Los árboles, la arena suelta por donde estaba más pisado el sendero, aunque muy poca gente andaba por allí, el dique con el puente, aunque llamarlo puente: tres tablones carcomidos.
—¿Y luego?
—Me pegaba. No veía más que sus zapatos lustrosos, siempre ha llevado los zapatos lustrosos, y un trozo de sus pantalones. No quería gritar, pero al final siempre tenía que gritar, no se daba por vencido hasta que yo no me echaba a llorar.
Unos metros más de sendero, las agujas de los pinos resbaladizas bajo las suelas de los zapatos, luego la playa, arena y mar, todo inalterado, como cuando él, como cuando yo… ¿yo?
—¿Creías que lo habías olvidado?
—Tal vez no olvidado, pero la distancia, el tiempo y el hecho de que él mandara por mí… Ya no soy el que era, al menos eso pensé.
—¿Y él?
—Aquí todo está como antes, me refiero a los decorados, no se puede romper su exigencia de una sucesión adecuada de los acontecimientos.
Había marea baja, la arena estaba dura. Siguieron las sinuosidades de la playa. Una raíz de árbol devuelta a la tierra por el mar, medio enterrada, una botella vacía, una medusa muerta perforada por un palito, olor a algas y fondo de bosque, el cielo bajo, pronto empezará a llover, ni un soplo de viento.
—¿Entonces te vuelves a marchar?
—Sí.
Él no oyó su pregunta, de repente vio la cortina marrón que colgaba entre los dos salones, no fue allí, sino en el balcón del dormitorio, la persiana baja casi del todo, la franja de luz en la parte inferior, sus piernas y las voces, la lluvia en la espalda —«te estoy diciendo que nunca he…», «¡eso es lo que tú dices!»— el movimiento brusco, las puntiagudas rodillas de él, la cara de ella a unos centímetros del suelo, ni un grito, yo podría haberlo impedido, podría haber llamado a la ventana, quería hacerlo, no es verdad que no quisiera, y por cierto, cómo podía saber yo que todo aquello no era normal, con las paredes y los estantes llenos de Dios, con la expiación de la culpa detrás de la puerta cerrada del cuarto oscuro, los chanclos y los paraguas…
El pabellón, los escaramujos, la explanada, las primeras gotas de lluvia (te vas a mojar, no importa, tu vestido, no importa, toma, la chaqueta, qué caliente está, ¿tú no tienes frío?), gotas de lluvia en la camisa. ¿A qué había salido yo al balcón con esa lluvia?
—No solo me pegaba a mí —dijo él—. También pegaba a mi madre.
—¿Por qué?
—No lo sé.
¿Por qué? «Te estoy diciendo que nunca he», ¿fue eso todo lo que oí? ¿Eché a correr? ¿Salté del balcón antes de que aquello hubiese acabado? No pude ver lo que ella sentía, pues su cabeza colgaba boca abajo, resultaba imposible interpretar su expresión, pero no lloraba, no mientras yo la miraba, no pude haberlo visto todo.
—¿Cómo era ella en realidad?
—¿Mi madre? Buena, creo. Lloraba a menudo. Nunca se chivaba, al menos que yo sepa, y cuando mi padre venía a sacarme del cuarto oscuro, ella nunca estaba, no sé donde estaba, pero nunca en el salón ni en la cocina. ¿Tú la conocías?
—Solo de vista. Recuerdo que se ruborizaba con mucha facilidad.
—Es verdad. Se me había olvidado. Resultaba llamativo, imposible de ignorar.
—Recuerdo una vez —dijo él—, que ella estaba cosiendo. Creo que yo estaba enfermo, a veces me dejaba estar tumbado en el diván del comedor. No decíamos nada, los dos llevábamos mucho rato sin decir nada. Entonces de repente se sonrojó. Yo la estaba mirando, era incapaz de quitarle ojo, y fue entonces o en otra ocasión cuando le pregunté por qué mi padre jamás se sonrojaba, pero ella no me contestó.
Las casas, la calle que rodeaba el parque de los viejos tilos, la lluvia silenciosa, fría en la espalda, la casa con el gran porche, los perales junto a la pared (por qué no entras, en realidad iba a… querrías venir luego a tomar un café, con mucho gusto, gracias por dejarme la chaqueta, tendrás frío, tienes la espalda empapada, digamos sobre las cinco, gracias por la compañía), la puerta que se cierra tras ella con un chasquido, el camino a casa… ¿casa?
Abrió la puerta con la llave. Oyó a su padre hacer ruido con las cacerolas.
—¿Eres tú, Gabriel?
—Sí.
Olía a pescado. Subió y se cambió de camisa. La ventana estaba abierta hacia la calle silenciosa y las casas bajas. Su mirada se detuvo un instante en el DIOS ES AMOR en un marco negro sobre la cama. Lo bajó de la pared. ¡Qué infantil eres!, pensó. No, no lo soy. Lo colocó en el mueble bajo que había junto a la cama.
—¿Vienes, Gabriel?
Se tomó su tiempo. Su padre se había sentado. Estaba esperando. Entrelazó las manos y bajó la cabeza. Gabriel miró por la ventana.
—Que aproveche.
Estaban sentados uno enfrente del otro.
—Está bueno.
—Hay que aprender de todo cuando uno se queda solo.
No estaba bueno, al pescado le faltaba sal. No había ningún salero en la mesa, y no se atrevió, no me atrevo, así es él, así soy yo, no tengo nada que hacer aquí.
—Me alegra tenerte aquí de nuevo, chico. La casa se quedó muy vacía al morir tu madre.
Él no contestó. El reloj de la cocina hacía tictac y el grifo goteaba. Ahora me toca a mí hablar, ¿qué voy a decir?
—¿Tuvo muchos dolores?
—No. Pero habría querido despedirse de ti. Quería pedirte perdón.
—¿Por qué?
—Todo el mundo tiene algo por lo que pedir perdón.
—¿Ah, sí?
—Dios…
—Me gustaría que mantuvieras a Dios al margen de esto.
—No quiero. No puedo.
—Entonces no hablemos de ello.
Silencio.
—¿Has ido a ver su tumba?
—Aún no.
—Tal vez quieras llevarle algunas flores del jardín. ¿Vas a ir esta tarde?
—He quedado con Bodil.
—¿Qué Bodil?
—Bodil Karm.
—Ah.
—Gracias por la comida.
El padre bajó la cabeza, entrelazó las manos y movió los labios, pero en silencio.
—De nada.
La escalera del piso de arriba, le he contradicho, la mancha oscura donde antes colgaba DIOS ES AMOR, tal vez suba y repare en ello, ya no llueve, un rayo de sol se reflejaba en el espejo, podemos sentarnos en el porche, pasos en la escalera, no me da tiempo a colgarlo de nuevo, no abriré.
El padre no entró, se fue a su dormitorio. Gabriel se sentó en la cama y notó cómo le latía el corazón. He vuelto a ser el mismo, pensó. Puedo dar saltos, puedo bajar un cuadro de la pared, pero estoy de nuevo capturado en la red. De nuevo soy un pequeño pecador, como entonces.
Entonces. La ventana estaba abierta, la cortina se movía ligeramente hacia el pálido cielo de la tarde, no podían dejar de acariciarse, el edredón se había caído al suelo, la piel desnuda, el canto de las cigarras a través de la ventana, el suave crujido de las hojas, las respiraciones tranquilas —tienes frío, no, y tú, no— la tenue oscuridad, las manos de él moviéndose tranquilamente ahora que nada corría prisa, pero había que guardar muchas cosas, todas las palabras pronunciadas en voz baja, el contenido subordinado al buen sonido —escucha los árboles, escucha las cigarras, qué silencio—, pensamientos largos en nuevos e inusuales caminos, palabras grandes, felices, que no buscaban respuesta, solo eco, la cabeza rubia sobre la almohada, los olores, la noche de julio y ella —podría llorar, me siento tan feliz.
Y luego: el chasquido de la puerta, los pasos, las voces, la culpabilidad sin transición, los segundos de pánico; ella: cierra la puerta con llave, los pasos por la escalera, el picaporte; el padre: ¿Por qué has cerrado la puerta, Gabriel? Tengo visita. Hay que irse ya a dormir. La vergüenza porque el padre no hubiese llamado a la puerta, el miedo y el sentimiento de culpa, suficientemente fuerte ya en ese momento, pero aún más cuando volvió después de haberla acompañado a su casa; se había hecho tarde, el padre estaba sentado en la oscuridad del salón: Quiero hablar contigo, Gabriel. Silencio. Vi que se trataba de una chica. ¿Quién era? No hay respuesta. La luz estaba apagada y habías cerrado la puerta con llave, ¿quién era? No voy a decírtelo. Sé quién era, solo te lo he preguntado para darte la oportunidad de no ocultarme nada, pero como no quieres hablar, tendré que pensar lo peor y es mi obligación contárselo a su padre. Si lo haces… Lo haré. Es miserable. Cuida tus palabras, Gabriel. Es miserable, miserable.
Había sol en el espejo. Bajó la escalera y salió de la casa, el camino estaba duro y mojado tras la lluvia. Llamó a la puerta.
—Mi madre ha salido —dijo ella—. Ponte cómodo. ¿Quieres café o té?
—Me da igual. ¿Puedo sentarme en el porche?
—Claro que sí.
Salió al porche y se sentó en un sillón de mimbre. Ella iba y venía. Canturreaba. Una gran paz se posó sobre él, una sensación de bienestar físico y psíquico que ciertamente había sentido antes, pero muy de tarde en tarde.
—Qué bien tienes que estar aquí.
—¿Tú crees?
—Con este porche y este jardín.
—Hay que cuidarlo, y además, el verano es corto. Parece que has olvidado cómo es este lugar en invierno.
Té con limón, galletas con queso, el lejano sonido de una motosierra.
—Si supieras las veces que he pasado por delante de vuestra valla soñando con este maravilloso jardín…
—Pero vosotros también teníais un bonito jardín.
—No había en él un solo rincón que no pudiera verse desde la casa. No podía esconderme fuera ni dentro, excepto en el sótano.
—¿Pero no tenías tu propia habitación?
—Sí, pero no me atrevía a cerrar la puerta. No podía tener ningún secreto para ellos, y entraban en mi cuarto cuando querían, sin llamar. Tenía un pequeño escritorio con cajones que podían cerrarse, pero no me atrevía a esconder la llave. La verdad es que no recuerdo que me lo prohibieran nunca, pero, como ves, no hizo falta. Mis secretos los escondía en otras partes. Recuerdo que en una ocasión me olvidé del diario, un pequeño cuaderno amarillo, fácil de esconder. Me lo había dejado encima de la mesa. Tendría entonces unos quince o dieciséis años, y en la portada había escrito que era mío y que nadie más que yo podía abrirlo. Mi madre no solo lo había abierto, sino que arriba, en una de las páginas, había escrito: «Dios lo ve todo».
—¿Qué fue realmente lo que hizo que te marcharas de casa?
—No lo sé. No me acuerdo. Sé que tiene que parecerte raro, pues no hace tanto tiempo, pero la verdad es que no me acuerdo. Algunas veces creo que fue cuando vi a mi padre pegar a mi madre, pero no puede ser, tiene que haber sido mucho más tarde.
—Qué extraño.
—Sí, son muchas las cosas que no recuerdo, que no sé si son reales o solo las he soñado, y se trata de episodios que no datan de muy atrás en el tiempo. Otras cosas las recuerdo con mucha claridad, pero no siempre soy capaz de saber cuándo sucedieron, si cuando tenía ocho, diez o quince años. Pero lo más curioso de todo tal vez sea que en ciertos períodos de mi vida he soñado lo mismo noche tras noche, hasta que empecé a dudar de si realmente se trataba de un sueño, si no era algo que había vivido de verdad. Durante algún tiempo creí, por ejemplo, que no había aprobado el bachillerato, que había dejado en blanco la prueba de inglés escrito, no porque no supiera, no era una pesadilla, todo lo contrario, era un sueño bonito, me presenté al examen, pero me quedé sentado mirando a los demás, pues sabía que no hacía falta hacerlo, que se trataba de un examen superfluo, y que sería mejor ir al bosque. Me levanté y me marché. Sé que puede sonar raro, pero durante algún tiempo, varios meses, casi creí que realmente había abandonado el aula del examen, aunque sabía que no era así, me gustaría poder explicarlo…
—Entiendo —dijo ella, levantándose—. Vuelvo enseguida.
La sensación de bienestar se había esfumado. Tengo que preguntárselo a mi padre, él es el único que puede decírmelo si puede, si quiere.
—Tengo que irme —dijo.
—¿Ya?
—Tengo que hablar con mi padre. ¿Puedo llamarte?
—Claro que sí.
Andaba deprisa, como si quisiera mantener en caliente su decisión. He de hacerlo ahora, ahora o nunca, tengo miedo sin motivo, de niño tenía motivos para tenerle miedo porque me pegaba, ahora le tengo miedo por costumbre, ya no puede hacerme nada, soy yo quien puede hacerle algo a él, tal vez él pueda decírmelo, no me asusta la verdad.
—¿Eres tú, Gabriel?
—Sí.
—¿Ya has vuelto? ¿Quieres café?
—No, gracias.
Se sentó junto a la mesa del salón más pequeño. El sol estaba a punto de ponerse, y enviaba hilos de luz a través de la ventana que daba al norte, hasta la cortina marrón entre los dos salones.
—Quiero preguntarte algo.
—Pregunta lo que quieras.
—No es que quiera hurgar en el pasado, pero, por qué… pregunto porque no lo sé, puede sonar extraño, pero ¿por qué me marché de casa? Quiero decir, ¿qué fue lo que me hizo marcharme?
—No removamos todo aquello. Dejemos olvidado lo que olvidado está.
—No. Tengo que saberlo.
—He intentado comprender cómo pudo ocurrir. De qué manera fallé. Porque no debes creer que te echo toda la culpa a ti.
—No hablemos de culpa. ¿Qué quieres decir?
—Tal vez te quería demasiado.
—¿Es así como lo ves?
—Tal vez intenté retenerte.
—Querías que fuera como tú.
—¿Me estás acusando?
—Yo no quería ser como tú. Tal vez cuando era pequeño, no me acuerdo, pero después no. Te llamaba Abraham.
—¿Abraham?
—Y yo era Isaac. Hasta donde soy capaz de recordar te tenía miedo, no solo porque me castigaras…
—Nunca te castigaba sin razón.
—Eso creía yo entonces. Siempre me sentía culpable porque no era lo suficientemente mayor para distinguir entre culpa y sentimiento de culpa.
—No hay ninguna diferencia.
—Claro que la hay. ¿Por qué se sonrojaba siempre mi madre?
—Deja a tu madre descansar en paz.
—Descansa en paz. ¿Por qué la castigabas?
—¿La castigaba?
—Le pegabas.
—¿Cuándo?
—No lo sé. Lo veía. ¿Era porque me trataba demasiado bien?
—¡Gabriel! ¿Para eso has venido?
—¡No! No. No debería haber venido.
—Deberías haber venido con otro ánimo.
—Te pido que me digas por qué me fui.
—Debería poder decírtelo tu conciencia.
—¿Qué quieres decir?
—No te fuiste con las manos vacías.
—Lo sé.
—Tu madre nunca lo superó.
Gabriel se levantó.
—Ya veo que no llegamos a ninguna parte. Sigues donde lo dejaste, jugando con mi sentimiento de culpa, escudándote en Dios. Dices que nunca me castigabas sin razón. ¿Qué razón? ¿Qué razones? ¿Las mismas que hicieron a los inquisidores liquidar a todos los que se oponían a la autoridad de la Iglesia? ¿Crees que me querías demasiado? ¡Mide tu amor con las horas que me pasaba encerrado en el cuarto oscuro!
—¿Crees de verdad que lo hacía por gusto?
—No lo sé, pero al menos lo hacías con la conciencia tranquila.
—Sí. ¿Puedes decir tú lo mismo de tus propios actos?
—No. Pero los verdugos de los campos de concentración pueden decir lo mismo de los suyos. ¿Eso les exime de culpa?
—Ya basta, Gabriel. Has dicho más de lo que hubiera tolerado a nadie más que a ti. Algún día comprenderás que has sido injusto conmigo. Ya soy viejo, y tal vez no viva para verlo, pero algún día comprenderás que…
—¡Cállate!
—¡Estoy en mi casa!
—¡Espera entonces a que me haya ido!
La entrada, la escalera de arriba, tiemblo, el cuarto, al menos logré decírselo, no hay que sentir lástima por él, ya no tendrá que verme más, la maleta, al menos no ganó, qué significa ganó, al fin y al cabo todo el mundo pierde, las victorias provisionales no son más que derrotas aplazadas, pero no he venido para vencer, sino para no ser vencido por una vez, no lo vuelvo a colgar en su sitio, será mi último saludo, DIOS ES AMOR en el cuarto oscuro, así es, ha sido una visita corta, ojalá él no… Bajo la escalera, pero no puedo marcharme sin despedirme, sí puedo, ¿es porque tengo miedo? No va a ser una huida, sino una despedida, ¿debo llamar a la puerta o entrar sin más? Llamo, ya no estoy en mi casa, no contesta, entonces me voy, tiene que haberme oído, si no ha salido al jardín.
Abrió la puerta. Su padre estaba sentado en el sillón de respaldo alto, mirándolo.
—Vengo a despedirme.
—¿Te marchas?
—Sí.
—No es como me lo había imaginado.
—Lo mismo digo.
—Ojalá te comprendiera.
No contesto.
—Me puse muy contento cuando escribiste diciendo que ibas a venir.
—Siento que haya acabado así.
—¿De verdad lo sientes?
—¿Qué quieres decir?
—¿Lo sientes realmente?
—Ya te lo he dicho. No quería luchar contra ti, ni siquiera quería tener razón sobre ti. Dime una cosa, padre, imagínate que no fuera tu hijo, imagínate que fuera un conocido y que hubieras sabido de mí lo mismo que sabes ahora, ¿te habría hecho ilusión volver a verme? ¿Alojarme en tu casa?
—Evidentemente no habría sido lo mismo.
—Así es. Y si tú sólo hubieras sido mi semejante en lugar de mi padre, no habría venido a verte. ¿No significa esto que lo que nos une no es más que una convención? Somos padre e hijo, y por tanto estamos obligados a mostrarnos afecto mutuamente; si no lo hacemos, nos invade el sentimiento de culpa. Pero ¿por qué? ¿Existe alguna razón para creer que el afecto es algo genético? No nos exigimos a nosotros mismos sentir afecto por un vecino o un compañero de trabajo. No sé si entiendes lo que quiero decir.
—Sí. Conque es así como lo ves. Una convención. Que Dios te perdone esas palabras, Gabriel. Algún día te darás cuenta de lo equivocado que estás.
—Siempre has dicho eso, desde que tengo uso de razón te recuerdo diciendo algún día… Qué diferente habría sido si no hubieras creído en Dios.
—O si tú hubieras creído en él.
—Sí. Estamos condenados a atormentarnos mutuamente.
—No culpes a Dios de ello.
—A Dios no, a la idea de Dios, ese mito tan persistente de un poder que justifica unos actos y puntos de vista que en el futuro serán calificados de inhumanos. Tú crees que Dios es la meta de una fe, pero no es verdad, Dios es la fe en Dios, y por eso Dios morirá, muere día a día.
—Estás obsesionado.
—No, no soy más que un representante de un futuro que se niega a recibir una herencia, que se niega a llevar a Dios sobre la espalda.
—Será mejor que te vayas.
—Sí.
Fue hacia la puerta. Puso la mano en el picaporte y se volvió a mirar por última vez a su padre, que estaba sentado inmóvil en el sillón de respaldo alto, con los ojos cerrados y las manos agarradas a los desgastados reposabrazos.