María hizo un comentario sobre él en presencia de los demás que a él le pareció fuera de lugar y que lo alteró en exceso. Se esforzó todo lo que pudo por aparentar indiferencia, pero cuando los invitados se hubieron marchado y María dijo que estaba cansada, él abrió otra botella de vino y echó un leño en la chimenea. ¿No vas a acostarte?, preguntó ella. Él contestó que no estaba cansado y que le apetecía otra copa. Ella lo miró. Mañana será otro día, dijo. Ya lo sé, señaló él, y ese fue el único amago de agresividad que logró expresar.
Permaneció levantado una hora más. Se bebió dos copas de vino. Luego llevó la botella a la cocina y tiró casi todo su contenido en el fregadero. Volvió al salón con la botella y la colocó junto a la copa vacía.
Al día siguiente se despertó tarde y solo. Se levantó enseguida. La casa estaba vacía, pero encontró la mesa del desayuno puesta para él. El café del termo estaba templado. Se bebió dos tazas. El periódico dominical se encontraba al lado del plato. Lo cogió y salió a la terraza. María estaba de rodillas en la huerta, casi oculta tras las dalias; él hizo como si no la hubiera visto y se sentó de espaldas. Abrió el periódico, levantó la vista y se puso a mirar las copas de los árboles que se dibujaban sobre un cielo de color azul mate. Permaneció en esa postura hasta que escuchó pasos en la gravilla y la voz de ella a sus espaldas: Buenos días. Bajó el periódico y la miró. Buenos días, contestó. Ella se quitó los guantes de jardinería y subió la escalera. Estabas durmiendo tan plácidamente, dijo, que no quise despertarte. ¿Te quedaste levantado mucho rato? Un par de horas, contestó él. ¿Tanto?, dijo ella. Él dobló el periódico sin contestar, luego dijo: He pensado ir a ver a mi padre. Vera viene a comer, señaló ella. Estaré de vuelta antes, contestó él. No va a darte tiempo, objetó ella. Entonces podemos comer una hora más tarde, propuso él. ¿Sólo porque de repente se te ha ocurrido ir a ver a tu padre? Él no contestó. Ella entró en la casa y él se levantó y fue tras ella, en busca de su chaqueta. Pero si no has desayunado, objetó ella. No tengo hambre, contestó él. Se encontró con la mirada de María; ella lo escrutó. ¿Qué te pasa? Nada, contestó él.
Cuando un poco más tarde estaba saliendo de la ciudad en dirección a R, se sintió casi orgulloso durante un rato y pensó: Hago lo que quiero.
A mitad de camino, se salió de la carretera principal y se dirigió hacia el fiordo Bu. Había allí un pequeño café al aire libre. Comió dos sándwiches y tomó un café. Estaba sentado debajo de un árbol mirando el fiordo. Se fumó un cigarrillo. De tarde en tarde miraba el reloj. Se fumó otros dos cigarrillos, luego se levantó y fue hacia el coche.
Regresó por el mismo camino por el que había llegado, y estuvo de vuelta en casa antes de que se hubiesen sentado a la mesa. María le preguntó por su padre y él contestó: No me reconoció. Vera comentó que tenía que ser muy doloroso ver a su propio padre tan desvalido. Él asintió. Se sentaron a la mesa. Él sirvió el vino. Comieron asado de ternera y charlaron de temas cotidianos. Él participaba con algún que otro sí o no; sus pensamientos se desviaban a menudo, pero se ocupaba todo el tiempo de que las copas de ellas no estuvieran vacías. Y cuando María al final de la comida quiso saber más sobre el estado de su padre, la pregunta chocó con una reflexión agresiva que él acababa de hacerse y contestó, de un modo inesperadamente negativo: ¿Y a qué se debe ese repentino interés por mi padre? Se hizo el silencio. Entonces Vera dijo discretamente: Eso no ha sido muy amable de tu parte, Jakob. No, no lo ha sido, contestó él, casi igual de discreto, pero no es de tu incumbencia. Y cogió la copa con la mano temblorosa. Creo que deberías explicarte, dijo María. Él no contestó. No sé qué creer, añadió ella. Él se reclinó en la silla y la miró: Mi padre está bien. Ya no sabe lo que ocurre, y si los enfermeros lo tratan con cariño, nadie puede hacerle daño. Así que está bien. Volvió a hacerse el silencio, luego María dijo: Eso podrías haberlo dicho antes. Hay muchas cosas que uno siempre podría haber dicho antes, contestó él. ¿A qué te estás refiriendo ahora?, preguntó ella. ¿Me estoy refiriendo a algo?, preguntó él. Vaya, ahora sí que te has puesto imposible, dijo ella. Y se levantó y empezó a recoger la mesa. Al levantarse también Vera, dijo: No, no, tú quédate sentada. Jakob vio cómo, tras un momento de vacilación, Vera cogió la fuente de verduras y la salsera, y siguió a María hasta la cocina. Jakob se sirvió vino, se levantó y salió a la terraza. Se fumó un cigarrillo y luego otro. Vació la copa. Vera salió y se sentó. Vaya verano, dijo ella. Sí, contestó él. Aunque en realidad, añadió Vera, agosto es un mes bastante… tiene algo de nostálgico, ¿no te parece? De alguna manera es el fin de algo. Él la miró, sin contestar. Cuando era niña, prosiguió ella, siempre asociaba el mes de agosto, sobre todo las noches, con el canto de los grillos, que tanto me gustaba. Ya no hay grillos. ¿Ah no?, preguntó él. No, contestó ella. La miró: estaba sentada con la cabeza agachada, tocándose una uña de la mano. Le preguntó: ¿Te sirvo vino? Gracias, contestó ella. Él entró por una botella y una copa. María no estaba. Vera seguía en la misma postura, como si estuviera absorta en algo, y cuando él hubo llenado las dos copas, se quedó un instante mirándola; sintió de repente una oleada de calor, como un calambre, y exclamó: Qué bonita eres. ¿Yo?, preguntó ella. Él no contestó y se sentó. Se hizo el silencio, también dentro de él. Luego ella añadió: Hace mucho que nadie me dice eso. ¿Me das un cigarrillo? Él le ofreció el paquete. No sabía que fumaras, dijo. Lo he dejado, contestó ella. Él le dio fuego. María dijo desde la puerta: Pero, Vera… ¿A que sí?, preguntó Vera. ¿Te ha seducido Jakob? Vera miró a Jakob, y contestó: Sí, en cierto modo. Pero yo misma decidí caer. María salió a la terraza, acercó una silla a la mesa y se sentó. Jakob le preguntó si quería que fuera a buscarle una copa, se sentía muy ligero y libre. Fue por la copa y le sirvió vino. Vera hacía aros de humo. Mirad, dijo, aún sé hacerlos. Estás jugando con fuego, señaló María. Sí, contestó Vera, casi se me había olvidado lo bueno que es. Ya ves, dijo María. Vera sopló nuevos aros al aire casi inmóvil. Estás poniendo a prueba tu voluntad, prosiguió María. Por favor, dijo Vera, y añadió, mirando a Jakob: María nunca ha dejado del todo de ser la hermana mayor. Ya lo veo, dijo Jakob. Tonterías, contestó María. María no juega con fuego, apuntó Jakob. Seguro que sí, dijo Vera. ¿A que sí, María? Todo el mundo lo hace. María le dio un sorbo a su copa. Puede que sí, contestó, pero evito quemarme. Jakob se rió. María lo miró. Vera apagó el cigarrillo. Hace bochorno, comentó María. Sí, contestó Vera. Ojalá se desencadene una verdadera tormenta. Y un rayo alcance esa casa tan fea. Pero, Vera…, dijo María. Jakob se rió. ¿Te parece gracioso?, preguntó María. Sí, contestó Jakob, por eso me he reído. Se hizo un largo silencio, y por fin María se levantó. Permaneció un instante de pie, luego bajó la escalera y se adentró en el jardín. Di algo, dijo Vera.
Él no contestó. Le sirvió vino. Voy a emborracharme, dijo ella. ¿Y por qué no?, dijo él, para eso está el vino. Creo que voy a irme, repuso ella. A mí me gustaría que te quedaras. Me vuelvo malvada, dijo ella. Que así sea, dijo él. Una niña mala, dijo ella, mirándolo. Él apartó la mirada, pero tenía la sensación de que ella seguía mirándolo. ¿Te has asustado?, preguntó ella. Asustado no, contestó él. ¿Entonces, qué?, preguntó ella. María llegaba andando por la hierba. Las zanahorias se están corneando, dijo. ¿Corneando?, se extrañó Jakob. Hay que escardar las plantas, señaló ella. Subió la escalera y dejó tres pequeños tomates en la mesa. Mira qué ricos, dijo. Vera cogió uno. Creo que yo también me voy a buscar un marido con huerta, dijo. Sí, ¿por qué no?, dijo María. Y con una terraza como esta, añadió Vera, donde puedes estar sentada incluso cuando llueve. Nunca nos sentamos aquí cuando llueve, dijo María. Ya lo creo que sí, la contradijo Jakob. Yo me siento a menudo aquí cuando llueve. No es verdad, objetó María. Claro que es verdad, dijo Jakob. Yo sí que me sentaría, dijo Vera, y se metió el tomate en la boca. Junto a mi marido, añadió. ¿Qué marido?, preguntó María. El de la huerta y la terraza, contestó Vera. Estás borracha, dijo María. Por supuesto que sí, asintió Vera. Voy a preparar café, dijo María, y entró en la casa. Vera dio un gran sorbo de vino. ¡Café!, exclamó. Jakob le llenó la copa. Gracias, dijo ella. Y también un cigarrillo, si tienes. Él le dio uno y luego fuego. ¿Es verdad que te sientas aquí cuando llueve?, preguntó. Alguna vez lo he hecho, contestó él, pero de eso hace ya mucho tiempo. Entonces no era verdad, dijo ella. Así es, dijo él, pero eso María no puede saberlo. La hiciste pasar por mentirosa, dijo Vera. No más que ella a mí, al decir que nunca me siento aquí. Pero es verdad, dijo Vera. Sí, pero ella no lo sabe. Tal vez lo sabe porque te conoce, dijo Vera. Ella no me conoce, objetó Jakob. María salió y dejó tres tazas sobre la mesa. Miró a Vera sin decir nada. Volvió a entrar. Pobre María, dijo Vera. Jakob no contestó. Me tomaré el café y luego me iré, dijo ella. Él no contestó. Ella apagó el cigarrillo. María llegó con el café, llenó las tazas y se sentó. Jakob se levantó, entró en el salón, cruzó la entrada y salió a la calle: allí permaneció unos instantes, antes de echar a andar en dirección al centro.
Volvió a casa dos horas más tarde. Vera y María estaban sentadas en el salón, aún no habían encendido la luz. Estás aquí, dijo María. Sí, asintió él. Justamente estábamos preguntándonos qué habría sido de ti, dijo María. He ido a por tabaco, contestó él. Se hizo el silencio durante un rato, luego añadió: Se está nublando. Sí, asintió María, ya lo hemos visto. Oímos un grillo, dijo Vera. ¿Ah sí?, preguntó Jakob, mirándola. Ella bajó la vista. Él sacó el paquete de tabaco del bolsillo. ¿Quieres?, le ofreció. No, gracias, contestó Vera. He vuelto a dejarlo. Él se encendió un cigarrillo y preguntó: ¿Alguna quiere cerveza? No querían. Él fue a la cocina por una botella y un vaso, luego volvió al salón y se sentó. Nadie decía nada. Bueno, creo que debo irme ya a mi casa, dijo Vera. Puedes quedarte aquí esta noche, señaló María. Gracias, pero…, contestó Vera. Nadie te espera, comentó María. No, por ese lado no hay problema. No tengo a nadie que me espere. Lo dices como si hubiera que tenerme compasión. Tonterías, dijo María. No hay razón para tenerte compasión. ¿Por qué íbamos a tenerte compasión? Exactamente, eso es lo que yo digo, contestó Vera, de modo que no me pidas que me quede sólo porque nadie me espera. También podría haberme quedado aunque alguien me esperara. Sí, claro, asintió María. Vera se levantó. ¿Te vas?, preguntó María. Voy al baño, contestó Vera. Jakob la siguió con la mirada. Qué complicada es, opinó María. Jakob no contestó. María se levantó y encendió la lámpara de pie. Y tú simplemente desapareciste, prosiguió. Él no contestó. Ella permaneció junto a la lámpara encendida; él no la miró. La oía respirar con dificultad. Ella dijo: No voy a soportar esto mucho más. De acuerdo, contestó él. ¿Eso es todo lo que tienes que decir?, preguntó ella. Él no contestó. Ah, Dios mío, dijo ella. Jakob oyó los pasos de Vera en la escalera. María apagó la lámpara y se sentó. El salón quedó en penumbra. Vera entró, se acercó a la puerta abierta de la terraza, y se quedó mirando hacia fuera. Jakob se levantó. Más vale que me marche antes de que se ponga a llover, dijo Vera. Jakob atravesó la entrada y se dirigió al cuarto de los invitados. Cerró la puerta. La cama estaba hecha. Permaneció unos segundos mirándola, y notó un temblor en el cuerpo. El frente de nubes estaba ya muy cerca; partía el cielo en dos. Acercó una silla a la ventana y se sentó a contemplar el crepúsculo con los codos apoyados en el alféizar. Al cabo de un rato escuchó voces bajas en la entrada, luego cómo la puerta de la calle se abría y se cerraba, al final se hizo el silencio. Él no se movió. De repente un soplo de viento rozó las hojas del árbol delante de la ventana, y al cabo de unos segundos llegó la lluvia. No le ha dado tiempo, pensó. Intentó captar sonidos del interior de la casa, pero no oía más que la lluvia. Ya era casi noche cerrada. De pronto todo se iluminó un instante, y unos segundos más tarde sonaron truenos en la lejanía. Ahora María tendrá miedo, pensó. Llegaron más rayos y más truenos; contó los segundos, los intervalos eran cada vez más cortos. Ahora estará asustada, pensó. Se levantó y se acercó a la puerta, la abrió a medias y escuchó. Permaneció así un rato, luego atravesó la entrada y se metió en el salón. María no estaba allí. Volvió a salir, subió la escalera y entró en el dormitorio. Estaba tumbada en la cama con el edredón sobre la cabeza. María, dijo él. Ella apartó el edredón. Estaba completamente vestida. Tenía mucho miedo, dijo. No hay razón para tener miedo, dijo él. Creía que te habías marchado, dijo ella. Él se acercó a la ventana. No te quedes ahí, por favor, le pidió ella. Él miró el reflejo de ella en el cristal de la ventana. No pasa nada, dijo, tenemos pararrayos. Ya lo sé, contestó ella, pero aún así tengo miedo, y me entra aún más al verte junto a la ventana. Él retrocedió un par de pasos; todavía podía verla. Ella se levantó de la cama. Creo que ya ha pasado, dijo él. Pensé que te habías marchado, señaló ella. ¿Adónde?, preguntó él.