Jerome consultó su Rolex de mercadillo callejero.
Eran las 20.15 h. y los fluorescentes de la sala de la brigada estaban encendidos. Sentado en una silla reclinable que Delsa había instalado cerca de su escritorio, Jerome bebía una lata de Pepsi-Cola, mientras Delsa leía lo que llamó el informe LEIN de Jerome. No había nadie más en la sala. Jerome intentó descifrar el significado de LEIN, y al final tuvo que preguntarlo:
—Red de Información para la Aplicación de la Ley —dijo Delsa.
—¿Estoy metido ahí?
—Lo está todo el que comete un delito.
—¿De qué se me acusa?
—Posesión e intento de tráfico.
—Era sólo un poco de hierba. No tenía intención de venderla. ¿Es que el juez no puede creer que la tenía sólo para mi propio disfrute?
—¿Cuánto tenías?
—Doscientos kilos. Quiere que pase treinta meses en Milan, tío.
Jerome se imaginó que el detective empezaría a hablar de la prisión, le preguntaría si tenía ganas de volver allí, de arruinar su vida. Le soltaría un sermón. Pero Delsa no tenía intención de hacerlo. Se puso a buscar algo en su escritorio. Le costaba encontrarlo, con tanta porquería acumulada. Delsa tenía una cosa buena: nunca levantaba la voz; nunca se te pegaba a la cara para gritarte, como seguían haciendo muchos capullos blancos. Jerome se alejó de Delsa en su silla reclinable y dijo:
—¿Aquí sois todos blancos?
Delsa miró a Jerome, que se había puesto en pie.
—Somos ocho en la brigada; cinco negros y tres blancos. Tres de los ocho son mujeres, pero ahora andamos escasos de personal.
—¿Tú eres el jefe? Te sientas en la mesa principal.
—Hago las veces de jefe. El teniente está en la reserva militar. Lo han enviado a Irak.
Hablaba siempre en tono tranquilo y respondía a las preguntas que se le hacían. A Jerome le pareció que era un hombre con el que se podía hablar. Pensaba que era italiano: ojos oscuros, un poco tristes, y pelo oscuro que parecía peinado con los dedos. No le vendría mal alisárselo un poco, peinárselo hacia atrás con algún acondicionador y darle algo de brillo.
La camisa y la corbata azules podían pasar, si es que debía vestirse así para trabajar. No era corpulento, más bien nervudo, aunque podría haber sido deportista en otra época. O tal vez corría y hacía pesas, como en el patio de Milan.
Jerome echó un vistazo a la habitación, dio unos pasos arrastrando los pies y se detuvo. Si no le ordenaban que se sentara, se ponía a dar vueltas y a curiosear entre la cantidad de cosas acumuladas sobre las mesas:
Expedientes, declaraciones de testigos, diligencias previas —Jerome leía los títulos de los documentos—, investigación en la escena del crimen, informes médicos, pruebas médicas de heridas de bala —seis en la nuca, ¡joder!, y ocho de salida en la mejilla—, polaroids de una mujer tendida en la hierba, en un campo, teléfonos, ordenadores, guías, fotos de archivo y tazas de café. Cuatro mesas a un lado de la sala, dos de ellas unidas; tres, al otro lado. La de Delsa frente a las demás, entre éstas y una puerta que estaba abierta y al parecer era un gran armario, pintado de rosa.
¿Por qué pintarían una habitación de rosa en un sitio así?
¿Por qué tenían un pez con unos labios enormes y feos en una pecera encima de un archivador? El pez lo estaba mirando.
En un costado del archivador alguien había pegado una hoja impresa con una orla de flores; había que acercarse a ella para leer:
MUCHAS VECES PERDEMOS DE VISTA LOS PLACERES SENCILLOS DE LA VIDA. RECUERDA QUE, CUANDO ALGUIEN TE MOLESTA, 42 MÚSCULOS DE LA CARA SE TENSAN PARA FRUNCIR EL CEÑO, MIENTRAS QUE SÓLO HACEN FALTA 4 MÚSCULOS PARA EXTENDER EL BRAZO Y DARLE UNA BUENA HOSTIA EN LA CABEZA A ESE CABRÓN.
—¿Jerome? ¿Tienes idea de qué pasó con el arma? —preguntó Delsa.
Observó a Jerome, con su cazadora de Tommy Hilfiger verde y roja, su pañuelo en la cabeza y sus holgados pantalones de faena que barrían el suelo, mientras éste volvía a la silla junto al escritorio.
—¿A qué arma se refiere? —preguntó Jerome, tomando asiento.
—A la de Tyrell, al arma asesina.
—¿Y cómo voy a saberlo?
Jerome no paraba de balancear la silla adelante y atrás, ahora despacio.
—Dijiste que sacó una del nueve.
—Podría equivocarme.
—No me vengas con ésas, Jerome. Te doy mi palabra de que no tendrás que testificar. Nada de lo que me digas saldrá de esta habitación.
—Era una Beretta. La de quince cargas.
—¿Tu novia se llama Nashelle Pierson?
—Eso es.
—¿Y tiene un hermanastro llamado Reggie Banks?
Jerome vaciló antes de responder.
—Sí.
—¿Y Reggie, que trabaja con Tyrell en el Mack Avenue Diner, es colega tuyo?
—¿Cómo sabes todo eso?
—He estado por ahí charlando con la gente. «¿Qué sabes de un tal Jerome Juwan Jackson del que me han hablado? Tiene estilo y un coche con llantas de aleación.» Una chica que estaba sentada en la escalera de su casa me dijo: «Ah, ¿te refieres a Triple Jota? Sí, vive al final de la manzana, en la casa con tablones en las ventanas. Los tiene ahí para protegerse de los cabrones que quieran pegarle un tiro».
—Bueno, las ventanas ya estaban rotas cuando me mudé.
—El alquiler te sale gratis —dijo Delsa—. ¿Cuidas de la casa mientras tu tío está en el trullo?
—¿Cómo sabes eso? No tenemos el mismo apellido.
—Ya te lo he dicho. Hablo con la gente. La mayoría está dispuesta a colaborar, Jerome. Te hablo de gente normal, no de informadores que reciben dinero. Nadie quiere una casa de crack en su manzana. Se oyen disparos por la noche. Matan a niños y a bebés inocentes disparando desde un coche. ¿Sabes cuántas veces se equivocan de casa cuando disparan desde el coche? Ves pasar un coche despacio, un par de veces. Y al cabo de un rato ves que regresa. ¿Qué haces?
—Tirarme al suelo, tío —se rió Jerome—. Dime una cosa. ¿Cuánto les pagan a los informadores?
—Eso depende de la calidad de la información. Nos llegan muchos soplos. Siempre hay alguno que tiene un asunto pendiente con otro y lo delata para vengarse. O uno que escribe desde la cárcel: «Sácame de aquí y te diré quién se cargó a Bobo». Recibimos mucho correo basura. El pago por la información que necesitamos procede de un programa para la lucha contra el crimen.
—Yo sólo quiero saber a cuánto asciende.
—Cuando se ofrece una recompensa puedes recibir mucho dinero. Sé de un I.C. que consiguió diez mil pavos por identificar al tipo que había violado y asesinado a una adolescente. Por ofrecer información que conduzca a una detención se pagan mil.
—¿De verdad? —preguntó Jerome—. ¿Qué es un I.C.?
—Informador Confidencial. Y cuando digo confidencial quiero decir que el nombre del I.C. no se revela ni siquiera ante un tribunal.
—¿Me pagarían por entregar a Tyrell?
—Esta vez es distinto, porque hay más testigos oculares y tú no vas a testificar; pero tenemos otros casos en los que podrías ayudarnos, Jerome. Tenemos uno de tres mexicanos muertos de un tiro en la nuca; a uno de ellos lo desmembraron con una sierra eléctrica.
—¡Qué guay!
—¿No te gustan los mexicanos?
—¿Esos hijos de perra que dicen que van a acabar contigo? ¿Qué te van a despellejar y a pegarte un tiro en cuanto se les presente la ocasión?
—Buscamos a un tipo llamado Orlando, que podría facilitarnos cierta información.
—Puede que haya oído ese nombre.
—Vivía cerca de la avenida Michigan, detrás del antiguo estadio de fútbol.
—Sí, Orlando —dijo Jerome, asintiendo con la cabeza.
—Ya te he hablado del hermanastro de Nashelle, de Reggie Banks. Nos han dado el soplo de que fue él quien se deshizo del arma de Tyrell.
Delsa esperó que Jerome dijese algo:
—¿Sí…?
—Tú podrías saber algo —dijo Delsa.
—Eso no te lo ha dicho Nashelle.
—Otro detective habló con una chica que conoce a Reggie. No tengo la declaración delante, pero está en el expediente del caso.
—¿Y dijo que yo estaba con él?
—No lo sé, pero si tienes algo que decirme, esto entraría en el tipo de información confidencial de la que hablamos.
—Tengo que pensarlo —dijo Jerome.
—Tienes diez minutos —asintió Delsa. Sacó un paquete de Newport de su escritorio y le ofreció un cigarrillo a su I.C.
—Creía que éste era un espacio sin humo.
—Eso es sólo para los detenidos —dijo Delsa.