene un coche con llantas enormes y el mejor equipo de música. Empiezan a llamarlo Jeta. Tiene jeta para hacer lo que le da la gana. Y cuenta con un abogado criminalista que conoce bien su oficio, uno de esos de Clinton Street que consigue buenos tratos, y obtiene la condicional para Montez a cambio de esto o lo otro.
—Mr. Paradise —adivinó Kelly.
—No, antes tuvo otro abogado, Avern Cohn. Montez sabía agredir causando graves daños corporales. Un día recibió una soberana paliza de la policía y entonces tanto Avern Cohn como Tony padre quisieron defenderlo, viendo en su caso la oportunidad de querellarse contra la policía. Tony tenía fama de ganar ese tipo de casos y Montez se fue con él. Tony consiguió que se retiraran los cargos por agresión, aunque no logró procesar a los policías.
Kelly asintió y dijo:
—Montez mencionó que el viejo le había defendido para convertirlo luego en un mono de feria. Ahora entiendo a qué se refería.
—Y eso es una falta de respeto imperdonable para un tío al que llaman Jeta. Tony hijo me ha contado que su padre se refería a Montez como su mascota negra. ¿Conoces a Tony hijo?
—No, y a juzgar por lo que me contó Chloe, espero no conocerlo.
—¿Qué te dijo? ¿Qué era un capullo?
—Ésa fue exactamente la palabra que usó.
—Todo el mundo dice lo mismo. Pero tú no crees que Chloe lo dijo porque él impedía que su padre la incluyese en el testamento. Me lo dijiste anoche. El viejo quería dejarle algo de todos modos y ¿no crees que encontraría el modo de hacerlo?
Kelly se sentía en evidencia frente a él. Se sentó en el borde del sofá, a la prudente distancia de un almohadón. Dio un sorbo a su bebida, luego otro, y dijo:
—Creía que estábamos hablando de Montez.
—Así es. Pero sucede que Montez sabe que había algo para Chloe y lo quiere para él.
Delsa esperaba una respuesta. Kelly se encogió de hombros y se recostó en el sofá.
—¿Eso crees?
—La otra noche, Jackie Michaels y yo seguimos un rastro de sangre; eran como flechas que conducían desde una mujer asesinada en una escalera hasta el hombre que la mató, sentado en una habitación de hotel. Y Jackie me dijo: «¿Tú también das gracias a Dios porque sean imbéciles o estén drogados o en general hechos un asco?». En este caso las flechas ya apuntaban a Montez incluso antes de que abriera la boca para decir que tú eras Chloe. Es una mala persona y tiene un buen motivo; la muerte del viejo puede proporcionarle mucho dinero. Montez no figura en el testamento y Chloe tampoco, pero él sabe que hay algo para ella. Creo que tuvo que cambiar sus planes precipitadamente. Dices que él no sabía que tú irías a la casa esa noche y eso le molestó. Intentó llamar por teléfono. Te pregunté si habló con alguien. ¿Has pensado en eso? ¿En cómo actuó? Tu presencia le fastidió el plan. Está previsto que lleguen los dos hijos de puta blancos, y de pronto resulta que habrá gente en la casa.
—Pero has tenido que dejarlo en libertad —señaló Kelly.
—Sigue siendo el principal sospechoso y tú lo sabes. Te ha dicho que había algo para Chloe, ¿verdad? Ha tenido que contártelo, puesto que tú tienes que ver en ello. Te ha contado su desesperado plan y tú lo has considerado, has pensado que quizá funcione. ¿A quién puede afectar? Ni a Chloe ni al viejo. Pero si te alías con Montez serás más tonta que él, porque sabes que tendrá que matarte. Como esos dos tuvieron que matar a Chloe, simplemente porque estaba allí.
Kelly se acercó para coger su copa y dio un buen trago. La voz de Sade sonaba como un murmullo. Volvió a reclinarse antes de decir:
—Chloe pensaba que podía tratarse de un seguro de vida.
—No hay nada de eso en los documentos del viejo.
—Yo creo que podrían ser acciones —dijo Kelly. Lo soltó para ver qué decía Delsa y volvió a beber, bastante confiada.
—Chloe lo habría sabido si estuvieran a su nombre. Recibiría un extracto mensual.
—Entiendo un poco de eso —dijo Kelly—. Hace tres años lo perdí todo en acciones de Internet. Chloe nunca recibía extractos. Si se tratara de una cartera de valores, de algo que el viejo hubiera comprado mucho tiempo antes y puesto más tarde a nombre de ella, Chloe no tendría por qué recibir los extractos.
—Porque él no llegó a transferirle la cartera.
—Si es que se trata de eso. No se me ocurre otra cosa —dijo Kelly y dejó pasar un momento antes de añadir—: A lo mejor sé dónde puede estar.
Dejó la copa en la mesita de bambú, cogió el paquete de Virginia Slims y encendió un cigarrillo.
—¿Vas a decírmelo? —preguntó Delsa.
—En la caja fuerte de un banco.
—¿Dónde?
—Chloe no lo dijo.
—¿Está a su nombre?
Kelly negó con la cabeza:
—A nombre de Montez Taylor.
Delsa cogió un cigarrillo del paquete de Kelly, que le acercó el encendedor para darle fuego.
—Montez saca el certificado de la caja de seguridad y te lo da —continuó Delsa.
Kelly bebió y volvió a llenar su copa, para ganar tiempo mientras pensaba qué decir.
—Creo que el viejo quería darle una sorpresa a Chloe y le pidió a Montez que se encargara de entregarle lo que había en la caja.
—¿Se te acaba de ocurrir? —preguntó Delsa.
—Alguien tiene que sacarlo de allí. Sé que Chloe no tenía la llave. El viejo está muerto…
—Y Chloe también. Entonces Montez se hace con el certificado de valores…
—O lo que sea.
—Y te lo da a ti, para que lo hagas efectivo o lo vendas, o lo que sea, haciéndote pasar por Chloe, imitando su firma, y luego le entregues el dinero. A menos que pienses que puedes largarte sin darle nada. En ese caso te mata o encarga a los hijos de puta blancos que se ocupen de ti. —Delsa hizo una pausa—. Estoy seguro de que puedes identificarlos. —Volvió a hacer una pausa—. Y estoy seguro de que esos dos son cazadores de ciervos.
Kelly escuchaba, le seguía la corriente.
—¿Por qué? —preguntó.
—Por cómo los describiste. Me los imagino en el bosque, con cazadoras rojas y sus gorras de béisbol. Son de los que faltan al trabajo cuando se abre la veda. Dijiste que parecían obreros.
Kelly asintió.
—Creo que son seguidores de los Tigers o puede que simplemente les gustan las gorras. Las llevaban puestas normalmente, no con la visera hacia atrás, ¿verdad? —preguntó Delsa.
Kelly volvió a asentir. Lo estaba pasando bien.
—Puede que ya no sigan a los Tigers, porque están jugando de pena, pero seguro que son fans del hockey y siguen a los Wings, porque los Wings siempre ganan. Hasta el año pasado. Podría ir al Joe Louis esta misma noche; los de Toronto están en la ciudad. Podría buscar a dos tíos con gorras de los Tigers con la D naranja y trincarlos.
—Lo dices en broma.
—Sí, pero cuando les eche el guante, lo primero que les preguntaré es si vieron el partido de hockey de esta noche. Ya te diré qué contestan.
—Eso si los encuentras —dijo Kelly.
—El año pasado tuvimos unos cuantos homicidios en los que un testigo vio a dos hombres blancos, de aspecto corriente, con pinta de trabajadores. Son profesionales, aunque no demasiado buenos. Los de Balística están analizando las balas del caso Paradiso para ver si coinciden con las de algún otro homicidio. ¿Un par de profesionales blancos? Lo que me molesta es por qué te has reservado información, por qué no me lo has contado todo.
—¿Por qué crees que lo he hecho? Estoy muerta de miedo.
—Bueno, estás un poco asustada, porque te estás metiendo en un lío. Estás jugando con Montez, igual que estás jugando conmigo. Has decidido tomártelo con calma y ver cómo se desarrollan las cosas.
—Te he dicho todo lo que sé, de verdad —le aseguró Kelly.
—Pero no conoces a Montez. ¿A qué crees que se ha dedicado en los diez últimos años? ¿Cuándo era un chaval ganaba dinero a espuertas y ahora no es más que el recadero de un viejo? ¿Por qué crees que aceptó convertirse en un mono de feria durante tantos años? Porque sabía que había pasta por medio. Mucha. Se convence a sí mismo de que se siente cómodo llevando un traje, lo soporta. ¿Está en el testamento? No, eso ya lo he comprobado. El viejo piensa dejarle la casa, pero de pronto cambia de opinión. Lloyd, el mayordomo, dice que Montez se puso muy furioso. Pero Montez es un estafador nato y ahora se le presenta la ocasión de quedarse con la pasta de Chloe, y no la dejará escapar. No sabe que está a punto de cagarla. Y aunque supiera que la probabilidad está en su contra, tiene que intentarlo. Va en su naturaleza.
—Pero tú no estás seguro —dijo Kelly.
—Sí, estoy seguro. Aunque de lo único que tú puedes estar segura es de que mientras Montez te necesite estarás a salvo.
—¿Quieres decir que ni Montez ni esos dos hijos de puta intentarán matarme?
Delsa negó con la cabeza.
—Yo no he dicho eso.