Ingrid tenía aquella distancia en la mirada que a él no le gustaba, porque lo excluía. Se había sentido a gusto, pero ya no era así.
Miró hacia la mesa en la que estaba sentado el matrimonio alemán. Él es mucho mayor que ella, pensó. Ella no es mucho mayor que yo. Está estupenda.
Se volvió hacia Ingrid, pero ella solo tenía ojos para el baile en corro delante de la barra. La mayor parte de los bailarines eran griegos, los pocos turistas que se habían atrevido a salir estaban medio borrachos o más, y casi todos eran mujeres.
—Fingen que es algo improvisado —dijo él, porque había oído decir en el hotel que no lo era.
—Relájate —dijo Ingrid.
—Lo intento.
—No seas tan negativo —dijo ella—. ¿No ves que la gente se está divirtiendo?
—Exactamente.
—No hay nada malo en pasárselo bien, ¿no?
—No se dan cuenta de que todo está preparado de antemano.
Ingrid alzó los hombros y no contestó.
La mujer alemana lo miró de repente con una sonrisa. Era una sonrisa normal, amable, y él se la devolvió.
—¿La conoces? —preguntó Ingrid.
—¿A quién?
—A la mujer a la que has sonreído.
—No, no la conozco. Se hospedan en el hotel.
—¿Por qué has preguntado «a quién»?
—Porque no sabía a quién te estabas refiriendo.
—Vaya por Dios.
Él no contestó.
—Me apetece un ouzo —dijo Ingrid.
—No, esta noche no. ¿No recuerdas lo mal que lo pasaste anteayer?
—Fue porque había comido marisco.
Ella llamó al camarero y se lo pidió.
El ambiente del local se iba caldeando.
La mujer alemana volvió a mirarlo. No sonrió. Él vio que Ingrid estaba absorta en el baile. Levantó la copa, la mujer alemana hizo lo mismo. Seguía sin sonreír. Él desvió la mirada.
Se quedó reflexionando. Al cabo de un rato se dijo: No hay nadie que sepa lo que estoy pensando. Imagina que Ingrid supiera lo que estoy pensando en este momento.
Ingrid dijo: Quiero bailar.
Él se limitó a asentir con la cabeza, estaba lejos de ella. Ella se colocó entre dos griegos. Claro, pensó él, claro que sí. Miró a la mujer alemana. Luego miró a su marido y volvió a pensar: Él es mayor que ella. Y yo soy más joven que ella. Y ella me está mirando. Yo la miro a ella, y si Ingrid se da cuenta mejor, no le viene mal tener algo en qué pensar. Miró de nuevo a la mujer, esperando que ella lo mirara a él, y cuando lo hizo, él levantó la copa y pensó: Que lo vea. La mujer alemana también levantó la copa: no sonrió. A lo mejor tiene cinco años más que yo, pensó él. Luego miró a Ingrid, vio que sonreía al griego de su izquierda; era joven y guapo. Ya, ya, pensó él. La mujer alemana lo miró sin sonreír, pero durante mucho rato. Él clavó la mirada en la suya, sin sonreír. Si Ingrid puede, pensó, también puedo yo. Él la miró y ella miró al griego y le sonrió. Luego él miró al alemán. Tiene al menos diez años más que ella, pensó, no creo que sea algo que a ella le agrade, a él tampoco, aunque estará muy orgulloso de tener una mujer guapa y diez años más joven que él, pero supongo que eso crea problemas.
Ingrid bailaba y sonreía al joven y guapo griego. Tiene al menos cinco años menos que ella, pensó, y ella siempre ha dicho que solo le gustan los hombres que como mínimo tienen su misma edad. Luego pensó: Pero yo siempre he dicho que nunca me interesaría por una mujer mayor que yo.
Bebió y fue al servicio; tuvo que atravesar dos puertas antes de dar con él. Al salir, se encontró con la mujer alemana. Él se detuvo, ella también. Se besaron sin mediar palabra. Luego ella se soltó y prosiguió su camino. Él se metió la mano en el bolsillo y volvió a la mesa. Ingrid miró al joven griego, le dijo algo y se echó a reír. Está ligando, pensó.
Al poco rato fue a sentarse, sonriente, contenta y acalorada.
—Ya veo que te estás divirtiendo —dijo él.
—Sí, ha estado muy bien.
—Pues sí, no se acaba el mundo por eso —dijo él.
Ella lo miró.
—Desde luego eso sería demasiado estúpido —respondió ella.
—¿A que sí? —dijo él.
Ella lo miró y dijo:
—Pero nunca se sabe.
La mujer alemana volvió del servicio y lo miró. Ella sí que ha mordido el anzuelo, pensó él. Ingrid llamó al camarero y le pidió un ouzo.
—Espero que sepas lo que haces —dijo él.
Ella no contestó.
Él miró a la mujer alemana y sus miradas se cruzaron. Se echó vino blanco en la copa.
El camarero llegó con el ouzo.
Ahora le toca ir primero a ella al servicio, pensó él.
—¿No quieres bailar? —le preguntó Ingrid.
—¿Y estropearte la diversión? —dijo él.
—Vaya por Dios, ¿quieres que nos vayamos?
—No, ¿por qué? Yo estoy muy bien.
—No te oigo.
—Estoy muy bien.
—Me alegro. Salud.
Me ha besado, pensó él. La miró, ella estaba hablando con su marido; él le sonreía mientras le hablaba.
Ella lo engaña, pensó.
—Entonces tendré que bailar sola —dijo Ingrid.
—¿Sola?
Ella se levantó y se colocó entre dos griegos, no los de antes, sino uno de su misma edad y otro mayor. La siguió con la mirada durante un rato, sin ver nada que pudiera justificar sus pensamientos, luego miró a la mujer alemana, hasta que sus miradas se cruzaron. Ella le hizo un movimiento con la cabeza que él no supo interpretar. Luego se levantó y se acercó a él.
—Cehen wír mal spazíeren? —dijo.
Él no entendió.
—You speak English?
—Yes?
—You take me with you for a walk?
—Yes, no, my wife…
—You are not free?
—No, my wife…
—I see. Why did you kiss me then?
—I… —Notó que se estaba ruborizando, no sabía qué decir.
—I see —dijo ella, y se fue.
Él dio un trago. No sabía dónde mirar. Dio otro trago. Miró el mantel blanco lleno de manchas. Encendió un cigarrillo, y se puso a mirar a los que bailaban, sin ver. Si no viene me iré, pensó. Vació la copa y la llenó de nuevo. Si no ha llegado cuando me haya acabado esta copa, me iré.
Entonces llegó ella.
—¿Qué quería? —preguntó.
—No la entendí.
Ella lo miraba y él se dio cuenta aunque no la estaba mirando.
Ella no dijo nada más.
—Quisiera irme ya —dijo él.
—¿Sí?
—Es decir, si te es posible abandonar a todos tus admiradores.
—Oh, Dios.
—Aunque no pasa nada si me voy solo.
—Por supuesto que no.
—No creo que te cueste nada encontrar a alguien que te acompañe al hotel.
—Claro que no, y, por cierto, soy perfectamente capaz de encontrar el camino sola.
—Bien, entonces me voy.
—¿Has pagado?
Él sacó la cartera y llamó al camarero.
—¿Estás enfadado conmigo? —preguntó ella.
Él no contestó.
—¿Estás enfadado conmigo? —repitió ella.
—¿Contigo? No. No haces más que bailar y divertirte.
—Bailar no tiene nada de malo, ¿no?
—Bailas y te diviertes. Claro que no tiene nada de malo.
Llegó el camarero. Él pagó. El camarero se fue.
—¿Entonces no te importa que me quede un rato más? —preguntó ella.
—¿Importa algo lo que yo sienta?
—No lo sé muy bien.
—Entiendo.
Ella no dijo nada más. Él se levantó.
—Tú tienes el dinero —dijo ella.
—¿Cuánto necesitas?
—Quiero otro ouzo.
Él sacó la cartera y dejó un billete de cien en la mesa. Se marchó. Salió a la oscuridad cálida y un poco bochornosa y pensó: No se ha venido conmigo.
El hotel no estaba lejos. Cuando hubo subido la mitad de las escaleras, se detuvo. Vuelvo solo, antes que Ingrid, pensó. El recepcionista va a creer que ella ha encontrado a otro, pero voy a ahorrarle ese placer.
Miró a su alrededor. Las escaleras continuaban hacia arriba más allá de la entrada del hotel y se perdían en la oscuridad. Siguió subiendo. Desde donde estaba podía ver perfectamente la entrada. Alternaba sus pensamientos entre Ingrid y la mujer alemana. Debería haberme ido con ella, pensó, así Ingrid sabría qué se siente.
Se sentó, encendió un cigarrillo y esperó; luego encendió otro. Veía cada vez con mayor claridad a la mujer alemana en su interior. Joder, tanta fidelidad, pensó, así te lo agradecen. Fidelidad a cambio de nada.
Entonces llegó Ingrid, acompañada por el matrimonio alemán. Charlaban y se reían. De repente pensó que podían verlo y se encogió. El alemán dejó pasar primero a las señoras, luego desaparecieron los tres dentro del hotel.
Se quedó sentado, tal vez hablaran un rato antes de despedirse. Y, por cierto, ella recibiría su merecido, si es que empezaba a preocuparse por él.
Encendió un cigarrillo y pensó: No diré nada. Ella puede decir lo que quiera, no voy a contestarle.
Se levantó, bajó las escaleras y entró en el hotel. Saludó con la cabeza al recepcionista, ahora se lo podía permitir, ahora que llegaba último.
Ella se estaba haciendo la dormida, pero había dejado encendida la lámpara de la mesita del lado de él. Ella no sabe que yo sé a qué hora ha llegado, pensó. Ella no sabe que yo sé que no está dormida, y yo no le diré que lo sé. Se hace la dormida porque no quiere mostrar que acaba de llegar, quiere parecer mejor de lo que es.
Se desnudó, apagó la luz y se tapó con la sábana. Estuvo un rato pensando en que Ingrid se hacía la dormida, y en la mujer alemana. La veía con toda claridad en su mente.
A la mañana siguiente se levantó antes que Ingrid, como de costumbre. No la despertó. Se vistió y salió.
Hacía mucho calor, pero desde el mar llegaba algo de aire; era tan temprano que la calina aún no había borrado la isla llana delante de la entrada al puerto.
Dio un paseo por el borde del muelle. Las barcas de pesca, pintadas de rojo, verde y blanco habían llegado ya hacía tiempo, estaban al abrigo del malecón con las redes de nailon amarillo enrolladas detrás de la caja del motor.
Cruzó el estrecho canal que unía el puerto con el lago. En la parte oeste del lago había tres terrazas en fila. Se sentó junto a una mesa y pidió un capuchino y una tostada con jamón. Se preguntó si Ingrid acudiría, sabía dónde encontrarlo.
Cuando acabó de desayunar, fue al quiosco y compró una postal con el lago. Volvió a la mesa. Pidió una cerveza y se puso a escribir a su madre: «Querida madre: En este momento estoy sentado donde he pintado una cruz. Se dice que el lago que ves en la postal es muy profundo. Antiguamente se pensaba que no tenía fondo. Estoy muy bien. Todo es muy barato, pero creo que los griegos no me gustan demasiado. Parecen bastante primitivos. Te escribiré más adelante. Ingrid te manda saludos. Tu Bjorn».
Dio vuelta la postal y pintó una cruz. Luego leyó lo que había escrito, y se sintió satisfecho. Lo que importa es decir algo con pocas palabras, pensó.
Estaba a punto de acabarse la cerveza cuando llegó Ingrid.
—Hola. ¿Has dormido bien?
—Estupendamente.
Ella pidió una tortilla francesa y un té. Se puso a mirar a los adolescentes que se estaban lanzando al mar desde el borde del muelle y dijo:
—No sé cómo se atreven.
—¿Cómo?
—Yo no me habría atrevido nunca a bañarme en un lugar tan profundo.
—Qué más da si sabes nadar.
—No es lo mismo.
—Es igual de fácil ahogarse en una profundidad de dos metros que de cien.
—No entiendes lo que quiero decir.
Él se tragó una respuesta irritada, y pensó: Típico de mujeres. Y eso es lo que tanto me gusta de ella, que sea tan femenina, tan desvalida.
Puso su mano sobre la de ella y dijo con una sonrisa, esa sonrisa que ella solía decir que le gustaba tanto:
—Entiendo más de lo que crees.
Ella lo miró, escéptica, interrogante.
Él dijo:
—No será por nada que te quiera tanto.