Diez

La cosa fue como sigue: Avern Cohn recibió un encargo y lo dejó en manos de Carl Fontana y Art Krupa.

Avern era uno de esos abogados de Clinton Street que merodean por los alrededores del Tribunal Frank Murphy en busca de clientes; fue allí donde conoció a Fontana y a Krupa, en distintas causas por homicidio. Avern se consideraba su agente, y les pedía el veinte por ciento de cincuenta mil, sus honorarios mínimos por un trabajo profesional. Quienes contrataban sus servicios podían permitírselo, porque todos estaban metidos en el negocio de la droga. Cincuenta de los grandes era el precio de dos kilos y medio de droga al por mayor, y también lo que se pagaba por deshacerse de la competencia o por vengarse de alguien.

En una de sus primeras reuniones para llegar a un acuerdo, mientras tomaban unas copas en el Caucus Club, Fontana dijo:

—Yo creía que un agente sólo se lleva el diez por ciento.

—Lo nuestro no es precisamente el negocio del espectáculo. Vosotros entraréis cuando yo os diga que el tío está allí, le dispararéis o lo arrojaréis por una ventana y cobraréis vuestra parte, veinte de los grandes para cada uno. Yo, para conseguir la mitad primero tengo que encontrar el trabajo. ¿O pensáis que puedo ir haciendo publicidad por ahí, como esos tarados que se dedican a reclamar por lesiones? No puedo recurrir a la pobre ama de casa a la que su marido le pega una paliza cada vez que se emborracha. Y ella tampoco puede poner un anuncio. Tengo que vérmelas con gente que se mata entre sí.

Eso respondió a la pregunta de Krupa de por qué Avern no aceptaba trabajos de gente normal que simplemente quería dar una paliza a alguien.

—Pero esa gente existe. Carl conoce a una.

—Sí, a Connie, mi mujer —dijo Fontana—. Si por casualidad acude a ti, mándala a la mierda.

Avern estaba encantado con esos dos. Nunca ponían pegas a ningún encargo. Entraban en un Baby Sister’s Kitchen, le pegaban un tiro a quien correspondiese mientras se tomaba su trucha de criadero y se largaban. Y de paso se cargaban también a su guardaespaldas. No consumían drogas en exceso y eran lo suficientemente racistas para sentirse más que cómodos liquidando a negros o a otras minorías étnicas, como chicanos y árabes.

Avern había representado a Carl Fontana por disparar a un hombre con un cañón de posta montado en una Remington. ¿Qué pasó? El tal Carl había matado a un ciervo en Northville. Estaban en época de veda y se largaron a toda prisa; se llevaron al ciervo a su casa y lo colgaron en el garaje sobre una bañera. Se bebieron una botella de Jim Beam mientras el ciervo se desangraba. ¿Y cuál fue la declaración de Carl? «Estaba con un tío que no tenía ni puta idea de cómo se adoba un ciervo. Se puso a darle tajos con el cuchillo. Yo me limité a decirle: “Los filetes no se cortan antes de adobar la carne, gilipollas”. Y se me echó encima con el cuchillo.»

Menos de una semana después, Avern representó a Art Krupa por matar de un disparo a un hombre negro en el curso de una discusión: en un bar de Seven Mile, el día de Martin Luther King. Por aquel entonces, Krupa se dedicaba a recaudar impuestos callejeros entre los corredores de apuestas, pero el tiroteo no tuvo nada que ver con su trabajo. Dijo que fue una de esas cosas que pasan. «Yo no tenía intención de disparar cuando empezó la conversación. El tío debió de sentirse ofendido por algo que dije sobre el doctor King, rompió una botella de cerveza y no me dejó elección.»

Por homicidio con arma de fuego podían caerles quince años a cada uno. Avern consiguió llegar a un acuerdo: a Fontana le cayeron cuarenta y dos meses y a Krupa cuarenta, en Jackson, la prisión del sur de Michigan.

Mientras ellos cumplían condena, un cliente acudió a Avern quejándose de que unos tipos lo atacaban desde un coche en marcha y le estaban jodiendo el negocio: «Nadie quiere entrar a comprar droga en una casa tiroteada.» Pensando que el asunto podía ser un buen trabajo, Avern aconsejó al cliente que no interviniera, pues sería el principal sospechoso. La solución para tratar con chicos malos era contratar a chicos malos. ¿Por qué no? Asesinos a sueldo. Podía meter una mano en sus archivos sin molestarse siquiera en mirar y seleccionar a los tiradores, pero la mayoría eran chavales, pandilleros, difíciles de controlar. Se acordó de Art y de Carl, los dos en el Bloque D de Jackson, hombres adultos, blancos y que no trabajaban para nadie. No eran demasiado corpulentos, pero sí un buen par de bestias. Les dijo que se buscaran y, si veían que congeniaban, que fuesen a verlo; tenía un trabajo para ellos.

Carl Fontana, de cincuenta y dos años y 1,73 m de estatura, era flaco, empezaba a perder el pelo pajizo, trabajaba como albañil y detestaba hacer patios con motivos decorativos. Pero treinta años antes, en Vietnam, Carl había sido una rata de túnel, precisamente por su delgadez. Se arrastraba por un agujero con un 45 y una linterna. Carl siempre decía: «No te imaginas el miedo que daba». Pero lo hacía; entraba. A su regreso fue detenido por escándalo público y un par de robos con agravante antes de establecerse como albañil. Carl le dijo a Avern que no bastaba con poner un ladrillo sobre otro porque todos eran distintos.

Arthur Krupa, de cuarenta y ocho años y 1,80 m de estatura, salió del instituto con ganas de ser gángster o actor de cine en papeles de gángster. No conocía a nadie en Hollywood, pero tenía un tío con contactos. Art cometió un robo en una tienda para demostrar lo que era capaz de hacer, y su tío lo contrató. Sin embargo, el negocio de la recaudación de apuestas le resultaba muy aburrido, y se hartó de los chismorreos y de que lo insultaran en lenguas raras. Estaba convencido de que se parecía a John Gotti, aunque nadie opinara lo mismo.

Ese día, en el Caucus Club, Avern pidió otra ronda de lo mismo, martini con aceitunas rellenas de anchoas, y un par de Molsons con chupitos de Crown Royal. Art y Carl eran un par de currantes, de los de calcetines blancos.

Avern dijo:

—Si puedo conseguiros cinco trabajos al año, podríais ganar cien de los grandes cada uno, aunque es posible que no lleguemos a cinco. Entretanto tendréis tiempo libre. Podríamos empezar con asaltos a viviendas y ver si os gusta.

—Yo ya he hecho eso —dijo Art.

—Ten en cuenta que tendrás que liquidar a delincuentes.

—Supongo que la mayoría serán drogatas.

—¿No te supone un problema usar armas? —preguntó Avern.

—¿En esta ciudad?

—Barbra Streisand actuó aquí, en el Caucus, cuando tenía dieciocho años. —Avern tenía sesenta y un años y era miembro de un grupo de teatro—. La oí cantar «Happy Days Are Here Again», muy, muy despacio.

Llevaban ya año y medio en el negocio y cinco asaltos a viviendas bien pagados, pero sólo cuatro asesinatos. En el quinto la cagaron por intentar cepillarse al tío dentro de su coche, disparándole cuando circulaba a noventa por Gratiot; el muy cabrón perdió el control del vehículo y se estrelló contra un camión. Pensaban probar de nuevo con una escopeta. El objetivo eran tres negros —primero había que encontrar a esos hijos de puta, que nunca estaban donde Avern decía— y un traficante de drogas árabe que tenía una gasolinera con tienda. Había bastantes árabes en Southfield, según Carl, todos de Irak; llevaban turbante, aunque no eran musulmanes. Art ya había tratado con árabes en el negocio de las apuestas. Decía que todos eran iguales, que un turbante siempre era un turbante.

Avern les aseguró que el siguiente encargo sería el más fácil hasta la fecha.

—La puerta principal estará abierta. Entráis, liquidáis al viejo y salís. Que parezca que vais a robar. El mayordomo, Lloyd, estará en la cama. Montez, el contratista —Avern ya no decía «el que paga por acabar con el cliente»—, vive en la casa, pero no estará allí. Os pagará en dos días; os reuniréis con él en un motel de Woodward. Por aquí debo de tener el nombre.

Se encontraban en el despacho de Avern, en la vigésima planta del Penobscot Building, la pared a espaldas de Avern decorada con dibujos de viejos con pelucas y togas, como viñetas, pero sin ninguna gracia. Mientras Avern buscaba la nota en la mesa, Carl preguntó por qué el tal Montez no podía tener el dinero listo en el acto.

—Acabo de deciros que no estará allí; no quiere que parezca que puede estar implicado. Aquí está —dijo, pasándole la nota a Art—. «The University Inn», cerca de Wayne.

—¿Y ese Montez no es traficante, pero dispone de cuarenta de los grandes en metálico?

—Tú no te preocupes por eso.

—Sí, claro. Ya está todo acordado —dijo Carl—. ¿Por qué te ha elegido para este asunto?

—Lo conozco de Randy’s y de otros sitios. Cuando él era un chaval lo representé en varias comparecencias en el Frank Murphy y llegué a un acuerdo con el fiscal para reducir los cargos. Ahora nos vemos de vez en cuando para tomar una copa y charlar. Me pide consejo sobre algunas cosas, sobre su futuro.

—¿Te pidió consejo sobre cómo acabar con su jefe?

Carl tenía la sensación de que Avern se reservaba algo, de que no estaba contando la historia completa. Avern explicó que el viejo estaba muy débil y tenía incontinencia. Cambiarle los pañales y darle de comer se había convertido en un trabajo a tiempo completo.

—El viejo le pidió a Montez que lo ayudara a poner fin a su sufrimiento, pero Montez no era capaz de hacerlo. Él quería morir y Montez aceptó el encargo de buscar a alguien. Ésa es la razón que me ha dado y yo lo creo —dijo Avern—. Y pensé que podía hacerle un favor y de paso ganar unos pavos.

—¿Nos vamos? —propuso Art.

—Yo creo que ese Montez piensa sacar tajada de esto —opinó Carl.

—Bueno, sí —admitió Avern—, está en el testamento del viejo. Seguro.

Pero en ningún momento mencionó que, sentada con el viejo en el sillón, habría una chica en topless, con la cara y las tetas pintadas.

El asunto le dio mal fario a Carl desde el principio. Primero, mientras Avern lo exponía como si fuese muy sencillo, y ahora, mientras hablaba por teléfono con Connie desde el Anchor Bar y ella le colgó. Cuando volvió a la mesa, donde Art estaba viendo un partido de hockey mientras tomaba un ron con cola light, Carl tenía ganas de echar la culpa a Connie de cómo se sentía.

—¡Menuda mierda, tío! Yzerman acaba de marcar, les llevan cuarenta y dos puntos de ventaja a los Rangers.

Carl se sentó y cogió su Seven y Seven.

—Me han llamado dos veces, pero no ha querido decirme quién ha sido.

—¿Connie?

—Le prometí que pasaría para llevarle una botella de vodka y se me olvidó. Y me sale con eso de «Si tú no haces nada por mí, yo no pienso hacer nada por ti».

—¡Pero si tiene coche!

—Han vuelto a quitarle el carnet por tercera vez en el último año y medio. Yo le dije: «¡Joder! ¿Es que no puedes beber sin estrellarte contra algo?». Y ella me dijo: «¿Y eso qué sentido tiene?».

—A lo mejor ha sido Avern. ¿Por qué no le llamas?

—No creo que lo encuentre.

Art levantó el reloj hacia la luz y se estiró un poco para mirarlo, el pelo peinado hacia atrás como John Gotti, sin una sola cana en la cabeza.

—¿Estás preparado? —preguntó.

Carl encendió un cigarrillo, cogió su copa y dijo:

—El viejo no es un criminal. Avern dijo que tendríamos que liquidar a chicos malos.

—Entraremos, echaremos un vistazo al mueble bar y nos llevaremos una botella de vodka. Y daremos una vuelta por si vemos algo más que nos guste.

—Yo preferiría entrar y salir deprisa —dijo Carl.

—¿Qué pasa? ¿No estás de humor? Cada vez que hablas con ella te pones tenso. Alguna vez tendrás que explicarme por qué no le mandas a hacer puñetas. Hablo de Connie, porque te he oído decir que ni siquiera es atractiva. Lo único que vale es el pelo rojo, cómo se peina. Pasas más tiempo en mi casa que con ella —dijo Art, comprobando su vaso y agitando el hielo.

—Vamos.

Habían ido hasta el centro en el Chevy Tahoe rojo de Fontana y lo habían dejado en el aparcamiento, detrás de Harmonie Park. Pararon a tomar un par de copas en Intermezzo, donde se encontraban en ese momento, para relajarse un poco. Desde allí fueron caminando hasta Madison y luego hasta la Ópera de Michigan, en dirección este, donde esperaron en la acera vacía hasta que terminase la función, fumando un cigarrillo sujeto entre los dedos con los guantes de cuero negros.

Los cuentos de Hoffman —leyó Art en el cartel. ¿Has visto una alguna vez?

—¿Una qué?

—Una ópera.

Carl dijo que no y el asunto quedó zanjado.

—Ya salen —dijo Art—. Oye, si te apetece levantar alguna cartera, por mí no hay problema.

—Es demasiado fácil —dijo Carl.

Hundieron las manos en los bolsillos de los chubasqueros negros y fueron andando hacia el costado del edificio, donde los aparcacoches entregaban los vehículos al público que salía del teatro. Carl y Art se mezclaron en la oscuridad entre la multitud vestida para ir a la ópera, Art con un billete de cinco dólares en la mano, mirando los faros de los coches que se acercaban en dos filas, parachoques con parachoques, y a los apresurados aparcacoches con guantes y chaqueta. Uno de ellos salió de un Chrysler blanco y se quedó sosteniendo la puerta, mirando hacia el gentío entre el vaho de su aliento.

—Ahí está —dijo Art. Y se alejaron de la multitud. Art le dio al aparcacoches los cinco pavos y se puso al volante. Carl subió por la otra puerta. Una vez hubieron salido de allí, mientras circulaban en dirección a la avenida Jefferson, se sacaron de los bolsillos de los impermeables unas viseras de los Detroit Tigers —las que usaban los Tigers cuando salían de viaje, con la D de trazo inglés antiguo en color naranja— y se las pusieron. Art se miró en el retrovisor para ajustarse bien la gorra.

Se dirigían tranquilamente hacia la casa de Iroquois, iluminada con focos, imposible confundirla. Habían pasado previamente por allí para localizarla. Art entró en la avenida del jardín, subió hasta la puerta principal y apagó las luces. Se quedaron dentro del coche, sin hablar. Luego sacaron y amartillaron sus semiautomáticas; Carl llevaba una Smith & Wesson y Art una Sig Sauer. Les habían dicho que el viejo estaría arriba, en su dormitorio, al final del pasillo, si no lo encontraban en el piso de abajo. Avern les garantizó que estaría solo.

Sin decir palabra, salieron del coche, entraron por la puerta abierta y oyeron la tele en el salón, justo enfrente del vestíbulo, frente a un enorme sillón. Cruzaron la habitación y se detuvieron cada uno a un lado del sillón.

La rubia que estaba con el viejo, desnuda de cintura para arriba, con la cara y las tetas pintadas, los miró y vio que iban armados, pero no se puso a gritar ni pareció asustarse.

—¿Son amigos tuyos? —le preguntó al viejo.

El viejo entrecerró los ojos para mirarlos, como si pensara ¿lo son? Y acto seguido, para hacerse el duro y demostrar que él llevaba la batuta, dijo:

—Coged lo que hayáis venido a buscar y largaos de aquí. No tengo caja fuerte, así que no perdáis el tiempo buscándola. —No parecía tan débil y sabía lo que estaba pasando.

Carl lo apuntó con su Smith, le disparó en el pecho y luego en la cabeza.

La chica se quedó sin aire, se puso rígida y abrió unos ojos como platos. —Carl y Art la estaban mirando—. Entonces abrió la boca, se pasó la punta de la lengua por los labios, se agachó un poco para subirse la falda y mostrarse bien —Carl y Art seguían mirándola— y dijo:

—¿No estaréis enfadados conmigo, verdad que no, chicos?

Art disparó.

Le dio justo entre los pechos y en el centro de la frente. Se agachó para recoger los casquillos y dio una vuelta hasta que encontró los de Carl. Art se había quedado escuchando los vítores que salían de la tele y viendo el partido. Pasado medio minuto, se volvió hacia Carl, que estaba mirando a la chica, y dijo:

—Estaban viendo la victoria del Michigan en la Rose Bowl. En este momento, Washington le saca doce puntos a Michigan. Woodson está a punto de hacer un pase en diagonal para salvarle el culo a Wolverines. Me acuerdo de este partido. Gané cien pavos. —Volvió a mirar a Carl y dijo—: Está muerta.

Carl ya se había dado cuenta.

—Sabes que no he tenido más remedio —dijo Art.

—Lo sé.

—Temí que si empezábamos a hablar con ella…

—Sé lo que quieres decir —dijo Carl.

—¡Era guay, tío! —dijo Art—. Me habría gustado conocerla. Pero seguro que si hablamos con ella…

Carl dejó de mirar a la chica al ver que Art apuntaba con su Sig del calibre 40 hacia el vestíbulo.

A un negro muy trajeado que decía:

—No dispares, tío, yo soy el que os paga. —Se acercó, sin apartar la vista del sillón, hasta que vio a su jefe y a la chica. Cerró los ojos y exclamó: «¡Joder!», como si le arrancaran un gruñido.

—No teníais que haber hecho eso —dijo, sacudiendo la cabeza—. Podíais haber dejado que se marchara y no habría dicho una puta palabra. No sabéis lo que acabáis de hacer, tíos.

Art miró a Carl, que observaba a Montez, y Carl dijo:

—Se suponía que estaría solo.

—Y también se suponía que vosotros teníais que estar localizables —replicó Montez—. He llamado varias veces y esa histérica me cuelga el teléfono. —Volvió a mirar a la chica, sacudiendo la cabeza—. La habéis cagado, tíos.

Carl levantó su Smith y se la puso a Montez en la cara.

—¿Intentas jodernos?

—¿Queréis cobrar? —preguntó Montez.

—¿Tienes la pasta?

—La tendréis cuando dije.

Art dio un paso hacia Montez, levantando la Sig Sauer con la mano derecha para obligarle a mirarlo, y con la izquierda le metió un puñetazo de gancho, fuerte. Montez se tambaleó, pero no llegó a caer.

—Si no apareces con ella pasado mañana, te encontraremos, mamón.

Montez movió la mandíbula, aunque no llegó a tocársela con la mano, y los miró mientras decidía si seguir en el juego o abandonar la partida. Lo que dijo fue:

—Venga, llevaos algo, la plata, esos cuadros antiguos; algo, lo que queráis.

Carl volvió a tener esa sensación que no le gustaba un pelo.

—¿Quieres que parezca un robo?

—Un asalto que salió mal —dijo Montez—. Pensabais que no habría nadie y…

—Llegamos y nos encontramos con que había una puta fiesta —dijo Carl—. Una fiesta sorpresa. El viejo no estaba enfermo. Estaba con una titi. Y ahora llegas tú, con tu traje a rayas y nos dices lo que tenemos que hacer… ¿Por qué lo querías muerto?

—Porque estaba viejo y cansado de sufrir. Si quieres saber la verdad, fue idea suya. Pegad un tiro al salir.

—Espero llegar a viejo sufriendo tanto como él —dijo Carl—. Viendo un partido de fútbol con una titi en pelotas. ¿Qué sacas tú de todo esto? No creo que pagues cincuenta de los grandes para quedarte con sus trajes.

—¿Qué tal si la próxima vez nos saltamos la conversación? —dijo Montez—. Os doy el dinero, y ni siquiera tenéis que darme las gracias.

Carl tenía ganas de cargárselo y tuvo que hacer un gran esfuerzo para bajar el brazo con el que sostenía el arma y tranquilizarse. El sonido de la tele dejó de oírse. Oyó que Art decía:

—Veintiuno dieciséis. —Y a continuación—: Aquí tienes tu vodka.

Carl sacó la botella de la champanera. Era una marca que no conocía. Mientras iban hacia el vestíbulo, Art dijo:

—Me acuerdo de esa Rose Bowl como si hubiese sido la semana pasada. Michigan al fin consiguió la copa.

—Casi me cargo a ese mamón.

—Te comprendo —dijo Art—. Es un bocazas.

Una vez en la puerta, volvió a apuntar a Montez y le recordó su cita en el plazo de dos días. Montez les gritó que se cargaran el cristal. Art rompió uno de los paneles con la culata del arma, desde fuera, y le dijo a Carl:

—¿Crees que los polis se lo tragarán?

—Ése no es nuestro problema.