Los ayudantes del forense preparaban esa mañana cuatro cadáveres para patología: Tony Paradiso, Chloe Robinette y los dos encontrados en el sótano de Orlando, a los que habían disparado pero no desmembrado.
Delsa, con fundas estériles en los zapatos, observaba al médico que trabajaba con Mr. Paradise, que en ese momento cortaba la caja torácica con unas tijeras de podar de mango largo. A Chloe ya le habían sacado todos los órganos, los habían pesado, habían tomado muestras de tejido y habían vuelto a colocárselos en el cuerpo, que más tarde guardarían en una bolsa de plástico. En ese momento la estaban cosiendo, ajustando el cráneo y colocándole el pelo rubio. La investigación sobre Chloe había conducido hasta Montreal, clubes de striptease de Windsor y una página de Internet; la chica que ganaba novecientos dólares en una hora estaba ahora desnuda sobre una mesa de autopsias, iluminada por el pálido sol que entraba a través de una claraboya.
No figuraba en los registros informáticos policiales ni judiciales, como tampoco Kelly. Montez y Lloyd sí tenían antecedentes. Hablarían con Lloyd, intentarían pillarlo, pero se centrarían en Montez. Le señalarían que los asaltantes eran blancos. Solicitarían una grabación de su llamada a la policía.
Se fijó en una nota del tablón de anuncios, escrita a mano: «Howard, el lunes te toca limpiar el cubo de los sesos».
Richard Harris tocó en la mampara de cristal de la sala de observación de autopsias. Se encontraba al otro lado, desde donde podía ver la operación sin sentir demasiado asco. Delsa salió para encontrarse con él, porque Richard se negaba a entrar en una sala de autopsias.
—Hemos identificado al que descuartizaron. Se llama Zorro, y mata por dinero.
—¿Cómo lo habéis sabido?
—Su padre y su madre también están en el negocio. El Zorro no llamó a la hora acordada. El Zorro es un tipo peligroso y sabe que los de la banda rival quieren liquidarlo. Si no sigue las normas y llama a cierta hora, es porque está muerto. La familia está en la sala de observación. El fotógrafo del equipo de patólogos está intentando fotografiarlo sin que su rostro salga demasiado quemado.
»Y Tony hijo está armando jaleo en el pasillo. Quiere saber qué hacen todos esos chicanos de mierda en la sala de observación, donde se ve a la víctima a través del monitor. Quiere hablar contigo. Es decir, «exige» hablar contigo.
—¿Qué se sabe de Tyrell? —preguntó Delsa—. ¿Lo has cogido?
—Él y otros dos miembros de la banda con causas pendientes violaron la condicional. Pasé por allí a desayunar y tuve tiempo de echar un vistazo al local y a la cocina. Desde la barra se ve toda la actividad. Tyrell estaba friendo huevos. Lo tenía delante mientras hablaba por teléfono. Manny estaba fuera con los de Delitos Violentos. Me llamó y me dijo: «¿Está ahí? ¿Qué haces? ¿Entramos o no?». Le dije que en cuanto terminase el desayuno.
—Manny Reyes.
—Manny entró y nos acercamos a Tyrell, que estaba en la cocina. Al vernos, salió corriendo por la puerta de atrás y se subió a un coche; su novia y su bebé ocupaban los asientos delanteros, como si lo estuvieran esperando a la salida del trabajo. Al ver a los nuestros, coge al bebé y rodea el coche para ponerse al volante, utilizando a su propia hija como escudo. ¿Me has oído? Nos abalanzamos sobre él. Y después Manny dijo: «Hoy he aprendido una cosa. Cómo encajar una Glock 40 en la nariz de un tío».
La noche anterior Delsa había llamado a Richard, que seguía en casa del Sr. Paradiso, para comunicarle que la chica del sillón era Chloe, no Kelly, y decirle que detuviese a Montez y averiguase por qué había mentido en la identificación de la víctima. «Pero no le digas que lo sabemos.»
En ese momento, en la sala forense, Delsa le dijo:
—En cuanto salgas de aquí coge a Montez; nos veremos a las cinco.
—Te encontrarás con Tony en el pasillo —le advirtió Richard.
—¿Cómo sabe que estoy en el caso?
—Seguro que te sigue el rastro desde que ganaste en ese caso por muerte accidental. Recuerdo que por aquel entonces yo estaba en Delitos Violentos y todo el mundo hablaba de ello. ¿Cuánto pedía el tío, treinta millones?
Cuatro años antes, a finales de noviembre, Delsa se encontraba en Eastland con Maureen. Eran las ocho y estaban dando vueltas en la oscuridad, guiándose por los faros para encontrar una plaza de aparcamiento cerca de Hudson’s, antes de que se convirtiera en Marshall Field’s. Y Maureen dijo: «Ahí tienes una», pero Delsa tuvo que seguir a dos tíos desgarbados que iban andando por la calzada muy despacio.
Blancos, de veintitantos, con malas pintas, se metieron en el hueco libre, acaso con intención de atajar para cruzar la calle; había otro hueco delante, y Maureen dijo: «A ver si os movéis de una vez». Lo dijo en voz alta, aunque más para sí misma que para ellos. Maureen no era precisamente una mujer paciente; tenía mucho carácter y hacía pesas mientras Delsa veía la tele. Se inclinó y tocó el claxon.
Tal como Delsa esperaba, los tipos se volvieron y se quedaron mirando los faros —por aquel entonces de un Honda Accord negro con más de 150.000 km—, y uno de ellos dijo:
—¿Tenéis prisa?
Delsa recordaba que Maureen comentó:
—¿Qué te apuestas a que esos dos tienen un buen historial delictivo?
—Por eso habría preferido que no tocaras el claxon —dijo Delsa.
—Sabes lo que están haciendo. Buscan un coche para robarlo. —Y señaló a continuación que el Honda Accord era el coche más robado en Estados Unidos.
Delsa recordaba que dijo que si no llegaban pronto a Hudson’s lo encontrarían cerrado. Iban a comprarle al padre de Maureen un par de jerseys, uno por su cumpleaños y otro por Navidad, para matar dos pájaros de un tiro.
Pero los tíos se acercaron al coche, con sus mugrientas cazadoras abiertas, las gorras con la visera en la nuca y la mirada perdida de los yonquis.
—La noche de los muertos vivientes —dijo Maureen—. Bajemos las ventanillas. A ver qué dicen estos capullos.
Delsa tuvo que darle la razón, podían ser delincuentes en busca de acción. Se desabrochó el cinturón de seguridad, se bajó la cremallera de la cazadora y sacó la Glock de la cartuchera, dejándola junto a la cadera derecha. Maureen llevaba su pistola en el bolso, abierto sobre el regazo.
El que se acercó por el lado de Delsa apoyó los brazos en el hueco de la ventanilla y se le pegó a la cara para decir:
—Conduces como un negro de mierda.
Delsa no entendió a qué se refería, pero se abstuvo de preguntar. En lugar de eso, dijo:
—Tienes problemas. Apártate del coche. —Al segundo abría bruscamente la puerta y la empujaba con el hombro, golpeando al tipo en la cara con el filo de la chapa y tirándolo al suelo. Cuando oyó a Maureen gritar: «¡Frank, me ha quitado el bolso!», Delsa ya había salido del coche y vio que el otro echaba a correr con el bolso de piel marrón entre las plazas de aparcamiento libres para cruzar al otro carril y colgarse de la parte trasera de un camión de basura, mientras los faros de otro coche que se acercaba de frente y pasaba de largo lo iluminaban. El que estaba en el suelo se levantó y echó a correr hacia el camión. Se detuvo en el siguiente callejón, se volvió y dijo: «¡Ahora sí que estás jodido, tío!». Delsa oyó que Maureen gritaba: «¡Tiene mi pistola!», pero no apartó la vista del que acababa de gritarle para hacerle saber que la cosa no acabaría ahí. El tío se subió a la cabina del camión y encendió la luz interior. Delsa sacó su Glock y disparó rozando el lateral. La luz de la cabina se apagó cuando el tío cerró de un portazo y saltó a la calzada con un arma, que cargó con un chasquido mientras Delsa levantaba la Glock, apuntaba tal como le habían enseñado y le disparaba al pecho, seguro de lo que hacía, y el cañón del arma se levantó hacia el cielo al tiempo que el tío caía sobre el asfalto. Delsa apuntó entonces al otro, que rebuscaba en el bolso de Maureen y sacaba la mano empuñando una pistola del calibre 40, y lo derribó disparando al centro del pecho. Se acercó entonces con Maureen para examinarlos y ella les tomó el pulso. Era la primera vez que Delsa disparaba a alguien. Maureen avisó a emergencias mientras Delsa se acercaba con el Honda para iluminar la escena con los faros del coche.
Resultaron ser dos hermanos, condenados por robo de coches y en libertad condicional, que llevaban seis meses sin presentarse ante su oficial de vigilancia; habían dejado el instituto… «Para trabajar y ayudar a su madre mientras su padre cumplía cadena perpetua», según Anthony Paradiso hijo, el abogado de la madre, declaró ante los medios de comunicación. Paradiso hijo presentó una querella contra la ciudad de Detroit, el Departamento de Policía y Frank Delsa, y solicitó una indemnización de treinta millones. El argumento de Tony hijo: la acción de Delsa había sido claramente agresiva e irresponsable, por hacer un uso excesivo de la fuerza con resultado de muerte. Ante la prensa, por su parte, Tony hijo declaró: «¿Está bien matar a dos chicos por intentar robar un viejo Honda? ¿Un coche con más de 150.000 km?».
El tribunal desestimó la demanda de Tony. Una junta policial estudió las pruebas presentadas por Asuntos Internos, determinó que Delsa había actuado de acuerdo con el procedimiento y lo reintegró al servicio activo. El psicólogo del departamento aseguró que Delsa había reaccionado positivamente y lamentaba haber tenido que hacer uso de su arma. Delsa manifestó su alivio porque las víctimas fuesen «chicos blancos» y no hubiera ocasión de presentar los hechos como un «caso de racismo».
Los dos bancos que había en el vestíbulo del edificio de los forenses, amplios y redondeados, eran de tela azul clara, con un marco de madera amarillo chillón, colores que por alguna razón a Delsa le parecieron más propios de un centro de enseñanza. Se imaginó una pancarta en la pared que decía «Hogar de los Patólogos Combatientes». Enseguida vio a Tony Paradiso.
Tony ocupaba una buena parte del banco más próximo, el brazo extendido sobre el borde del respaldo, cómodo, tranquilo, un tipo satisfecho de su aspecto que llevaba un traje caro y unas botas de tacón para aumentar su estatura entre 7 y 15 cm, un tipo que podía ponerse la servilleta en la pechera de la camisa con cierto estilo y quedarse tan ancho. Delsa se había topado con él en Randy’s, después de que el tribunal hubiese desestimado su demanda, y Tony lo invitó a almorzar. Siempre contaba con personalidades acordes para la ocasión, capaces de aplacar a las mujeres y a las madres de los muertos y de gritar en la cara a los testigos de la parte contraria. Delsa consideraba que Tony sobreactuaba y no le caía simpático, pero disfrutaba viéndolo actuar ante el tribunal y no tenía inconveniente en hablar con él. Tony era abogado y, por tanto, había que aceptar que fuese tan dogmático y estuviese de mierda hasta el cuello. A Delsa nunca le había parecido un capullo, aunque tal vez lo fuera si llegabas a conocerlo bien. Era un abogado muy solicitado, de cincuenta y tres años, con el pelo oscuro pulcramente peinado y un enorme trasero.
Al ver a Delsa, Tony dijo:
—¿Quieres venir un momento, Frank? Ayúdame. —Pero no se levantó. Delsa se acercó a él—. No me dejan ver a papá. —En tono solemne, aunque con esperanza en los ojos, mirando a Delsa.
—La sala de observación está ocupada.
—Por un puñado de mexicanos. ¿Quién ha muerto?
—Un tipo al que llaman Zorro, de una de las bandas.
—No he oído hablar de él. ¿Era un asesino de polis?
Delsa negó con la cabeza.
—Nada que pueda interesarte.
—¿Detecto cierto resentimiento? ¿Todavía me guardas rencor?
—Nunca te he guardado rencor —dijo Delsa.
—Sabes que no fue un asunto personal, Frank. Ya te lo expliqué en su momento. Podíamos haber llegado a un acuerdo; la ciudad pagaba unos cuantos pavos y a ti no te costaba un céntimo.
—No me ofreciste un porcentaje.
—Vamos, tú sabes que yo no hago eso. Sé que si apretaste el gatillo demasiado deprisa fue para evitar que uno de esos cabrones te disparase con el arma de tu mujer. Pero eso no lo mencioné, ¿lo recuerdas? Oye, Frank, sentí mucho lo de tu mujer. Ahora yo he perdido a papá y no me dejan verlo.
—No creo que te gustara verlo en este momento. Le están haciendo el análisis post mórtem.
—Les he dicho que no pienso identificarlo a través del monitor; quiero verlo. Tienes que sentarte en el suelo para poder ver la puñetera pantalla. La sala está llena de cajas de Kleenex. Si te acercas a la puerta podrás oír a esos desgraciados… son muy sentimentales, Frank. ¿Tienes alguna pista?
—Todavía no. Harris está en ello.
—Lo vi anoche. Me dijo que habías estado allí, pero ya te habías marchado. ¿Crees que ha sido un robo?
—Por el momento, sí. Había dos mujeres jóvenes en la casa, Tony. Necesito saber cuál de las dos era la amiguita de tu padre.
—La que estaba con él, Chloe. ¿No es así?
—Lo das por hecho.
—¿No era Chloe?
—La identificaron como Kelly Barr. Fue Montez quien nos lo dijo.
—Nadie me lo había contado —dijo Tony—. ¿Kelly Barr? Nunca he oído hablar de ella. Un momento… ¿Chloe está viva?
Delsa le dijo que no; la que estaba en el sillón era Chloe.
—Montez se equivocó —dijo Delsa; y vio que Tony fruncía el ceño.
—¿De qué me estás hablando? Él la conoce, la va a recoger y la lleva a casa.
—¿Tú la conocías bien?
—¿Yo? No paro de revisar el testamento de papá para ver cuándo aparece su nombre en el codicilo. Eso es todo cuanto la conocía.
—Supones que iba a por su dinero.
—Era una puta, Frank.
—Y tu padre lo sabía, ¿no es así?
—Entraba en la casa desnudándose… claro que lo sabía. La localizó a través de Internet, donde se hacía llamar «Coñito». Le gustaba. ¿Por qué no? Le ayudaba a sobrellevar sus ochenta y cuatro rocas, si es que tal cosa es posible. Pero eso no le daba derecho a ser incluida en su testamento.
—¿Lo propuso él en alguna ocasión?
—No, pero yo lo veía venir. Estaba pensando muy seriamente en solicitar poderes. A mi padre se le estaba yendo la cabeza, Frank. Las primeras señales de Alzheimer le nublaban el juicio. De momento ya le estaba dando a esa chica cinco mil a la semana, que yo sepa.
—Tal vez tenía prevista otra fórmula para ocuparse de ella cuando ya no estuviera aquí —dijo Delsa.
—¿Y ahora de qué le servirá? Ella también está muerta.
Ésa no era la cuestión.
—¿Y si lo tuviera organizado? ¿Digamos una cuenta a su nombre? —sugirió Delsa. Vio seis, siete, ocho personas que abarrotaban la sala de observación, las tres mujeres con pañuelos en la cara. Harris se acercó a uno de los hombres, un hispano de edad avanzada.
—Si le ha dejado algo, yo no estoy al corriente —dijo Tony.
—Has mencionado que tu padre encontró a Chloe en Internet. ¿Sabía manejar un ordenador?
Tony se quedó un momento pensativo.
—Tienes razón. Debió de ser Montez quien la localizó. Para eso estaba con él, para conseguirle a papá todo lo que quisiera. Papá pensaba dejarle a Montez la casa, pero a mi hija Allegra se le ocurrió que podía ser divertido vivir en la ciudad, y papá cambió su testamento. La casa es para Allegra, aunque ahora ya no sé qué va a pasar. Su marido quiere marcharse a California y comprar unos viñedos. Yo no me llevo bien con él. Se llama John Tintinalli. En este momento vende semen de toro por Internet y es agente de bolsa. Lo venden a granjas lácteas para inseminar a las vacas todos los años y que no paren de producir leche. Sí, John representa a varios grandes campeones entre los toros, «Attila», «Big Daddy» y algunos otros.
—¿Y cómo consigue el semen? —No tuvo más remedio que preguntar Delsa.
—Según tengo entendido, utilizan una vagina de vaca artificial para que el toro eyacule en ella. O se la sacuden o le meten una descarga eléctrica por el culo. Hay distintos procedimientos. Eso tendrás que preguntárselo a John.
Delsa no alcanzaba a imaginar cómo sería el segundo procedimiento.
—El caso es que tu padre y Montez se llevaban bien.
—Sí. Papá a veces lo llamaba su mascota negra. No sólo era el jefe, sino que era el jefe blanco. Ya sabes cómo es la gente de su generación; seguía refiriéndose a Montez como un hombre «de color». Montez no estaba incluido en el testamento, pero seguro que tenían algún apaño. El viejo se enternecía después de unas copas y empezaba a decir que todos los hombres habían sido creados iguales, y Montez lo animaba diciendo: «Claro que sí, Mr. Paradise». A papá le encantaba esa chorrada de Mr. Paradise. Y Lloyd… a Lloyd se le da mejor aún.
—No nos ha contado gran cosa. Dice que estaba durmiendo.
—Porque el tío Lloyd es más listo que Montez y mantiene la boca cerrada. «No, le aseguro que yo no sé nada de eso.»
—¿Por qué lo conservaba tu padre?
—Ya te lo he dicho. Lloyd no sabe, ni ve ni oye nada. Hasta se rasca la cabeza para demostrarlo. Y no es mal cocinero. Fue segundo chef en Randy’s después de salir de la cárcel.
—¿Por qué estuvo allí?
—¡Creía que el investigador infalible eras tú!
—No he consultado su expediente.
—Se dedicaba al robo a mano armada. Lo trincaron en un atraco. Si Lloyd estuviera en sus buenos tiempos, sería Montez quien trabajaría para él. Lo que me gustaría saber es por qué diría Montez que la chica que estaba con papá era la otra.
—Tendré que preguntárselo.
—¿La otra chica seguía allí, después de lo ocurrido?
—Sí, estaba en la casa.
—Montez tendría que saber que no era Chloe, ¿no es cierto?
—Bien pensado —observó Delsa—. Se lo preguntaré.
Y se marchó de allí.