A última hora de la tarde, Montez Taylor salía del centro de Detroit por Jefferson Este, al volante del Lexus marrón de su jefe. Sonó su teléfono. Montez lo sacó del abrigo de cachemira color tostado; llevaba una corbata de color oro viejo y camisa gris oscura. «Montez», respondió. Siempre Montez, pues siempre podía ser Mr. Paradise quien lo llamara.
Era Lloyd.
El viejo quería que Montez le llevase un poco de alcohol, tabaco y películas porno. Montez no esperó a oír cuál era el plan, tenía ganas de desahogarse y dijo:
—Estoy en la oficina, con esa chica nueva que trabaja allí, ¿Kim? Aparece Tony hijo con ese culo enorme y me pregunta qué estoy haciendo. Le digo que recogiendo el correo basura de su padre. Me dice que en cuanto el viejo se esfume yo también me esfumaré. Le digo: «¿Qué hay de mis beneficios, de mi bonificación y de mi póliza de seguro?». Y me dice: «Tú estás de coña».
—¿Es que no sabías que te pondrían en la calle de una patada en el culo? —le señaló Lloyd.
—Quería tocarle las pelotas. ¿Qué está haciendo el jefe?
—Viendo la tele. La Ruleta de la Suerte. Quiere que le traigas unos Virginia Slim de 120, de los largos. La chica viene esta noche.
—Un momento —dijo Montez. Se fijó en las luces traseras de los coches que se alejaban en la oscuridad, comprobó que había reducido la marcha y pisó el acelerador para no rezagarse. Lloyd se equivocaba; se estaba haciendo mayor—. Era anoche cuando tenía que venir. Ya te lo dije. Fui a recogerla y no estaba en casa.
—Por eso viene hoy —le explicó Lloyd.
—El jefe no me ha dicho nada.
—Me lo ha dicho a mí, y yo te lo estoy diciendo. Así que para y compra los puñeteros cigarrillos —le espetó Lloyd, dicho lo cual colgó el teléfono.
Montez sustituyó su teléfono con tapa por un móvil barato que se sacó del bolsillo interior del traje, el que usaba siempre para llamar al número que en ese momento estaba marcando con el pulgar. Una familiar voz de mujer dijo hola. Montez le ordenó: «Pásame con Carl». La mujer dijo que Carl no estaba. Montez preguntó a dónde había ido y si tenía previsto volver. La mujer respondió: «Nadie sabe dónde está ese cabrón. No vuelvas a llamar». Y colgó.
«¡Mierda!», soltó Montez en voz alta. Salió de Jefferson girando a la izquierda, y los coches que venían de frente le pitaron, frenando bruscamente con gran chirrido de neumáticos; continuó por Iroquois hasta la mitad de la segunda manzana, giró para entrar en el jardín y llegó hasta la entrada principal.
Sacó su llave ante la fachada de estilo georgiano, con ochenta años de antigüedad, y entró en la penumbra de la casa decorada con muebles oscuros, sólidos armarios y mesas, sillas en las que nunca se sentaba nadie y antiguos cuadros de bosques y de mar, paisajes en los que nada ocurría, iluminados por la luz que se filtraba entre los árboles o las nubes. Toda aquella basura desaparecería en cuanto el viejo muriera. Siempre se quejaba de que ninguno de sus hijos quisiera vivir en Detroit; estaban muy a gusto en West Bloomfield y en Farmington Hills. Por eso pensaba dejar la casa a alguien que hubiese vivido siempre en la ciudad y supiera apreciarla. Era sincero y quería recompensar a Montez por diez años de profesarle su lealtad y de besarle el culo.
Hasta el mes pasado.
Montez le estaba explicando al jefe cómo transformar el cuarto de estar en una sala de ocio, con una gran pantalla de plasma en la pared y lo último en sonido, todo de alta tecnología, y el viejo dijo:
—Ya veo tus intenciones, Montez. —El viejo maquinaba de vez en cuando—. Quieres que yo pague por lo que a ti te gustaría tener.
Y luego, como si acabara de recibir un puñetazo en el estómago, añadió:
—Montez, he cambiado de opinión con respecto a dejarte la casa. —Dijo que lo lamentaba, aunque tal como lo dijo no lo parecía—. Sé que te lo había prometido. —Pero resultaba que su nieta Allegra, la hija casada de Tony hijo, pensaba que criar a sus hijos en la ciudad podía ser una experiencia estimulante—. Y ya sabes que cuando se trata de la familia…
Montez comprendió al instante cómo debía actuar. Se encogió de hombros, sonrió y dijo:
—No puedo competir con la pequeña Allegra. —Que se quedase con todo lo que quisiera, la muy zorra—. Y comprendo que quiera vivir en el centro de la ciudad. A pesar de la delincuencia, es mucho más estimulante que Grosse Pointe.
—Apuesto diez a uno —asintió el viejo— a que Allegra vende la casa antes de mudarse. Sé que John, su marido, quiere marcharse a California y entrar en el negocio del vino.
Mierda. Otro puñetazo en las tripas. Montez volvió a encogerse de hombros y a sonreír, seguro de que el viejo le ofrecería algo a cambio. Y así fue.
—Recibirás un cheque en forma de bonificación de la compañía —dijo el viejo—. De ese modo tu nombre no aparecerá en el testamento y no causará ningún revuelo.
Esta vez, Montez no podía encogerse de hombros y bailarle el agua con una sonrisa. Se quedó mirando al viejo y dijo:
—¿Y usted de verdad cree que su hijo me dará algo, Sr. Paradiso?
Eso no preocupaba al viejo. Pero decirlo fue una falta de respeto.
—Si yo le digo a mi hijo que te dé algo, él te lo dará, míster.
La gravedad del tono y el absurdo tratamiento de «míster» significaban que la conversación había concluido. Sin embargo, Montez no podía dejar las cosas así. No pudo resistirse a preguntar:
—¿Y cómo logrará que su hijo haga lo que usted quiera cuando ya no esté aquí? —Tras una pausa añadió—: Teniendo en cuenta que a él le importa un carajo lo que usted quiera.
La había pifiado. El jefe no dijo nada. Se acercó a su enorme sillón repleto de almohadones y se sentó frente a su viejo televisor, que era un mueble más del salón.
Allí estaba en ese momento.
Mr. Paradise se iba encogiendo con los años, se volvía más frágil; sólo un par de mechones de pelo blanco, estirados y aplastados, le cubrían el cráneo. Estaba viendo el final de la Ruleta de la Suerte, el momento en que Pat Sajak y Vanna White sudaban la gota gorda para prolongar la conversación hasta los últimos segundos.
—Vanna no le ayuda mucho que digamos —observó el viejo—. Está deseando despedirse; saludar al público con la mano. Eso se le da muy bien.
Llevaba un chándal azul oscuro con ribetes amarillos. Había visto entrar a Montez y había vuelto a concentrarse en Pat y Vanna.
—¿Vendrá Chloe esta noche? —preguntó Montez.
—Sí… ¿has traído los cigarrillos?
—Aún no los he comprado. ¿Quiere que vaya a recogerla?
—¿No es ése tu trabajo?
Montez podría haber contestado que no siempre, pero la situación ya estaba bastante tensa.
—¿A qué hora? —preguntó.
—Nueve y media.
Montez esperó un momento, antes de señalar:
—No tenía la menor idea de que hoy venía Chloe.
En ese momento el viejo estaba viendo un sensiblero anuncio de Mr. Goodwrench, y se limitó a decir:
—No te olvides de los cigarrillos.
—Venga, Mr. Paradise, ¿me olvido de algo alguna vez?
—A veces te olvidas de quién eres —dijo el jefe, apartando la vista del televisor.
Lloyd estaba recogiendo la mesa del comedor, con su camisa blanca, su chaleco negro y su corbata de lazo negra. Al ver a Montez le dijo:
—Coge algo.
Montez cogió la botella de vino tinto, más que mediada, y siguió a Lloyd hasta la cocina, diciendo:
—Sigue mosqueado.
—Culpa tuya.
—¿Por qué no me dijo que la chica venía hoy?
—¿Sigues dándole vueltas a eso?
—¿Y si me da por salir?
—Tendrías que haber pedido permiso primero, ¿no? Preguntarle a Mr. Paradise si no tenía inconveniente. Y te habría dicho que no, que tenías que recoger a su furcia. A ver si eso le pone de buen humor. ¿Has visto lo que se ha puesto? Su ropa de deporte. Eso significa que esta noche habrá numerito de «animación». —Viendo que Montez se alejaba, Lloyd le anunció—: La furcia viene con otra furcia esta noche.
Montez salió por la puerta de atrás y cruzó el jardín en dirección al garaje, pensando: «¡Joder, ahora serán dos!» Sacó su teléfono especial, el barato, y marcó el mismo número que había intentado anteriormente en el coche. Cuando oyó la voz de la mujer, que decía hola como si detestara contestar al teléfono, Montez habló desde una áspera zona de su garganta:
—No me toques las pelotas, mamá.
Ella le colgó. Volvió a marcar el mismo número, que sonó y sonó hasta que saltó el contestador y la voz de Carl Fontana anunció que estaba fuera y le invitó a dejar un mensaje.
Montez dijo: «Esta noche no hay partida. ¿Entendido? Llámame a las nueve».
Eso fue todo. No tenía intención de dejar su nombre en la grabación ni de hablar demasiado.