Siete

Aparcaron en la calle y salieron los tres del coche, con sus abrigos oscuros, Harris con un Borsalino marrón.

—La ventaja del Sillón del Amor, Frank, es que no te duele la espalda ni te roza la alfombra cuando tienes que hacerlo en el suelo.

Caminaban hacia la casa totalmente iluminada, la entrada del jardín repleta de coches, mientras Jackie Michaels decía:

—Glenn, el chico blanco, trajo uno de ésos una vez… tienes que ser trapecista para excitarte, os lo aseguro. Glenn se cayó de crisma y ahí terminó el Sillón del Amor.

Pasaron bajo la cinta policial, y los sedanes oscuros de la entrada se convirtieron en coches de patrulla; estaban en la escena de un crimen.

El sargento de la Comisaría Séptima, Dermot Cleary, el que fuera compañero de Delsa en su año de novato, los esperaba junto a la puerta.

—Los dos para ti, Frank. Anthony Paradiso… lástima que no haya sido el capullo de Tony hijo, y una tal Kelly Barr, blanca, de veintisiete años, vive en River Place con Franklin. Están en el salón.

—¿Y los tres testigos? —preguntó Delsa.

Cleary abrió su libreta de notas y se acercó a la luz que había sobre el dintel de la doble puerta. Delsa se fijó en que uno de los paneles de cristal rosa estaba hecho añicos.

—Montez Taylor, negro, de treinta y tres años, vive en la casa. —Cleary levantó la vista de sus notas y añadió—: Viste como un puto abogado, con traje de raya diplomática y corbata. Dice que es el asistente personal del Sr. Paradiso. Yo le dije: «¿Eso qué significa, que le limpias los zapatos?». Montez lo llama Mr. Paradise. Lleva diez años a su servicio. El otro es Lloyd Williams, negro, de setenta y un años. Lloyd sí admite que es un criado, el mayordomo; también vive en la casa. Dice que estaba profundamente dormido y no oyó los disparos.

—¿Cuántos fueron?

—Cuatro. Dos al viejo y dos a la chica.

—¿Y el tercer testigo?

—Si quieres llamarla así. Chloe Robinette, blanca, de veintisiete años. La misma edad y dirección que Kelly Barr. Viven juntas. Eso, según Montez. Sólo la he visto un momento. Está en una habitación del piso de arriba, con un agente.

—¿Te ha contado algo?

—No ha habido manera. Montez dice que está en estado de shock.

—¿Montez es médico?

—Es un bocazas. Cree que ha sido un robo fallido. Dice que asustó al ladrón antes de que pudiera llevarse nada.

—¿Dónde estaba cuando se produjeron los disparos?

—Arriba, con Chloe. Montez dice que las chicas son putas de lujo. Novecientos la hora. ¿Te lo puedes creer?

Delsa miró a Jackie, que había trabajado en Vicio.

—¿Kelly Barr y Chloe Robinette?

Jackie negó con la cabeza.

—Demasiado lujo para estar fichadas.

—¿Oyó los disparos, salió corriendo del dormitorio y vio al intruso? —preguntó Delsa.

—Justo cuando salía por la puerta; era negro —explicó Cleary—. Ese Montez es un engreído, Frank. Aunque dadas las circunstancias, aparenta que quiere ayudar.

—¿Parece educado?

—Si le quitas el traje de raya diplomática, podría estar en cualquier esquina. No es muy grande, de peso medio y más o menos de tu misma estatura.

—Pensaba que en el Village había servicio de vigilancia.

—Estuvieron aquí hace un rato para enterarse de qué estaba pasando.

—¿Por qué esta casa?

—Era un buen blanco —dijo Cleary—. Tampoco me trago la milonga de que sólo entró un hombre. Es una casa demasiado grande.

—Aún no sabemos nada —dijo Delsa—. No sabemos si el tío entró por aquí o si rompió el cristal al salir. Ni siquiera tenemos la certeza de que las chicas sean putas. Montez podría tener sus motivos para decirlo.

—Echa un vistazo a la amplitud del sillón y lo sabrás —dijo Cleary.

Abotonado de azul marino hasta el cuello, Delsa cruzó el salón para examinar los cadáveres, seguido de Jackie y de Harris. Hizo una señal a un agente de uniforme, apostado en el arco de entrada al salón. El agente se acercó. Delsa le dijo:

—¿Ése es Montez?

—Sí, señor. Montez Taylor.

Había un negro muy atractivo sentado en la cabecera de la mesa del salón, fumando un cigarrillo; traje gris y corbata dorada sobre camisa oscura, las piernas cruzadas, la silla ladeada para observar a los peritos mientras recogían pruebas. Sobre la mesa, lejos del hombre, había un bolso de mujer.

Delsa preguntó al policía si se había fijado en que Montez estaba fumando. El policía dijo que no. Delsa apostó cinco pavos a que era un Newport. Harris aceptó la apuesta, y Delsa le dijo:

—Dile a uno de los peritos que guarde la colilla en una bolsa. —Se acercó al sillón situado frente al televisor. Alex, uno de los peritos, estaba tomando fotos de los cadáveres. Se apartó para que los de Homicidios pudieran examinar debidamente al viejo y a la chica.

Tenían la cara cubierta por una máscara de sangre seca procedente de las heridas de bala en el centro de la frente; la boca caída y los ojos cerrados. La herida que la chica presentaba en el pecho había provocado una hemorragia sobre los senos desnudos y el estómago, y había manchado la cinturilla de la falda tableada, azul y maíz, levantada para dejar al descubierto el pubis, una densa extensión de pelo oscuro. El viejo tenía una mancha negra en la sudadera.

—¿Tenían los ojos cerrados? —preguntó Delsa.

—No los hemos tocado —respondió Alex—. Tenían las cabezas así, hacia atrás, no caídas sobre el pecho. Lo he consultado con el sargento Cleary. Estaban mirando al cañón del arma cuando les dispararon.

—¿Qué lleva la chica en el pecho? ¿Es un tatuaje?

—Es rotulador. Parece que alguien le ha dibujado una gran M.

—¿El televisor estaba apagado?

—Sí; eso también lo comprobé. Lo limpiaremos bien. Y los vasos; examinaremos si los han limpiado, tomaremos las huellas a los testigos y comprobaremos si tienen residuos de pólvora.

—¿Qué hay de las heridas?

—Las de la cabeza tienen entrada y salida, aunque todavía no he movido los cuerpos del sillón. No hay casquillos de bala en el suelo.

—¿Y la falda?

—Estaba así. Como si alguien se la hubiera levantado para verle el coño. Los chicos de la Séptima lo han estado comentando. Es muy raro ver a una chica joven con semejante felpudo. Todas se depilan y te recuerdan a Hitler.

—Creo que a eso lo llaman estilo Charlie Chaplin —intervino Harris.

—No está mal —asintió Alex—. Los he visto de todas clases, incluso en forma de corazón.

—Pues yo pienso dejar en paz el mío —dijo Jackie.

—¿Por qué no vas a ver a Chloe? —le pidió Delsa, volviéndose hacia ella—. Averigua si es prostituta. No; primero avisa al forense para que envíen a un patólogo, puesto que ya sabemos la hora y la manera. Él se ocupará luego de llamar al servicio de recogida. ¿De acuerdo? —Y a Harris le ordenó—: Avisa al mayordomo, Lloyd Williams, y que venga también Montez.

Delsa volvió a mirar a la chica, Kelly, el pelo rubio con las puntas alborotadas, concentrándose para apreciar su rostro bajo la sangre y el maquillaje de ojos, intentando imaginarla viva. Oyó que lo llamaban:

—¿Detective?

Se volvió y vio a Montez, que se acercaba con su traje gris de raya diplomática, como un hombre deseoso de que se fijen en él.

—Esperaba que alguien la cubriera —dijo Montez— después de examinarle la espesura. Sería lo más decente. No importa cómo la chica se ganase la vida.

—¿La conocía bien?

—Creo que sólo ha estado aquí un par de veces.

—¿Y qué me dice de Chloe?

—Lo mismo da una que otra; vinieron esta noche para entretener a Mr. Paradise con su espectáculo de animadoras. Le encantaban las animadoras guapas.

—¿Son animadoras?

—Sólo para él. Se inventan canciones como: «Somos las niñas de Mi-chi-gan y nosotras solitas te vamos a pelar». No sé si se refieren a hacerlo o a lo que cobran por hacerlo. Pero ¿qué estoy diciendo? Son chicas elegantes. Mr. Paradise no trae fulanas baratas a su casa.

Montez estaba de pie, las manos enlazadas por delante, en actitud respetuosa.

—Usted estaba arriba con Chloe —afirmó Delsa.

—Así es, mientras el jefe veía un partido de fútbol con Kelly. Un vídeo; algún vídeo del Michigan. Tiene todos los partidos que han ganado. Aunque podría haber sido Chloe. Como le digo, lo mismo da una que otra. A ellas les gusta.

—Intercambiables —dijo Delsa—. ¿Y el viejo permite que su personal se tire a sus chicas?

Montez lo miró fijamente, con cara de póquer, antes de esbozar algo parecido a una sonrisa.

—Yo no habría estado arriba si no hubiese sido idea suya.

—¿Lo han hecho todos juntos alguna vez? ¿Usted y el jefe con una o dos chicas?

—A eso ni siquiera voy a molestarme en responder.

—¿Y qué hacían esta noche, cambiar cromos?

Montez lo miró a los ojos y dijo:

—Las chicas hicieron su actuación y Mr. Paradise me mandó arriba con Chloe. Me dijo que disfrutara a su salud.

—¿Ha estado alguna vez arriba con Kelly?

—Hago todo lo que él me ordena.

—¿Ha estado alguna vez con Kelly?

—No.

—¿Lo había incluido en su testamento?

—Se acabó; no hay más preguntas —dijo Montez.

—¿Lo había incluido?

—Eso es un asunto privado del jefe.

—No sé por qué me da que, si le deja tirarse a sus chicas, es porque hay una buena relación entre ustedes. ¿Cuánto le ha dejado?

—No sé si me ha dejado algo.

—¿Habló alguna vez de su muerte?

—¿De su salud? A veces gastaba bromas. Decía que igual se le paraba el contador con estas chicas.

—Él estaba con Kelly y usted con Chloe.

Montez vaciló antes de responder:

—Eso es.

—Ellos dos estaban viendo la tele juntos, en el sillón.

—Así estaban la última vez que los vi.

—Usted subió con Chloe. ¿Y luego qué?

—Ese negro entró y los mató.

—Un ladrón.

—¿Qué otra cosa podía ser?

—¿Oyó los disparos?

—Fueron cuatro. Pam, pam. Luego silencio. Luego pam, pam.

—¿Y qué hizo usted?

—Salí corriendo al pasillo. Me asomé por la barandilla de la escalera y lo vi en el vestíbulo. Le grité y echó a correr.

—¿Qué le gritó?

—Le dije que tenía un arma y él salió por la puerta.

—¿Y es cierto?

—¿Qué? ¿Si tenía un arma? No.

—¿Y si hubiera visto que no iba armado?

—Apenas me miró. Levantó la vista un momento y se esfumó.

—¿Tiene un arma?

—No.

—¿Hay un arma en la casa?

—En la habitación del jefe.

—¿Por qué no fue a buscarla?

—Salí corriendo al pasillo… no sabía qué estaba pasando… si los disparos venían del exterior. Pensé que Mr. Paradise estaba abajo, con la chica, con Kelly. Me pregunté si estaría bien. Me parecía imposible que ella le hubiese disparado, ¿sería posible? ¿Habría traído un arma?

—Escondida en su faldita de animadora —sugirió Delsa.

—En el abrigo o en el bolso… no pensé dónde podía llevarla. Lo que me importaba era si Mr. Paradise se encontraba bien.

—Fue desde el dormitorio hasta las escaleras. ¿Qué hizo a continuación?

—Gritar que tenía un arma.

—Y dice que el hombre echó a correr. ¿Cómo había entrado?

—Usted ha entrado por delante; habrá visto la puerta.

—¿Oyó romperse el cristal?

—Estaba arriba.

—¿No hay sistema de alarma?

—Cuando estoy yo aquí no la conecto hasta que me retiro a mi suite, que está encima del garaje. Si no estoy yo, Lloyd se encarga de encenderla antes de acostarse.

—¿Qué aspecto tenía ese hombre?

—Era un negro corpulento, adulto.

—¿Lo había visto antes?

—No.

—¿Qué le gritó?

—Ya se lo he dicho.

—Vuelva a decírmelo; las palabras exactas.

—Le dije… le grité: «¡Tengo un arma, negro!» Y él echó a correr.

—¿Pudo ver su arma?

—Parecía un nueve.

—¿Llevaba guantes?

Montez reflexionó un momento.

—No lo sé —dijo.

—¿Se llevó algo?

—Una botella de vodka.

—¿Lo han acusado alguna vez de algún delito?

—¿Qué? ¿Por qué me pregunta eso?

—Quiero saberlo.

—Una vez. De eso hace mucho tiempo. Mr. Paradise fue mi abogado.

—¿Por qué?

—Por agresión. Seguro que lo investiga de todos modos. No fue gran cosa.

—¿Qué hacía usted para Mr. Paradise?

—Protegerlo.

—¿Por qué cree que alguien querría liquidarlo?

—No veo ninguna razón, a menos que se trate de algún poli corrupto con ganas de venganza. ¿Sabe a qué me refiero? Por eso cuando avisé a la policía por teléfono dije que alguien había entrado a robar.

—¿Por qué mataría a Mr. Paradise y a Kelly?

—¿Por qué cuando un tipo asalta un Seven-Eleven se carga al empleado? Dígamelo usted; es lo mismo.

—¿Qué hizo después de que él saliera por la puerta? —preguntó Delsa.

—Bajé corriendo y vi a los dos en el sillón, cubiertos de sangre.

—¿Apagó el televisor?

—No estaba encendido —respondió Montez, tras pensarlo un momento.

—¿Tocó los cuerpos?

—¿Sabe una cosa? —dijo Montez—. Estuve a punto. No de tocar los cuerpos. De bajarle la falda a la chica, pero me contuve a tiempo, para no alterar nada.

—No los tocó para comprobar si estaban vivos.

—¿No ha visto cómo están? Estaban así, como si se hubieran desangrado. Avisé a la policía. —Se interrumpió—. No; cuando estaba a punto de llamar vi que Chloe estaba bajando por la escalera. Los miró y casi le da un ataque. Empezó a gritar… y le dije que volviera arriba.

—¿Por qué?

—Para poder hacer la llamada con tranquilidad. Primero la llevé arriba y luego llamé por teléfono.

—¿Se tranquilizó?

—Le di algo.

—¿Sí…?

—Entre mis obligaciones figura la de cambiar el agua de la pipa de Mr. Paradise y ocuparme de que siempre haya hierba en casa, nada de porquerías que puedan hacerle daño. Para cuando quiere relajarse. Cogí la pipa de agua y se la di a la chica, a Chloe: «Fuma un poco, te tranquilizará».

—Hoy he estado hablando con un tipo al que llaman Triple Jota; viven en la Novena. Triple Jota fue testigo de un tiroteo en el que un hombre resultó muerto, pero no quería contarme nada. Cuando comprendió que yo sabía que él lo había visto todo, me dijo: «Vale, voy a ser sincero contigo. Me pasé el día fumando porros y no me enteraba de nada». ¿Comprende lo que se proponía? Reconocer un delito menor, que sabe que a mí me importa un bledo, para no decirme quién disparó.

—¿Cree que yo he mencionado la pipa por eso?

—Es parecido. Intenta decirme que no tiene nada que ocultar, que puedo creer en su palabra. ¿Ha estado alguna vez en Yakity Yak’s?

—«Yakety Yak, don’t talk back…» fue un gran éxito de los Coasters. No, nunca he estado allí. ¿Terminó delatando al que disparó?

—Y se quedó mucho más a gusto. Hábleme de Kelly. De dónde es…

—No lo sé.

—¿Tiene familia?

—No sé si esa clase de chicas tiene familia. Quiero decir si se relaciona con su familia. ¿Me entiende? Si llama a su madre para charlar con ella y le cuenta sus correrías. Supongo que podría tener familia. En ese caso tendrán que encargarse del funeral, ¿no es así?

—Antes tendrá que verla el forense —dijo Delsa—, para identificarla.

—¿Quiere identificarlos? —preguntó Montez—. Ése es Mr. Paradise y ella la pequeña Kelly; no tengo la menor duda.

—Y para que averigüe la causa de la muerte —insistió Delsa.

—¿Se está quedando conmigo? Los dos tienen heridas de bala.

—Si ha trabajado usted para un abogado, debería saber de qué estoy hablando —dijo Delsa, que casi había terminado con él—. ¿Dijo que las dos chicas eran furcias?

—Chicas de alterne, acompañantes de lujo. Cobran novecientos por hora, tío.

—¿Chloe y usted estaban en la cama cuando oyó los disparos?

—Preparándonos para ello.

—¿Llevaba puesta esa misma ropa?

—La misma, toda la noche.

—Dice que se estaban preparando. ¿Eso qué significa? ¿Qué se estaba bajando los pantalones?

—Significa que estaba a punto de desnudarme cuando me interrumpieron. Unos disparos pueden cambiar tus planes, tío.

—¿Cómo está Chloe? ¿Cree que ya se encuentra bien?

—Puedo ir a comprobarlo, si quiere.

—Yo tengo que subir de todos modos —dijo Delsa—. Le ahorraré el paseo.