Primero oyó una voz de mujer procedente del pasillo.
—Hay una chica aquí.
El policía de uniforme que entró momentos después le preguntó a Kelly si se encontraba bien. No hubo respuesta. Se inclinó ligeramente sobre ella, sentada en una silla, y Kelly se volvió hacia la ventana, sintió la proximidad de la cara del agente de tráfico, el olor a tabaco en su aliento, su reflejo en el cristal, un poco más arriba. Él preguntó si había visto lo ocurrido. Ella comprendió a qué se refería, pero dijo que no. Él dijo que no le preguntaba si lo había visto mientras ocurría. Ella dijo que sí, que los había visto en el sillón. Escondió la cabeza bajo el cuello de su abrigo color canela, vuelto hacia arriba. Él le preguntó si había venido con la otra chica. Ella no respondió. Le preguntó su nombre. No respondió. Le dijo que no se cambiara de ropa ni se lavase la cara o las manos. Le ordenó que mantuviera la luz encendida y la puerta abierta. Luego se marchó, pero otra agente de uniforme, una mujer negra, se quedó en el pasillo.
Ella miró el reloj sin lograr ver qué hora era, pues la lámpara quedaba a sus espaldas, al otro lado de la cama.
Si llegaron a la casa poco antes de las diez, subieron para retocarse un poco —los ojos aún maquillados y el pelo alborotado—, se quedaron un rato charlando y se fumaron un cigarrillo, sin prisa, debían de ser casi las once cuando empezaron su actuación; Lloyd les sirvió otra copa y el viejo lanzó al aire la moneda de Montez.
—Cruz —anunció—. Puedes tener a Kelly todo el tiempo que quieras. A mi salud.
Ella resolvió tomárselo con calma, sin hacer tonterías. Se mostraría fría, desenvuelta. Subiría al dormitorio y cogería su abrigo. Y en cuanto él se hubiera desnudado le diría directamente que no era una puta, y se marcharía, saldría de la casa. Terminó su copa y echó a andar hacia el vestíbulo, pero la voz del viejo la detuvo.
—Mira lo ansiosa que está. Vamos, Montez. Llévala al dormitorio y tírala encima de la cama. —Kelly se volvió, a pocos pasos del pasillo que conducía al vestíbulo; el viejo se estaba riendo.
Vio que Montez se disponía a decir algo mientras el viejo daba un sorbo a su copa.
—¿Le importaría si me quedara con Chloe, señor? —preguntó Montez—. Se lo pido porque podría haberme tocado igualmente, al tirar la moneda —añadió, encogiéndose de hombros—. ¿Me permite que sea Chloe, Mr. Paradise?
—Un momento —terció Chloe.
Pero el Sr. Paradiso intervino al punto:
—¡Esto es increíble! Te trato con respeto, te ofrezco a una chica que cuesta novecientos dólares… y no te conviene; quieres a la otra. Cuando le regalo a Lloyd ropa cara que yo ya no quiero, se muestra muy agradecido. «Gracias, Mr. Paradise. Gracias, señor.» Pero tú nunca estás satisfecho, ¿verdad? Prefieres insultarme, restregarme por la cara mi propio gesto.
—Como usted diga, señor —aceptó Montez.
Se acercó a Kelly, a quien sorprendió no apreciar en el rostro de Montez expresión alguna, aunque la agarró bruscamente del brazo para conducirla hacia el vestíbulo y escaleras arriba, y ella, con sus zapatillas de deporte, tuvo que apresurarse para seguirle el paso. Llegaron al dormitorio donde habían dejado los abrigos, y Montez le hizo entrar de un empujón; la luz del cuarto de baño seguía encendida. Kelly se volvió hacia él para decirle:
—No pienso acostarme contigo; más vale que no se te pase por la cabeza.
Él se quedó en el umbral, de espaldas a ella, mirando hacia el pasillo.
—No es nada personal, ¿vale? —aclaró Kelly.
Montez no se volvió y tampoco dijo nada. No se movió.
Kelly entró en el cuarto de baño, encendió un cigarrillo y terminó el cóctel que se había dejado allí. El de Chloe, apenas sin tocar, estaba junto al lavabo. Kelly lo cogió y se lo bebió de un trago, hasta la última gota, y vio su cara en el espejo, los ojos exagerados y el extravagante peinado. Retrocedió hasta la habitación —mientras, Montez seguía en la puerta—, se sentó a un lado de la enorme cama y se fumó el cigarrillo, sirviéndose del cenicero que había en la mesita de noche. Encendió la lámpara. Era un cenicero del Pierre de Nueva York.
Se quedó mirando la espalda de Montez, su traje de raya diplomática, y se preguntó qué hacía, en qué estaría pensando…
¿Por qué no se le había abalanzado ya?
¿Por qué prefería a Chloe?
Lo cierto es que no estaba ofendida.
Chloe tenía las tetas más grandes, y quizá sólo fuera por eso, porque Montez llevaba meses viéndolas y…
Si intentaba algo, ella se lo explicaría: «Verás, no soy lo que crees. No soy una fulana, ¿vale? Yo necesito estar enamorada, y casi no nos conocemos». Le daría conversación. Le diría que una vez tuvo un novio afroamericano, un tipo estupendo, de lo más auténtico.
Montez no se había movido de la puerta.
—¿Qué haces? —preguntó Kelly.
Montez no respondió.
Kelly pensó en lavarse la cara, quitarse el maquillaje de los ojos, pero no le apetecía moverse.
—Estás intentado oír algo —dijo. Y siguió sentada, en silencio y quieta; se terminó el cigarrillo, lo apagó y encendió otro…
Vio que los hombros de Montez daban un respingo al tiempo que se oía el ruido seco y sordo de un arma de fuego en el piso de abajo… no sonó como en las películas, pero no podía tratarse de otra cosa, y volvió a oírlo, detonaciones súbitas y fuertes; se le cayó el cigarrillo al levantarse de la cama y tuvo que buscar en la alfombra el puto Virginia Slim antes de apagarlo en el cenicero. Cuando volvió a mirar a la puerta, Montez había desaparecido.
Kelly se puso el abrigo. Cogió el de Chloe de encima de la cama y salió al pasillo.
Vio a Montez junto a la barandilla de la escalera, donde ésta se curvaba hacia el rellano, sobre el vestíbulo iluminado. Se acercó hacia allí pegada a la pared; Montez esperaba… Eso parecía; que esperaba a alguien. Montez gritó: «¡Eh!». Y Kelly se detuvo. Montez siguió esperando.
Luego bajó corriendo la escalera enmoquetada.
Kelly siguió avanzando junto a la pared hasta la barandilla, se puso a cuatro patas y miró hacia el vestíbulo, vacío, entre las columnas de mármol. Se encontraba justo encima del breve pasillo que conducía al salón. Oyó voces, pero no pudo distinguir lo que decían. La de Montez y otras dos; tres voces distintas que parecían enzarzadas en una discusión; dos contra una. Se incorporó para escuchar, dejó el abrigo de Chloe sobre la barandilla y volvió a ponerse a cuatro patas, arrastrando el abrigo en su movimiento.
Vio entonces a dos hombres con chubasqueros negros y gorras de béisbol, que cruzaban el vestíbulo en dirección a la puerta principal. De pronto se volvieron para mirar atrás y se detuvieron un momento: eran blancos, de unos cincuenta años, de pequeña estatura, y no había en ellos nada extraordinario; tipos normales y corrientes, con pinta de trabajadores. Uno llevaba un arma, una automática; el otro, una botella de vodka sujeta por el cuello, la misma que estaba bebiendo el viejo. El que iba armado apuntó hacia el pasillo y dijo:
—Pasado mañana, mamón.
El mismo hombre abrió la puerta, y la voz de Montez llegó entonces desde alguna parte hasta donde se encontraba Kelly, agazapada tras la barandilla.
—¡Rompedlo!
Los hombres salieron, cerraron la puerta, y una lluvia de cristales rosas estalló en el vestíbulo.
Su primer impulso fue echar a correr escaleras abajo y salir por la puerta principal, largarse, en ese preciso instante; nunca había estado allí. Sin embargo, vaciló. ¡Mierda! Se había dejado el bolso en el cuarto de baño y su nombre aparecía en las tarjetas de crédito y en el carnet de conducir… No debería estar allí. Ella no quería ir. Pero estaba, por más que se negase a ver lo que había en el salón —mejor no enterarse de lo que había pasado— y que Montez sabía que estaba a punto de ocurrir cuando esperaba en el umbral de la puerta…
Montez apareció en el vestíbulo, se volvió y levantó la vista, presintiendo o quizá viendo a Kelly entre las columnas, y ella ya no pudo salir corriendo. Se puso en pie y esperó mientras Montez subía.
—¡Menudo cabrón el negro ése! Al principio me pareció que llevaba un pasamontañas. ¿Lo has visto?
Kelly no supo qué decir.
—Cuidado con lo que dices, bonita. Yo estaba justo donde tú estás ahora. Vine al oír los disparos. Lo vi ahí abajo, le advertí que tenía un arma y él salió por la puerta. Tú no has visto al negro porque seguías en la habitación. ¿Entendido? Eso es lo que ha pasado. —La invitó a que lo siguiera con un gesto de la mano, al tiempo que decía—: Vamos, quiero enseñarte algo. —Le quitó el abrigo de Chloe y lo dejó sobre la barandilla.
Bajaron al salón sin que Montez parase de hablar:
—Quiero que veas a tu amiga, para que comprendas en qué situación te encuentras. Para que comprendas lo que te puede ocurrir si no haces lo que te digo. Si vomitas, luego lo limpias, ¿entendido?
Se detuvo a medio camino, en el salón, y le sujetó la cabeza para que mirase.
—Ahora vas a ver a Mr. Paradise y a tu amiga Kelly, muertos.
—Yo soy Kelly —dijo ella, reaccionando al fin, sin pensar.
Pero Montez dijo:
—De eso nada. Tú eres Chloe.
Volvió a llevarla al dormitorio, donde la lámpara seguía encendida. Kelly fue al baño a por el tabaco y el encendedor; necesitaba tener algo entre las manos. Montez le dijo:
—Ven aquí. Antes de que haga esa llamada, tú y yo vamos a llegar a un acuerdo.
—Tú lo sabías —dijo Kelly, sin moverse de la puerta.
—Sabía que al viejo le había llegado su hora… ¡joder!, por fin. En cuanto a tu amiga, si hubieseis venido ayer, como estaba previsto, ahora estaría viva. Ese negro, el que ha entrado en la casa, la vio con el hombre, y es una testigo. Es una lástima, pero así son las cosas. Estaba donde no debía cuando no debía.
—Chloe —dijo Kelly—. ¿Por qué no puedes pronunciar su nombre?
—Ya te lo he dicho. Tú eres Chloe. Ése es tu nombre, hasta que hayamos concluido algunos asuntos. Siéntate ahí y no pienses en nada mientras hablo contigo. —Su tono de voz se volvió un poco más relajado al decir—: ¿No puedes quitártela de la cabeza, eh? Sabes que podría haberte pasado a ti. No te muevas. Enseguida vuelvo.
La había llevado al salón y obligado a detenerse delante del sillón, y lo que vio fue como un mazazo en la cabeza. Montez le sujetó el cuello, forzándola a mirar, y esta vez se atrevió a fijar la vista en el cuerpo de Chloe. Al viejo no lo miró, sólo a Chloe. No parecía Chloe, entre la sangre y los ojos pintados, pero lo era, y Kelly tuvo que tomar aire una vez, y otra, inhalar y exhalar despacio, recomponerse y aceptar la visión de Chloe muerta. Por el momento, nada más. Extendió una mano para bajarle a Chloe la falda, pero Montez se lo impidió; le agarró de la mano y le ordenó que no tocase la falda.
Montez volvió al dormitorio con una pipa de agua, la encendió y aspiró el humo; la pipa borboteó tranquilamente. Cargó otra vez la pipa con un pellizco de hierba que sacó de una bolsita y la encendió de nuevo, la cubrió con el pulgar y se la pasó a Kelly. Ella inhaló y observó las volutas de humo en el interior del tubo de cristal.
—Otra vez —dijo Montez, volviendo a encender la pipa. Kelly aspiró de nuevo, sin decir nada, y él dejó la pipa encima de la cómoda.
—¿Te das cuenta de que esa moneda te ha salvado la vida? Intenté evitar que Chloe se quedara con él. Pero me salió con eso de que él siempre me trataba con respeto y yo nunca estaba satisfecho. ¿Quería decir que ya no le chupaba el culo como antes? Fue entonces cuando decidí que no haría nada por impedirlo. Dejaría que un negro apestoso entrase y se cargara a ese hijo de puta.
Kelly no quiso discutir y preguntó con cautela:
—¿Querías salvar a Chloe porque sabías que el viejo le había dejado algo?
—Que ella conseguiría con mi ayuda —aclaró Montez—. ¿Te lo había contado, verdad? Estupendo, eso me ahorra explicaciones.
—Está en la caja fuerte de un banco —dijo Kelly.
—¿Te dijo de qué banco?
—No, y tampoco lo que había en la caja.
—Pues lo dejaremos estar hasta que llegue el momento. Tendré que hacerlo contigo, retocarte un poco para que seas Chloe.
—¿Cuánto es?
—El viejo me dijo que un millón seiscientos.
—¿Nada más?
—Eso era hace bastante tiempo, según tengo entendido. No llevo la cuenta.
—Chloe dijo que era un seguro de vida.
—Chloe no tenía ni puta idea. Verás, la caja está a mi nombre y a nombre del viejo. Ahora que él ya no está, es mía. Pasado mañana sacaré lo que contiene y te lo traeré.
—Son acciones —dijo Kelly.
—Puedes creer lo que quieras.
Su tono de seguridad hizo que a Kelly le entrasen ganas de golpearlo con algún objeto contundente o de pegarle una patada en la entrepierna, y eso le dio valor, algo a lo que aferrarse, mientras se decía: «Tú eres más lista que él. Usa la cabeza y lárgate de aquí».
—Estás loco si piensas que voy a ayudarte —dijo.
—Bueno, estoy desesperado, y por eso sé que lo harás.
—Yo no soy Chloe. Todo el mundo se dará cuenta.
—Te pareces mucho. Si conseguimos que la policía se lo trague el tiempo suficiente, estamos salvados. Tú vivías con ella, busca su firma en alguna parte y aprende a imitarla.
—Búscate a otra.
—Tienes que ser tú —dijo Montez, casi cantando—; ninguna otra vale.
Kelly se acercó hasta el sillón que había junto a la ventana y se vio reflejada sobre un triste fondo de árboles y arbustos en distintos tonos de oscuridad. Se sentó y dijo:
—No pienso ayudarte. —Vio que la silueta de Montez aparecía reflejada en el cristal; vio su rostro y sintió sus manos sobre sus hombros.
—Vamos, ahora ya sabes cómo es una herida de bala. ¿Vas a decirme que sí y luego irle a la policía con el cuento de que no eres quien yo digo? Si lo haces, ese hijo de perra te estará esperando una noche cuando vuelvas a casa. No te dirá nada; se limitará a pegarte un tiro en la cabeza. Puede que incluso acabe contigo sin que llegues a verlo. ¿Entiendes? No te pido que digas que quieres hacerlo. No tienes opción, bonita. Y ahora siéntate como te he dicho.
Kelly se acomodó en la silla con un cigarrillo entre los labios y se echó el abrigo sobre las piernas desnudas. Montez se acercó con el cenicero y lo dejó caer sobre su regazo, diciendo:
—¿No querrás quemar ese abrigo tan bonito, verdad? Quiero que te metas en la cabeza que eres Chloe, que te lo repitas a ti misma. Empieza a interpretar el papel, cariño. Tienes que estar bien metida en él cuando la policía te pregunte qué ha pasado y quién es Kelly, la chica que vivía contigo; les harás creer que la visión de tu amiga muerta y cubierta de sangre te ha dejado destrozada, que estás en shock. ¿Entendido?
La habitación quedó en silencio durante un rato. Kelly se sentía protegida por su abrigo de lana, hundida entre los redondos brazos del sillón. Montez se había acercado a la cómoda para encender la pipa y meterse, también él, en su papel.
Montez quería que se fuese haciendo a la idea, pero Kelly empezaba a estar colocada, entre la hierba y los alexanders, lo justo para cobrar confianza y convencerse de que estaba bien. Para ser ella misma y no pensar en Chloe. Nunca había sentido vergüenza en bragas, en tanga o en lo que le hicieran ponerse. Sabía posar, sabía dar a su mirada la expresión adecuada. Era Kelly Barr y no veía ninguna razón para convertirse en otra persona.
Él no la mataría.
La necesitaba.
Giró la cabeza para echar un vistazo a la habitación y dijo:
—Notarán el olor.
—A los de homicidios no les importan las drogas, bonita. ¿Dónde están vuestros bolsos?
—En el baño.
Montez fue a por los bolsos, volvió al dormitorio y los sostuvo en alto. Los dos de Vuitton:
—¿Cuál es el tuyo?
—El negro.
Los dejó en la cama, abrió el que Kelly le había indicado, sacó la cartera, miró el carnet de conducir y dijo:
—Éste es el de Kelly. ¿No sabes distinguir tu bolso del suyo? Como no te convenzas de quién eres, te aplastaré la cara contra el suelo y te pisaré la cabeza. Adiós nariz. Adiós dientes. —Cogió el bolso de Chloe, miró en su interior y lo lanzó sobre el regazo de Kelly—. Ahí están todas tus cosas, tus tarjetas de crédito y tus llaves. Míralo bien y asegúrate de quién eres. El bolso de la pequeña Kelly se irá abajo. —Tras una pausa añadió—: Ah, quería preguntarte una cosa, ¿sabes si a Kelly le han tomado alguna vez las huellas dactilares?
—¿A mí?
—A Kelly.
Ella negó con la cabeza.
—No.
—¿Nunca la pillaron ni le tomaron las huellas?
—¿Te refieres a si me detuvieron? ¿Por qué?
—Por ejercer la prostitución. ¿Nunca te trincaron?
—Yo no soy una puta, ¡imbécil! Soy modelo.
—Eso dicen todas, menos las que están en la calle. Ésas tienen que vender el culo y necesitan que se sepa. Escucha, la policía preguntará quién es esa tal Kelly que está con el viejo medio desnuda, exhibiéndose, y comprenderán que es una puta. Yo diré que sí, pero de lujo, claro, de lo contrario Mr. Paradise no estaría con ella. Las dos sois putas; es así de fácil.
—Sabes que saldrá en los periódicos —dijo Kelly.
—Supongo que sí, y en la tele.
—Fotos del famoso abogado y de la prostituta. No tardarán en descubrir que es Chloe. Pero mientras sigan creyendo que soy yo…
—¿Qué?
—Avisarán a mi padre.
—¿Vive aquí?
—En Florida. Está jubilado. Tendrá que venir para organizar el funeral. Ayer mismo estaba aquí.
—Umm —dijo Montez.
—¿Verdad que no habías pensado en eso?
—Desde que él lanzó la moneda al aire no he hecho otra cosa que pensar. Si hubiera sabido que veníais esta noche… Pero nadie me avisó. —Había vuelto a colocarse detrás del sillón y se miró en la ventana antes de decir—: Muy bien. —Como si empezara desde el principio—. La policía querrá saber cómo era ella. ¿Tenía un novio celoso? ¿Un chulo enfadado por alguna razón? Tú no sabes gran cosa de ella y por supuesto no sabes nada de su familia ni dónde vive.
—Ni de su hermano —dijo Kelly—, que te va a joder vivo.
Montez le agarró un mechón de pelo y la levantó del asiento; Kelly apoyó las manos en los brazos del sillón y contuvo el aliento hasta que él la soltó.
—No sabes nada que pueda ayudarles, y yo tampoco. ¿Kelly? ¿Chloe? Mierda, siempre las confundo. Los nombres suenan igual… y al ver lo mucho que os parecéis se me ocurrió la idea.
—No somos gemelas idénticas —señaló Kelly.
—Tenéis el mismo pelo, la misma nariz bonita… si me confundís a mí, podéis confundir a la policía. —Montez le dio una palmadita en la cabeza—. Sólo necesito tiempo para ir al banco, quitarme este puto traje de abogado y actuar como un hombre de mi edad, cariño. Cuando me detuvieron por agredir a unos oficiales de policía, el viejo me sacó libre de cargos; me vistió con un traje barato y puso una Biblia encima de la mesa para que yo la leyera mientras él ofrecía su exposición del caso y demostraba que me habían intimidado. Cuando quedé libre, me dio un traje de abogado. Él me ayudó y yo empecé a trabajar para él sin saber que acababa de convertirme en su monigote, sin saber que él me vestiría y yo tendría que actuar como si fuera su chulo y su mano derecha. Comprenderás que ya he pagado el contenido de esa caja de seguridad. ¿Y qué pasa si nadie lo reclama? Que el banco se queda con todo.
—Por eso está bien llevárselo —dijo Kelly.
—Intento darte otro punto de vista —dijo Montez—. Él ya no puede decir nada, porque ya no está. ¿Lo entiendes? Lo que tengo que hacer es conseguir esa caja enseguida.
—Como te dijo ese tío —respondió Kelly, consciente de su colocón—, tienes dos días, mamón.
—Vaya —dijo Montez—. ¿Intentas decirme que puedes ser muy mala cuando te lo propones? Recuerda que ahora somos socios. Si no hacemos lo que te digo, nos pegarán un tiro en la cabeza a los dos.
Cuando el poli con olor a tabaco en el aliento —que le recordó a su padre— se hubo marchado, Kelly se quedó sentada observando su reflejo en la ventana, el de una niña acurrucada bajo un abrigo. Perdida. Sola. Le apetecía otro alexander. ¡Qué buenos estaban! Se imaginó hablando con el policía, con esa voz alelada y ridícula, interpretando a Chloe en estado de shock. Lo comparó con el momento de estudiar una serie de poses y pensó:
¿Estás chalada?
Un negro trajeado te dice que actúes como si estuvieras en shock, cuando ni siquiera has visto nunca a nadie en ese estado, y tú lo haces. En presencia de un policía que no se anda con tonterías, que no tiene un ápice de compasión, que lleva un arma en la cintura y unas esposas…
¿Eres tonta del culo?
Se volvió para mirar hacia la puerta por encima del respaldo del sillón. Vio a dos mujeres negras en el pasillo; una iba de uniforme, la otra, un poco mayor, con un pelo bonito y muy natural, llevaba un anorak largo y oscuro y una bufanda roja que no estaban mal.
—Disculpen —dijo Kelly—. ¿Qué pasa ahora?
La mayor de las dos, de unos cuarenta, se acercó a la puerta y dijo:
—¿Te has recuperado del shock?
—Me encuentro un poco mejor, aunque no creo que pueda bajar.
—¿Y por qué quieres bajar?
—Quiero irme a casa.
—Te llevaremos a la comisaría para hablar contigo.
—¿Es que creen que he matado a mi mejor amiga?
—¿Y a tu amigo?
—¿El viejo? Es la primera vez que vengo a esta casa. Lo conocí esta misma noche. —Se estaba poniendo nerviosa. Se recordó que no debía perder la calma y dijo—: No tengo la menor idea de qué cojones ha pasado. ¿De acuerdo?
La mujer del anorak entró en la habitación y se presentó:
—Soy la sargento Michaels. ¿Por qué no giramos el sillón y yo me siento en la cama?
Kelly se levantó, empezó a mover el sillón y preguntó:
—¿Han hablado ya con Montez?
—Estamos hablando con todo el mundo —respondió Jackie Michaels, ayudando a Kelly a mover el sillón—. Iré al grano, Chloe. Lo primero que quiero saber es si eres una prostituta.