Catorce

Carl Fontana y Art Krupa se encontraban en el Nemo’s de Michigan Avenue, sentados a una mesa; eran las cinco y media y el bar estaba abarrotado. Allí se sentían como en casa, a una manzana del Tiger Stadium, y solían pasar a tomar un par de copas antes del partido; los dos salones del local estarían llenos de seguidores. Carl le estaba mostrando a Art la portada del periódico, con el siguiente titular:

ABOGADO TIROTEADO EN INDIAN VILLAGE

—No parece él —señaló Art.

—Es una foto antigua —dijo Carl—. Debieron de tomarla cuando tenía unos cincuenta años.

Art leyó:

—«Paradiso padre y una mujer no identificada, hallados muertos en el salón.» ¿Por qué no saben quién es ella? Sólo tienen que preguntarle a Montez.

—Puede que se largase —dijo Carl—. Para entrar luego, cuando la casa estuviera llena de polis, con cara de no entender nada. «¡Joder! ¿Qué ha pasado aquí?»

—Le analizarán las manos en busca de residuos de pólvora —dijo Art.

El camarero les hizo una seña.

—Art, al teléfono.

Art se levantó y un minuto más tarde Avern Cohn entraba en el bar, buscando con la mirada. Carl lo saludó con la mano. Avern se sentó, diciendo:

—¿Qué hay que hacer aquí para que te pongan una copa?

—A la mierda tu copa —le espetó Carl—. Dijiste que el tío estaría solo. Estaba con una tía medio desnuda en el sillón.

—Siempre ocurren cosas inesperadas —respondió Avern—. Vosotros hicisteis lo que teníais que hacer.

—¿Por qué no dicen quién es la chica?

—Supongo que los polis no quieren que se sepa.

La camarera se acercaba por el pasillo. Carl la detuvo y dijo:

—Geeja, ¿quieres hacer el favor de atendernos de una vez? —La chica esperó con el borde de la bandeja apoyado en la cadera, sin decir palabra. Avern pidió un Chivas con una piedra de hielo. Carl dijo:

—Lo mismo que antes, sin el tequila.

Geeja recogió las botellas vacías y preguntó:

—¿Sólo las Coronas?

—¿No es lo que te he dicho?

—Sólo quería asegurarme —dijo Geeja—. ¿Qué pasa, estás de mal rollo con Connie?

La camarera se marchó y Carl dijo:

—Fue aquí donde conocí a Connie. Trabajaba en un bar del estadio, y luego quedábamos aquí. Geeja es amiga suya.

Avern lo observaba, a la espera, hasta que se decidió a hablar:

—Te voy a contar algo que me resulta fascinante, misterioso, portentoso. Estás bebiendo cerveza mexicana, cosa que no te había visto hacer hasta hoy, y resulta que tengo en perspectiva un trabajo relacionado con la muerte de tres mexicanos anteanoche. Viene en el periódico de hoy; en la página tres. Pero las víctimas no han sido identificadas, ni siquiera como mexicanos. Los cuerpos están quemados, y a uno de ellos lo descuartizaron.

—¿Por qué? —preguntó Carl.

—¡Quién sabe! La casa está a sólo tres manzanas de aquí, al otro lado del estadio. Vacía y medio quemada. Puedes entrar y echar un vistazo.

—¿Para qué?

Art volvió y se sentó diciendo:

—Era el puto mamón.

—¿Cómo sabía que estabas aquí? —se sorprendió Carl.

Avern le tendió la mano a Art al tiempo que le explicaba a Carl:

—Le dije a Montez que iba a reunirme con vosotros. Le advertí que debía avisaros personalmente de cualquier cambio en el programa. Yo estoy al margen. A menos que, tal como están yendo las cosas, termine representando a Montez. De momento no lo han acusado, pero cabe la posibilidad.

—¿Creen que ha sido él?

—Les gustaría echarle el guante al menos como cómplice. Falseó la identidad de la chica a la que disparasteis. Pero no pueden probar que lo hizo con mala fe y tendrán que soltarlo.

—¿Quién creyó que era?

—La confundió con otra que estaba en la casa.

—En el periódico no dicen nada de eso.

—Lo he sabido por Lloyd, el mayordomo.

—¿Tú conoces al viejo, conoces a Montez, conoces a todo el mundo en esa casa?

—Cuando frecuentas el Frank Murphy terminas relacionándote con todos los jugadores. Conozco a Lloyd desde que atracaba tiendas de comestibles. Lo defendí en un par de ocasiones. Cuando nos encontramos por ahí, tomamos una copa y charlamos un rato. Competimos para ver quién conoce a los delincuentes más gilipollas. —Avern sonrió, sacudió la cabeza y dijo—: ¡Ese Lloyd! Podría escribir un libro sobre la misión del criado negro: la boca cerrada y los ojos y oídos bien abiertos. Le pedí que vigilase a Montez. Eso fue antes de que viniera a encargarme el trabajo. ¿Lleva un montón de años trabajando para Tony y está limpio? No me encajaba, tratándose de Montez. Le dije a Lloyd: «Éste está sacando tajada de su entrega y su lealtad». Y Lloyd me dijo: «Sí, el viejo le dejará la casa cuando muera».

—¿Has pagado a Lloyd? —preguntó Carl.

—Me lo debía; le ayudé en sus años mozos. Hace unas semanas, Lloyd me contó que la situación había cambiado. La casa no sería finalmente para Montez. Se da muchas ínfulas y el viejo estaba harto. La casa es para su nieta. Esta mañana llamé a Lloyd y me contó que anoche había dos chicas en la casa. Chloe, la amiguita del viejo, y Kelly, su compañera de piso. Una vez me gasté cuatrocientos cincuenta pavos con Chloe, y fue una ocasión memorable. —Avern se pasó una mano por el pelo ralo y gris para alisárselo—. Salió en Playboy y sus honorarios subieron a novecientos por hora.

—¿Qué coño nos estás contando?

La camarera llegó con las bebidas e hicieron una pausa en la conversación, guardaron silencio. Geeja dijo:

—¿Qué estabais haciendo, chicos? ¿Contando chistes guarros?

Cuando se hubo marchado, Carl preguntó a Art:

—¿Qué quería Montez?

—El muy cabrón dice que no lo tendrá mañana.

Avern intervino para decir:

—Pero os pagará, creedme. Yo también tendré que esperar para recibir mi parte. Sin embargo, conozco a Montez y estoy completamente seguro de que no fallará. El dinero es del viejo, que pagó para que lo liquidasen. Puso unas acciones a nombre de Montez. Montez piensa venderlas para cubrir los gastos, pero su agente de bolsa le ha recomendado que espere un día, para sacar más pasta.

—¿Juega en bolsa?

—Todo el mundo juega —dijo Avern— o jugaba. Tony le regaló unas acciones que tenía desde hacía tiempo. Le dije a Montez que en ese caso tendría que sumar otros diez a lo pactado; de lo contrario, iríais a por él.

—¿A ti te ha dicho lo mismo? —le preguntó Carl a Art.

—Sí, y le he dicho que sean diez mil para cada uno. Está de acuerdo.

—¿Y tú le crees?

—Le he dicho que si no aparece, es hombre muerto.

—Conciso a la par que persuasivo —aprobó Avern—. Bueno, os contaré de qué va el siguiente…

—Tres mexicanos muertos —informó Carl a Art—. Alguien que quiere vengarse.

—Estoy negociando con él —dijo Avern.

—A uno de ellos lo descuartizaron —le dijo Carl a Art—. Supongo que con un machete.

—Fue con una sierra eléctrica —explicó Avern—. Estoy en tratos con el jefe de la banda a la que pertenecían los tres tíos. Le he dicho al Chino…

—¿No me jodas que se llama Chino? —interrumpió Art.

—Así es como lo llaman.

—¿De qué lo conoces?

Avern era paciente con sus matones, ya fuesen negratas, sudacas o polacos.

—Del Frank Murphy, como siempre; donde se cuece todo. Le he explicado al Chino cómo podía resarcirse de su pérdida sin verse implicado. Le recomendé que no actuara en caliente. Los polis estarán esperando a que se cobre su venganza.

—Yo vivo allí —dijo Carl—. ¡Cerca del Holy Redeemer! Si vas a ese barrio mexicano y pasas por Vernor, verás un Lincoln granate merodeando por las calles con tres o cuatro detectives dentro.

—Son de la secreta —explicó Avern—. Los llaman esbirros. En mis tiempos los llamaban los Cuatro Grandes. Patrullaban en un Buick y eran cuatro tíos bien tochos, armados hasta los dientes y con ganas de bronca. Bueno, volvamos a esos caballeros gay.

—¿Los muertos eran maricones? —preguntó Art.

—Olvídalo. No sé por qué he usado esa expresión. No viene a cuento —dijo Avern.

—¿Y por qué lo has dicho?

—Lo he dicho sin pensar —respondió Art—. Vale, los tres mexicanos entregaron cincuenta kilos de hierba en casa de un camello, un negro con el que tienen negocios. Pero pasó algo y terminaron muertos en el sótano. Habrá que echar un vistazo a la casa. Puede que la hayan precintado, aunque ahora está vacía. Tal vez encontréis alguna pista del camello. Un chaval que trabaja en el Servicio de Recogida, los que retiran los cadáveres, me dijo su nombre.

—¿Y a ése también lo conoces del Frank Murphy? —preguntó Carl.

—En realidad es hermano de uno al que defendí una vez. El tío al que tenéis que cepillaros se llama Orlando Holmes.

Art y Carl pidieron un par de Coronas más, esta vez con tequila. Carl no estaba pensando en los mexicanos muertos, ni tampoco en Orlando el negro, sino en el tío que acababa de marcharse.

—Conoce a todos los delincuentes de la ciudad —señaló Carl—. ¿Simpático, verdad? Se tropieza con Montez, se toman una copa y le hace un encargo. Se tropieza con Lloyd, se toman una copa y obtiene información. Se tropieza con Chloe, que se suponía que no debía estar allí…

—Y se la folla —apostilló Art—. ¿Qué podría pasarnos a nosotros?

—¡Vaya, empiezas a captarlo! —dijo Carl—. Este asunto me dio mal rollo desde el principio y ahora empiezo a entender por qué. Avern nos dice que entremos y liquidemos al viejo porque a Montez Taylor le da lástima, y venderá unas acciones que el viejo le regaló para que lo libre de lo mucho que sufre con esa tía en pelotas.

—Nunca he sabido de un soplapollas que tuviera acciones —dijo Art.

—Me da que Avern quiere ponernos en su lista de capullos y reírse con Lloyd a nuestra costa.

—¿Lo has visto alguna vez? —preguntó Carl.

—¿A quién?

—A Lloyd.

Carl negó con la cabeza y bebió un trago de Corona de la botella. Art lo imitó.

—Creo que Avern se ha inventado sobre la marcha ese cuento de las acciones —dijo Carl—. Lo ha soltado como si tal cosa y ha cambiado de tema. Tiene ganas de ver muertos a esos mexicanos.

—Supongo que al que despiezaron con la sierra lo cortarían en cinco —dijo Art.

—Creo que Avern y Montez podrían estar conchabados —observó Carl.

—Quería decir en seis pedazos —dijo Art.

—¡Qué coño! Puede que la idea de cargarse al viejo fuese de Avern. Él se lleva su parte por ser nuestro agente, pero ¿qué saca Montez?

—¿No lo has oído? —preguntó Art—. Avern tampoco ha cobrado su parte todavía.

—¿Y tú te lo crees?

—Creo que habría roto el contrato no escrito.

—Sí, pero ¿te has fijado en cómo habla de Montez? ¿Cómo confía en él, lo seguro que está de cobrar? Avern nos la está metiendo. Tenemos que descubrir qué cojones está pasando aquí.

Cogieron sus tequilas, se los bebieron de un trago y tomaron un poco de cerveza.

—¿Quieres otra? —propuso Carl.

—No me importaría.

—Acabas de mencionar a ese tal Lloyd.

—Te he preguntado si lo habías visto.

—Si tú no lo has visto, yo tampoco.

—Seguro que vive allí.

—Si es el mayordomo, vive allí. Avern dice que Lloyd le debe un par de favores y que por eso está vigilando a Montez, para ver qué se trae entre manos. Eso sí me lo creo. Creo que parte de lo que ha dicho Avern mientras mentía era verdad. Pero cuando Montez fue a verlo para encargarle el trabajo, Avern sabía que Montez sacaría tajada.

Art lo escuchaba, asintiendo con su cabeza peinada a lo John Gotti.

—Se encabronó al saber que no se quedaría con la casa. Y le contó a Avern de qué iba el asunto, para obtener su ayuda, o se lo dijo a Lloyd y éste se lo contó a Avern.

Art bizqueó y sonrió ligeramente.

—¿Cómo has llegado a eso?

—Es como poner ladrillos —dijo Carl.

—Hasta ahora pensaba que estabas raro por Connie.

—¡Joder! ¡No me la recuerdes! —Reconsideró una vez más la situación antes de decir—: Si le ponemos a Avern una pistola en la cabeza, se inventará otra historia y a lo mejor nos la tragamos. A Montez no podemos pedirle explicaciones, y si lo despachamos nos quedamos sin cobrar. Creo que lo que tenemos que hacer es hablar con ese Lloyd.

Art hizo una seña a Geeja para que se acercara.

—¿Por qué crees que al mexicano lo cortaron en seis pedazos?