Delsa recibió en casa la llamada de Richard Harris, a las seis de la madrugada, cuando apenas había amanecido. La casa estaba fría, y se puso unos calzoncillos y un jersey de lana mientras esperaba que subiera el café. Harris le explicó que los bomberos tenían que examinarlo todo antes de que nadie pudiera entrar. Principalmente humo, daños causados por el agua y ventanas rotas.
—¿Quién ha muerto? —quiso saber Delsa.
—Hemos visto a tres tíos en el sótano, por la ventana. La entrada trasera de este corral está llena de barro y mierda de perro. Hay un pit-bull temblando de miedo. Un pit-bull. En el salón hay una rueda de ejercicios para perros, una tele enorme, una PlayStation, una Xbox, lápices de colores y un libro para colorear, y un chisme de esos que llaman Sillón del Amor, sin desembalar. ¿Sabes de qué hablo?
—He oído hablar de ello —dijo Delsa.
—Llevaré las instrucciones y te enseñaré cómo funciona.
—¿No había nadie más que esos tres tíos en la casa?
—Sí, pero no viven aquí. Es un adosado antiguo, a dos manzanas del Tiger Stadium; en la esquina hay un edificio desocupado y luego está la casa. La mujer que ocupa la otra mitad se llama Rosella Munson: treinta y cuatro años, mulata, gorda. Dice que el inquilino del apartamento quemado se llama Orlando: veintitantos, delgado, de piel clara, con trenzas en el pelo. Vive aquí con su novia, Tenisha.
—¿Niños?
—No, pero Rosella tiene tres; el mayor, de siete años. Fue ella quien avisó a los bomberos a eso de las cuatro y sacó a sus hijos a la calle. Ahora está dentro, haciendo las maletas para largarse.
—Los tíos del sótano, ¿quiénes son?
—Al principio los tomé por hermanos. Verás, el fuego empezó abajo; tienen quemaduras graves en algunas zonas y en otras sólo ampollas. ¡Cómo cuando se te pela la piel! Pero llevan tatuajes mexicanos; de alguna de las pandillas del suroeste. Le pregunté a Rosella si los había visto. No; ella no se mete en lo que no le importa; pero me hizo saber que el tal Orlando vende hierba. Es decir, que podía tener aquí su chiringuito.
La cosa no sonaba bien. Delsa se tomó su tiempo para servirse una taza de café.
—¿Les dispararon?
—A los tres, en la nuca. Uno de ellos llevaba una sierra eléctrica que sigue en el sótano, carbonizada, aunque recién comprada; el embalaje sigue ahí. El perito ha encontrado tejido humano en los dientes de la sierra. No es coña. Creo que puede cortar a un hombre en cinco pedazos. Lo que no entiendo es por qué los otros dos no terminaron la faena.
—¿Tú lo harías? —preguntó Delsa—. ¿Cuándo ya te has cubierto de la sangre del otro? Supongo que alguien propuso dejarlo después de despiezar al primero. Pero ¿fue Orlando? Está vendiendo hierba, o comprándola a sus proveedores. Discrepan. Se lleva a los tres tíos al sótano… ¿él solo? Les obliga a desnudarse, les dispara y prende fuego a su propia casa. ¿No te parece raro?
—Ya veo adónde quieres llegar —dijo Harris.
—Vuelve a hablar con la vecina, con Rosella Munson. Que te hable de la novia, de Tenisha. A lo mejor tomaban café juntas. A lo mejor, Tenisha se llevaba a los niños a su casa a colorear y a entretenerse con los videojuegos… has dicho que había un libro de colorear. Encuentra a Tenisha enseguida, Richard.
—No cuelgues —dijo Harris. Volvió en menos de un minuto, diciendo—: Acaban de llegar dos tipos de la Sexta, y Manny Reyes, de Delitos Violentos.
—Puede que Manny consiga identificar a los tres tíos —dijo Delsa—. ¿A qué hora se produjo la muerte?
—Los tres panchos murieron a última hora de la noche de ayer; empiezan a presentar signos de rigor mortis. Los del servicio de recogida están en camino. El forense, Val Trabucci, les hizo fotos y luego recompuso el cuerpo desmembrado. Le pregunté por qué lo hacía y me dijo: «Para asegurarme de que las partes coinciden». Menuda mierda, ¿no te parece?
Frank Delsa, treinta y ocho años, teniente de la Séptima Brigada, Sección de Homicidios, Departamento de Policía de Detroit, vivía solo en su casa del extremo este desde que murió su mujer, hacía ya casi un año, tras haber vivido nueve años con Maureen. No tuvieron hijos. Maureen también era miembro de la Policía de Detroit, teniente al mando de la unidad de Delitos Sexuales. Llevaban nueve años casados cuando decidieron que ya iba siendo hora de formar una familia, si es que querían llegar a serlo, pues Maureen, tres años mayor que Frank, ya tenía cuarenta. Fue al médico y descubrió que tenía cáncer de útero. El momento más duro para Frank era la noche, cuando volvía a la casa en silencio.
La noche anterior había estado de servicio con la sargento Jackie Michaels, de cuarenta y tres años. Fueron al Hotel Prentiss.
—Un nido de furcias, borrachos y adictos al crack —dijo Jackie—. Yo crecí en este barrio, Frank. Puede que incluso conozca a la víctima. —Jackie le recordaba a Maureen en algunas cosas. Las dos empezaron a trabajar juntas en la Décima, la chica negra y la chica blanca que eran íntimas amigas y se habían criado en la calle; ninguna se sorprendía de nada.
La víctima del Hotel Prentiss resultó ser Tammi Marie Mello, mujer, blanca, de 49 años; estaba tendida en el rellano de la escalera, entre el quinto y el sexto piso. Causa aparente de la muerte, según el forense: una sola herida de bala en la espalda.
—Sí, la conozco de cuando yo era muy pequeña —dijo Jackie—. Tammi Mello llevaba toda la vida vendiendo su enorme culo.
Siguieron un rastro de sangre escaleras arriba y a lo largo del pasillo, hasta la habitación 607, donde un hombre uniformado montaba guardia junto a la puerta abierta. Jackie Michaels le dijo a Delsa:
—¿Le agradeces a Dios tanto como yo que sean todos tan imbéciles? O colgados, o vagos, o en general hechos una pena. —El ocupante de la 607, Leroy Marvin Woody, varón, negro, de 63 años, conductor de autobús en paro, estaba sentado junto a una botella de ginebra Five O’Clock de casi dos litros, un cenicero repleto de colillas, la camiseta blanca de tirantes manchada de sangre, aparentemente dormido. No respondió a Jackie cuando ésta le preguntó:
—¿Por qué mataste a esa mujer? ¿Te sacó de tus casillas? ¿Te dijo algo que no te gustó y perdiste los nervios? Mírame. Dime qué hiciste con el arma.
Esa mañana, tras la llamada de Harris desde la escena del triple asesinato, Delsa se tomó un café y se preparó para ir al trabajo.
El coche que habían puesto a su disposición era un Chevy Lumina azul oscuro, con 184.000 km y una luz de vehículo preferente siempre encendida. Aparcó en Gratiot, a una manzana del 1300 de Beaubien, donde, desde hacía ochenta años se encontraba la Jefatura de Policía de Detroit, en un maltrecho edificio de nueve plantas encerrado entre las altas dependencias de la prisión de Wayne County, el Tribunal de Justicia Frank Murphy y, unas cuantas manzanas al sur, el Greektown Casino, su silueta recortada sobre el cielo.
El Departamento de Homicidios estaba principalmente concentrado en la quinta planta.
Delsa pasó junto a la sala de la Brigada Séptima y continuó hasta el final del pasillo, donde se encontraba el despacho de su jefe, el inspector de Homicidios Wendell Robinson, un buen tipo que llevaba veintiocho años en la Policía de Detroit. Wendell estaba al mando del caso y ya había pasado por la escena del crimen de camino a su despacho.
—Está junto al Tiger Stadium, Frank, el famoso campo de fútbol que ya no se usa. —Wendell acababa de colgar su cazadora y estaba de pie junto a su escritorio, con su visera de Kangol aún en la cabeza, esta vez de color beis. Wendell llevaba las mismas gorras desde que estaba en el cuerpo, mucho tiempo antes de que Samuel L. Jackson empezara a ponerse la suya con la visera hacia atrás.
—Frente al solar del aparcamiento hay un White Castle, y te llega el delicioso olor de los aros de cebolla a las siete de la mañana. ¿Cómo vamos?
Delsa quería recordarle a Wendell que necesitaba refuerzos. El teniente de la Brigada Séptima era militar de carrera, y estaba en Irak, trabajando para el Servicio de Inteligencia. Faltaban otros dos miembros de la brigada: una estaba en casa, de permiso tras dar a luz, y el sargento Vinnie había ido a Memphis para interrogar a un testigo, con lo que la Séptima se había quedado con sólo tres miembros activos: Delsa, Richard Harris y Jackie Michaels.
Pero Wendell quería información sobre el tiroteo ocurrido hacía dos noches en Yakity Yak’s.
—¿En qué punto estamos, Frank?
—Tengo a un hombre detenido en la Séptima —dijo Delsa—. Jerome Juwan Jackson, conocido también como «Triple Jota». Veinte años, trapichea con hierba; lo han detenido varias veces; lleva zapatillas de Tommy Hilfiger y pantalones de faena por debajo del trasero.
—Lo conozco —asintió Wendell—, aunque no lo haya visto.
—Sí, pero Jerome aspira a ser el rey del gueto, y yo estoy ayudándole a conseguirlo.
—¿Se ha cargado a alguien?
—Verás. Jerome estaba con su hermanastro, Curtis, al que llaman «Chillido». Pasaron por Yakity’s para hablar con el gorila. Querían contratar a un par de stripers para una fiesta y el gorila podía ayudarlos.
—Conejitas blancas —apostilló Wendell. Se quitó la gorra, la lanzó como un frisbee al perchero, y falló.
—Jerome las llama zorras con tetitas. Dijo que quería ser sincero conmigo; se había pasado el día entero fumando porros y bebiendo Rémy, por eso no recuerda bien lo que pasó esa noche.
—¿Le preguntaste si prefería ser testigo o acusado en el sarao?
—Sí. Verás, Harris ya había estado con su hermanastro en la habitación rosa. Chillido asegura que no conocía al que disparó, pero dice que Jerome sí, y Jerome lo mira por encima del hombro.
—¿A quién ha señalado?
—Tyrell Lewis, T-Dogg. Traficante de marihuana y crack. Le ha montado una peluquería a su chica con el dinero de la droga. Parece ser que esa noche, en Yakity’s, se puso bruto con ella. Estaban en el aparcamiento y la empujó contra un Neon azul; le gritó y se puso violento. Entonces salió un tipo del bar, cincuenta y cinco años, un metro cincuenta, con trenzas y coleta. El tío es todo pelo y está muy colocado. Se acerca al aparcamiento y le dice a Tyrell: «Aparta a tu zorra del coche».
—El coche es suyo —aventura Wendell.
—No, en eso nos equivocamos. Tyrell deja a la chica y saca una del nueve. El bajito de las trenzas saca otra del nueve, apunta a Tyrell y dice: «Yo también tengo una, hijo de perra».
—Y muere por pasarse de listo.
—¿Quieres dejarme que te lo cuente? Otro tío sale del club dando gritos; los llama macarras. «Sois unos macarras jugando con pistolas.» Y Tyrell dice: «¿Crees que estamos jugando?». Y le mete cinco balazos. Jerome dice: «Claro, porque le ha llamado macarra delante de su chica».
—Otro al que se lo cargan por nada —dijo Wendell—. ¿Has trincado al bajito de las trenzas?
—Nadie lo conoce ni lo había visto antes.
—Se carga a un tío y se larga. ¿Y dices que el Neon azul ni siquiera era suyo?
—¿Sabes de quién es?
—Dímelo tú.
—De mi testigo, de Jerome.
Wendell se sentó a su escritorio sin apartar la mirada de Delsa.
—Busca el modo de utilizarlo.
—He redactado dos declaraciones. En una de ellas es Jerome quien le dice a Tyrell: «Aparta a tu zorra de mi coche, hijo de puta».
—¿Y qué hay del de las trenzas?
—Se ha esfumado. En esta versión no lo menciono. En la misma declaración, Jerome dice: «Sacó su nueve y saqué mi nueve». Cuando le leí a Jerome la declaración me detuve en ese punto y le dije: «¡Tío, parece un rap! Sacó su nueve y saqué mi nueve. ¿De quién lo has sacado, de Ja Rule o de Dr. Dre?». Jerome dice que de ninguno de los dos, que le salió así mientras lo contaba.
—Pero él sabe que no lo dijo —señaló Wendell—. ¿Sabe que tú sabes que no lo dijo?
—Le da igual. Ya se ve en su nuevo papel. En la declaración nombra a Tyrell como el que dispara y cuenta lo que hizo a continuación. Subió a su coche, se fue a casa y se fumó un porro. Le pedí que leyese la declaración y firmara en todas las páginas si estaba de acuerdo.
—Mirándolo a los ojos —apostilló Wendell.
—Las firmó.
—Seguro, y pronto se lo creerá todo. Le contará a todo el mundo lo que hizo y se convertirá en una leyenda urbana. Se enfrentó con un pandillero y se lo cargó. ¿Qué sabes de Tyrell?
—Jerome dice que trabaja a tiempo parcial en el Mack Avenue Diner de Grosse Pointe Woods. Haremos una visita de cortesía a la policía y pasaremos a desayunar por allí; está en la puerta de Delitos Violentos.
—¿Jerome está dispuesto a declarar ante un tribunal?
—No quiero que comparezca. El fiscal podría utilizarlo para ofrecer a Tyrell el segundo grado, que es todo lo más que puede hacer. A Tyrell le caerán entre seis y quince y tendrá que cumplir la pena íntegra, porque seguro que la caga cuando esté allí dentro. Quiero que circule la noticia de que Jerome se ha negado a testificar. Que se enfrentó con Tyrell y se burló de él en sus narices, pero no quiere insultarlo ante el tribunal. No quiere traicionar a los suyos ayudando a empapelar a Tyrell.
—Hablas como un Pantera Negra de los de antes —dijo Wendell—. ¿Quiénes son los suyos?
—Un atajo de gilipollas. Como los que traemos aquí todos los días y se mienten los unos a los otros, hacen preguntas y firman declaraciones.
—¿Qué piensas hacer con Jerome? ¿Convertirlo en tu confidente? ¿Lo sabe él?
—Todavía no. Volveré a traerlo para tener otra conversación con él. Ya veremos si está dispuesto a delatar a gente que conoce.
—¿Con qué incentivo?
—Le ofreceré dinero.
—Puede que funcione una o dos veces —aceptó Wendell.
—En lo de anoche —dijo Delsa—, en el caso del hotel de Cass, el tío no podía explicar la sangre en la alfombra. Jackie le preguntó por qué tenía sangre en la camiseta, y el tío dijo: «Ah, Tammi me abrazó, y tiene tendencia a sangrar». Tammi es la víctima. Se la cargó porque le había quitado veintiocho pavos de la cómoda. El hijo del tío, uno que vende crack en la escalera, subió para deshacerse del cadáver. La sacaron al rellano y la dejaron allí tirada.
—Ya habían trabajado demasiado —observó Wendell.
—Supongo.
—¿Qué más? El tío estaba sentado en su coche, en San Antonio.
—Hablando por teléfono con su mujer —explicó Delsa—. Ella oyó tres disparos. No hay testigos, ni nadie a quien investigar. Seguimos buscando a dos blancos que van por ahí matando camellos negros. Deberían llamar la atención, porque es como si llevaran puesto un cartel, pero no avanzamos.
—Como ese tipo de Woodmere, el de detrás del cementerio —dijo Wendell—. ¿En qué piensa un hombre cuando le pega trece tiros a otro?
—¿En qué piensan todos? —respondió Delsa.