Uno

A última hora de la tarde, Chloe y Kelly tomaban cócteles en el Rattlesnake Club, sentadas en un rincón del salón, solas. Chloe hablaba y Kelly escuchaba. Chloe intentaba convencer a Kelly para que la ayudase a entretener a Anthony Paradiso, un viejo de ochenta y cuatro años que le pagaba cinco mil dólares a la semana por ser su amiguita.

Chloe le ofreció a Kelly un cigarrillo de un paquete de Virginia Slims, de los largos, los de 120.

Los empleados del turno de tarde miraron a las chicas y especularon sobre ellas al verlas entrar, como hacían siempre. No eran chicas de espectáculo. Parecían más bien modelos: chaquetas de diseño de aspecto informal, llamativos adornos, bufandas y grandes cinturones de cuero; definitivamente no eran un par de panolis. Podían ser hermanas: altas, el mismo tipo, la misma nariz, las dos rubias y con el pelo corto. Ese día llevaban un gorrito de lana calado hasta los ojos y gafas de sol. Era abril en Detroit y se esperaban nevadas.

Encendieron sus cigarrillos.

La camarera, una chica rubia llamada Emily, se acercó entre las mesas de mantel blanco para servirles sus bebidas: alexanders con ginebra. Dijo lo mismo que decía siempre:

—Lo siento, pero aquí no se puede fumar. En el bar, sí.

Kelly miró a Emily, con sus pantalones negros y su almidonada camisa blanca.

—¿Te ha dicho algo tu jefe?

—Todavía no.

—En ese caso, olvídalo —dijo Chloe—. Le caemos bien. —Se sacó del bolsillo de la chaqueta un cenicero del Ritz-Carlton y lo puso sobre la mesa, bajo la mirada de Emily, que hizo la siguiente observación:

—Siempre son de un hotel distinto. Me gustan los del… ¡creo que son del Sunset Marquis!

—Es uno de mis favoritos —asintió Chloe—. La próxima vez que vaya a L.A. traeré unos cuantos.

—Muy monos los gorros —dijo Emily, y se marchó.

Kelly la miró alejarse entre las mesas vacías.

—Esta Emily es un poco rara.

—Es una admiradora —dijo Chloe—. Las admiradoras son raras.

—Te apuesto lo que quieras a que vuelve con un catálogo.

—¿Qué tienes previsto para este mes?

—Saks, Neiman Marcus… va a trabajar para Victoria’s Secret.

—¿Recuerdas cuando me preguntó si era modelo y yo le dije que a veces, pero sobre todo de manos? Y ella dijo: «¡Ah!».

—Le dijiste que eras modelo de manos. Si le enseñas tu desplegable de Playboy, se quedará flipada —dijo Kelly, y vio que Emily volvía entre las mesas, sosteniendo contra su pecho un catálogo de Victoria’s Secret, con expresión de dolor, vacilando al detenerse junto a Kelly.

—Espero que no penséis que soy una plasta, chicas.

—No te preocupes —dijo Kelly—. ¿Qué página es?

Emily le pasó el catálogo y un Sharpie.

—La dieciséis. La segunda «Colección Piel». ¿Podrías firmármelo, justo encima del ombligo?

—Ésta es la colección «Sin Costuras». «Segunda Piel» viene en la página siguiente —dijo Kelly, escribiendo su nombre sobre la piel desnuda—. Creo que salgo en otra.

—La cuarenta y dos —asintió Emily—. El nuevo bikini corto. ¿Y en la página siguiente, braguitas y tangas de talle bajo?

Kelly pasó las páginas hasta que se vio con braguitas blancas.

—¿Quieres que te las firme todas?

—Si no te importa, te lo agradecería mucho.

—¿Cuáles llevas puestas? —le preguntó Chloe a Emily.

—Estoy probando con el tanga —dijo Emily, haciendo una mueca y apretando los dientes.

—¿Te resulta cómodo?

—No está mal —dijo Emily, un poco avergonzada.

—Yo siempre estoy deseando quitármelo —dijo Kelly, devolviéndole el catálogo a Emily.

—A mí me gusta cómo se clava la cuerda —observó Chloe—, aunque últimamente nunca me lo pongo; si quieres saber por qué, tendrás que preguntárselo al viejo.

Emily se marchó.

—¿No te alegras de no ser camarera? —preguntó Chloe.

—Sí, aunque creo que se me daría bien —respondió Kelly—. Llevaría los pedidos sin necesidad de anotarlos. A la mujer del pelo azul, pescado blanco; al bebedor de whisky escocés, adobo. Y no llamaría «chicos» a los clientes.

—Con tu estilo todo parece fácil —dijo Chloe—. Pero coges un avión para ir a trabajar a Nueva York en lugar de instalarte allí.

—Es por el tráfico —dijo Kelly—. Siempre hay atascos.

—¡Y qué, si viajas en limusina!

—A mí me gusta conducir.

—Podrías trabajar para Vicki a tiempo completo y ganar mucho más dinero.

—Ya gano bastante.

—Ir a fiestas con estrellas de cine…

—Que enseguida quieren echarte un polvo.

—¿Y eso qué tiene de malo?

—Yo necesito estar enamorada. O creer que lo estoy.

Bebieron sus cócteles, fumaron sus cigarrillos, y Chloe dijo:

—Te necesito desesperadamente… cariño.

—No puedo. Tengo que llevar a mi padre al aeropuerto.

—¿Sigue aquí?

—Jugando a las tragaperras todo el día, y dándome consejos a la hora de cenar. Opina que debería buscarme un nuevo agente.

—¿No es barbero?

—Tiene mucho tiempo para pensar.

—Envíale un taxi.

—Quiero asegurarme de que coge el avión. Mi padre bebe.

—¿No podríamos arreglarlo de algún modo? Estoy hablando de tres horas como máximo. A media noche el viejo se queda dormido en el sillón. Incluso echa una cabezadita mientras hablamos y se le cae el puro. Tengo que estar muy atenta para que no termine ardiendo.

—Esta noche no puedo —repitió Kelly, aunque empezaba a ablandarse un poco, porque eran buenas amigas y llevaban dos años compartiendo un loft—. ¿Qué tendría que hacer, en caso de que alguna vez te acompañara?

No le importaría conocer al señor Paradiso.

Según había entendido Kelly, el viejo pagaba a Chloe cinco mil a la semana por tenerla a su disposición en todo momento y sólo para él. Era mucho a cambio de muy poco; casi el doble de lo que Kelly ganaba con la lencería. Lo raro era que Chloe no paraba de decir que estaba harta, que ya no se le ocurría cómo entretener al viejo, pero tampoco lo dejaba, y eso no tenía nada que ver con los cinco mil a la semana. Chloe tenía dinero. Había pagado en metálico el loft en pleno centro de la ciudad con vistas al río.

Kelly no preguntaba, aunque suponía que si Chloe no se largaba era porque esperaba una buena suma de dinero tras la muerte del viejo.

—Su entretenimiento favorito son las animadoras, de carne y hueso, con todos sus pasitos. He preparado varias coreografías.

—¿Nos ponemos delante de él y hacemos de animadoras? —preguntó Kelly.

—Nos ponemos delante del televisor, una a cada lado de la pantalla, mientras él ve un partido de fútbol de la Universidad de Michigan, en vídeo. Tiene cientos de partidos en vídeo, pero sólo de los que el U de M ha ganado. Esta noche quiere ver la Rose Bowl del 98: Michigan y Estado de Washington. Durante nuestra actuación, él pone el vídeo en pausa. Ya tengo las falditas plisadas que debemos ponernos. A Tony se le ocurrió buscar animadoras del Michigan de verdad; envió a Montez a Ann Arbor en busca de un par de chicas que estuviesen dispuestas a hacerlo una vez a la semana, cobrando, claro está.

—¿Quién es Montez?

—Ya te he hablado de él…

—¿El mayordomo?

—Ése es Lloyd. Los dos son negros. Montez es la mano derecha de Tony; lo lleva a todas partes y le consigue cosas.

—¿Cómo qué?

—Como localizarme a mí a través de mi página web. El caso es que Montez intentó buscar a un par de animadoras de verdad para que fueran a la casa. Es un tío majo, aunque puede parecer un chulo con su traje de ejecutivo, y las animadoras le dijeron que no. Les pidió que le vendieran sus faldas; le volvieron a decir que no, y Montez encargó dos a mi medida. Tableadas. Color maíz y azul. Una de las canciones que he preparado dice: «Nos gusta el azul y nos gusta el maíz. Nos gusta esa cosita que tienes ahí.»

A Tony le gusta que las canciones sean picantes. «Somos estudiantes con ganas de marchita.» Aquí damos dos palmadas. «Venimos a comerte y a ponerla calentita.»

—Ya; en plan equipo —dijo Kelly—. ¿Y tienes también camisetas con megáfonos pequeños?

—Queda mejor en topless.

—Ah, no, no, no. Búscate a otra.

—Lo he intentado. La única chica que conozco y a la que le encanta hacerlo está fuera esta semana. Espero que Tony se canse pronto de este rollo o que una de estas noches se excite más de la cuenta y… ya sabes, que se le pare el contador y se despida con una gran sonrisa.

—Creía que te gustaba.

—No quiero que se muera. Pero no soporto tener sentimientos ambivalentes.

—Te ha incluido en su testamento —aventuró Kelly.

—Eso no lo haría ni loco. Tony es viudo y tiene tres hijas casadas, además de nietos y un hijo que es un capullo. No sabes el miedo que me da ese tío. Tony quería incluirme en el testamento y yo le dije: «Sabes que tu hijo me demandará en cuanto tú no estés aquí». Lo que no le dije fue: «O incluso puede que ordene que me maten, si es necesario». Tony hijo dirige el bufete del viejo; llevan sólo causas criminales y lesiones personales.

—Pero seguro que te deja algo —insistió Kelly—. Por eso sigues con él.

Sin dejar de fumar, Chloe asintió y dijo:

—No ha querido decírmelo, aunque yo creo que es un seguro de vida. ¡Uno que tiene desde hace muchos años y de repente me convierte en su beneficiaria! Nadie le permitiría contratar una póliza a su edad.

—Y crees que es mucho dinero.

—Eso seguro. Me dijo que me buscara un buen asesor financiero y tendría la vida resuelta. Me da que ronda los cinco millones, si eso es suficiente para retirarse.

—¿Tiene él la póliza?

—No quiere que Tony hijo lo sepa. Puede que él fuese el beneficiario original… si es que se trata de un seguro. ¿Qué otra cosa podría ser?

—¿Dónde está la póliza?

—En la caja de seguridad de un banco.

—¿Tienes la llave?

—La caja está a nombre de Montez Taylor.

—¿El que parece un chulo con traje de ejecutivo? ¿Te fías de él?

—El contenido de la caja es mío. Cuando Tony muera, Montez debe asegurarse de que yo lo recibo, sea lo que sea. ¿Por qué pones esa cara? Tony confía en él. Dice que es como un hijo para él, aunque sea «de color». Tony no consigue ponerse al día con el lenguaje políticamente correcto. Montez es un tío guay, de treinta y tantos, atractivo. Va con Tony a todas partes, a todos los partidos del U de M. Lleva diez años a su servicio. Tony dice que a Montez le deja la casa, porque ninguna de sus hijas quiere vivir en Detroit. Está en el Indian Village, cerca de Jefferson, no muy lejos de aquí.

—¿Vale mucho?

—No estoy segura. Si estuviera en Bloomfield Hills valdría un par de millones, fácil.

—¿Tiene servicio doméstico?

—Asistentas externas. ¿Te he hablado del mayordomo, Lloyd? No es tan viejo como Tony, aunque tampoco anda muy lejos. Parece un cruce de tío Ben, el de la caja de cereales, y Redd Foxx. Pasa a darnos las buenas noches y Tony siempre le llama cuando ya se está retirando y le dice: «Esta noche voy a follar, Lloyd.» Y Lloyd responde: «Tenga cuidado, no vaya a pasarle algo, Mr. Paradise».

—¿Tú lo llamas así? ¿Mr. Paradise?

—Cuando se la chupo. Montez y Lloyd siempre lo han llamado así. Al viejo le encanta.

—¿Y puede… ya sabes? ¿Todavía funciona?

—De vez en cuando parece que se corre. Su especialidad es bucear en el chichi. —Chloe se deslizó las gafas de sol para mirar a su amiga, la modelo de catálogo, con esperanza en sus ojos azules—. Le he hablado a Tony de ti. Le he dicho que eres divertida, lista e interesante…

—Digna de confianza y leal.

—Buena hija con tu padre.

—De acuerdo —aceptó Kelly—. Si puedes aplazar el numerito hasta mañana por la noche, y si no tengo que hacerlo en topless….

Circulaban por la 94, en dirección al aeropuerto, la nieve arremolinándose en los faros del Jetta, sin pasar de sesenta, Kelly ansiosa por dejar a su padre embarcado, el padre disfrutando del paseo, parlanchín, con su botella de vodka; el barbero de West Palm con aires de dandy, bebedor y mujeriego, vestía cazadora de nailon, sombrero de paja y gafas de sol a las nueve de la noche, nevando en el mes de abril, y quería saber por qué no le habían presentado a Chloe. Kelly dijo que estaba fuera.

—¿A qué se dedica?

—Cuida de un anciano.

—Eso no está bien pagado. ¿Cómo puede vivir contigo, aunque vayáis a medias?

Kelly estaba harta de ser la niña buena que vivía con su buena amiga.

—La casa es suya. Pagó por ella cuatrocientos mil; al contado.

—¡Joder! ¿Le dejó dinero su padre?

—Lo ganó ella. Trabajaba como escolta.

—¿Cómo qué?

—Señorita de compañía. Empezó ganando cuarenta y cinco la hora, pero cuando salió en Playboy su caché subió a novecientos.

—¿Por una hora?

—Propinas aparte. Tres de los grandes por una noche. Y lo dejó todo para entretener al viejo.

—¡Joder! —dijo el padre, a quien debían de quedarle en el bolsillo de los vaqueros diez de los seiscientos pavos que Kelly le había dado—. ¿Y tú no me la presentas?