Remaron unos instantes antes de izar las velas. Soplaba un fuerte viento, y Paul dijo que sería peligroso fijar la vela mayor. Estaba sentado con la escota en la mano, mientras procuraba mantener la barca lo más firme posible contra el viento, con el fin de no tener que virar para atravesar el estrecho. El cabo de la escota le lastimaba la mano. Llegaban ráfagas bastante fuertes, pero no hizo falta aflojar la escota. La ató a la borda y vigiló el mar para que las ráfagas no lo tomaran por sorpresa.
—Hace justo el viento que nos conviene —gritó a la chica.
Ella estaba tumbada boca arriba en la proa mirando las velas.
—Habrá más viento cuando salgamos al estrecho —dijo ella.
—Seguro que sí.
Así habría que estar siempre, pensó él. Sacó el paquete de tabaco del bolsillo y sostuvo la caña del timón entre el brazo y el cuerpo mientras intentaba liarse un cigarrillo. Tenía los dedos mojados y el papelillo se le rompió. Sacó otro papelillo, que también se le rompió. La chica le preguntó si quería que lo hiciera ella. Él le pasó el paquete de tabaco.
—Esto es vida —dijo.
—Así habría que estar siempre.
—Sí. Deberíamos hacer siempre lo que nos apetece.
—Para eso hay que tener dinero. No puedes hacer lo que te apetece sin dinero.
—Ya. Eso es lo fastidioso. Y para conseguir dinero tienes que hacer algo que no te apetece, y entonces ya no tiene mucho sentido.
Habían entrado ya en el estrecho. El agua estaba en calma.
A ambos lados se erguían altos peñascos pelados. Fuera del estrecho el mar estaba agitado. Tenían el viento en contra, y la chica sacó un remo. Cuando el viento llenó las velas, Paul soltó la escota. El viento empezaba a ser muy fuerte, pero apenas entraba agua en la barca.
—¡Esto es emocionante! —gritó la chica.
—¿Te gusta?
—Ya lo creo.
—¿No tienes miedo?
—Sí, por eso resulta tan emocionante.
—Sí, tal vez. He oído decir que esos indios que se lanzan a una poza de veinte metros de profundidad, una vez que empiezan a hacerlo no pueden dejarlo. Si cada día no hacen algo que pueda costarles la vida, les parece que no han vivido de verdad.
—Hay algo de eso, sí.
—¿Tú crees?
—No lo sé. Parece probable. Tiene que ser divertido estar constantemente salvándote a ti mismo la vida.
Paul mantuvo la barca firme contra el viento. La cuerda le lastimaba la mano. Pensó que siempre es así. Te lo estás pasando muy bien, pero siempre hay algo. Pisó la escota para que no le resultara tan pesado sostenerla. Volvió la cabeza y vio que el estrecho quedaba ya muy lejos.
—No tenemos muchas posibilidades si la barca tumba —dijo ella.
—Una entre cien.
—Cuando tenía dieciséis años soñaba con morirme dentro de un gran bosque.
—Yo nunca he soñado con morir.
—Yo sí. Eran sueños bonitos. Nadie me había hecho daño, ni estaba enferma.
—Eres muy rara.
—Sí. Todo el mundo lo dice. ¿Te parece mal que sea así?
—No.
—Tú también eres raro.
—¿En qué sentido?
—Algunas veces te ríes sin motivo. Cuando mi padre contó lo de ese accidente de tren en Italia, tú te reíste. A mí no me pareció nada divertido. Y cuando luego te preguntó si habías leído algo de Hamsun, también te echaste a reír.
Llegó una ráfaga de viento. La barca se escoró y empezó a entrar bastante agua. Paul cambió el rumbo. La barca se enderezó, las velas flamearon. Mantuvo la dirección contra el viento y tensó la vela mayor. Luego giró lentamente el timón hacia el lado contrario y la barca cogió velocidad.
—¿Tienes miedo? —gritó él.
—No he chillado, ¿no?
—Uno puede tener tanto miedo que no le salga ni un sonido.
—Pues tanto miedo no he tenido.
—Si quieres podemos dar la vuelta. Tú decides.
—Entonces quiero desembarcar en una isla. —La chica miró a su alrededor, y señaló algo justo delante de ellos—. Quiero desembarcar allí —dijo.
Era una isla muy pequeña. En algunas partes crecían pinos contrahechos. Todo el resto era roca y brezo. Cuando se encontraban muy cerca, se abrió ante ellos una bahía. Paul tomó ese rumbo y las velas aletearon porque el viento cambió de dirección. La chica se puso de pie en la proa. Tenía el cabo de amarre en la mano, lista para saltar. Paul ató la vela alrededor del mástil. La chica saltó, y él tuvo que agarrarse al mástil para no perder el equilibrio en el momento en que la barca chocó con la tierra. Saltó tras ella. Se detuvo antes de acercarse, porque ella lo estaba mirando con sus ojos azules, los brazos levantados por encima de la cabeza y la punta de la cuerda en una mano, y él dudaba de haber visto jamás algo tan hermoso.
—Me apetece abrazarte —dijo.
—Y a mí me apetece que me abraces.
La abrazó. Pensó que valía más que ninguna. La chica soltó la cuerda y le rodeó el cuello con los brazos, y él puso la mejilla junto a la de ella; su piel era agradable y fresca. Pensó que valía más que ninguna, y que ella quería aquello. Nunca le haría daño, pensó, y retiró lentamente los brazos.
Ató la barca a una piedra puntiaguda y alargada, y corrieron juntos hasta el punto más alto de la isla. Por encima de ellos volaban gaviotas que brillaban al sol, chillaban, se sumergían y lanzaban gritos hacia sus cabezas. Ellos corrían sin hacerles caso. De repente la chica se detuvo y dejó escapar un pequeño grito. Él la miró, y vio miedo en sus ojos. Ella alargó un brazo hacia él, y él lo agarró. La chica miraba fijamente una pequeña grieta en una roca justo delante de ellos.
—¡Mira!
—¡Una cría de gaviota!
—Tengo miedo.
—No es más que una cría de gaviota.
—Podría haberla pisado. Escucha qué feos son sus chillidos.
—Temen por sus crías.
—Quiero irme de aquí. Tengo miedo. Pueden hacemos daño.
Él quería decir que no, que no podrían hacernos nada, pero en ese momento levantó la vista y vio que las gaviotas bajaban hacia ellos, una tras otra. La chica gritó y se protegió la cabeza con los brazos, porque las gaviotas que salían de la luz del sol no estaban a más de dos o tres metros de distancia. Echaron a correr, y notaron cómo el miedo aumentaba con la huida. Pero los chillidos se fueron distanciando, y él le sonrió y dijo creo que se han enfadado con nosotros. Imagínate que la hubiera pisado, dijo ella.
—No pensemos más en ello —dijo él.
—De acuerdo —dijo ella.
—Sentémonos aquí, que no llega el viento.
—Ahora tienes que abrazarme otra vez.
Era lo que él más quería. La abrazó y puso la mejilla junto a la de ella. La chica le cogió la cabeza y apretó su boca contra la de él, metiéndole la lengua entre los labios. Él se olvidó de que podía respirar por la nariz y tuvo que soltarse por falta de aire.
—¿Me quieres? —preguntó ella, sus ojos azules estaban muy serios.
—Sí.
—Dime algo bonito.
—Vales más que ninguna.
—Estás muy gracioso cuando arrugas la frente.
—Estábamos hablando de ti.
—Ahora me apetece encender una hoguera —dijo ella, levantándose—. Será la hoguera más grande que jamás haya ardido en esta isla.
Paul se levantó y bajó corriendo hasta la orilla. Entre las piedras encontró madera ligera y seca devuelta por el mar. Lilly es rara, pensó. Cuando habla es como si nunca hasta entonces hubiera pensado en lo que está diciendo. Como si en ese momento pensara muchísimo en lo que está diciendo y nunca hasta entonces hubiera pensado en ello. Paul cogió una brazada de madera y subió corriendo hasta un pequeño llano a unos veinte o treinta metros isla adentro. Hizo un círculo con piedras. La chica llevó un montón de brezo y le preguntó que para qué eran las piedras. Para que el fuego no se extienda, contestó él. Qué buena idea, dijo ella y colocó el brezo dentro del círculo. Él puso la madera encima.
—Oye —dijo ella.
—¿Sí?
—Creo que yo te quiero más a ti que tú a mí —dijo.
Él no pudo decir nada. Sólo podía pensar que ella decía sin rodeos que lo quería. Él lo pensó muchas veces, y ella dijo cuando me abrazaste me puse a temblar. Tú no temblabas. Eso no tiene nada que ver, dijo él, porque lo único que hay es que te quiero. Lo mismo me ocurre a mí, dijo ella. No estoy ni preocupada, ni cansada, ni feliz, ni ninguna otra cosa, lo único es que te quiero. Se acercó a él y él la besó mientras le duró el aire, y notó que ella temblaba. Luego ella le pidió que la dejara encender la hoguera. Él le dio las cerillas, no resultó nada difícil hacer arder el brezo seco. Se sentaron de espaldas al viento. ¿Puedo?, preguntó Paul, y apoyó la cabeza en su regazo. Ella sonrió y enredó un dedo en su pelo, mientras él miraba las nubes. No se parecían a nada que hubiese visto antes.
—Estoy pensando en algo muy raro —dijo ella.
—¿Ah, sí?
—Sí. Estoy pensando en que si no hubiera sido de día cuando dijiste que me querías, habría tenido que echarme a llorar. ¿No es raro?
—Sí.
—Como si significara más en la oscuridad que con luz. Pero no es así, porque cuando más difícil resulta hablar de esas cosas es a la luz del sol, ¿no te parece?
—Sí. —Él seguía mirando las nubes—. Es como si los ojos se quedaran desnudos con el sol.
—¿Yo tengo los ojos desnudos?
—No, tú no.
Ella bajó la cabeza hacia él. Su boca se abrió un poco y sus ojos se cerraron antes de llegar a él. Él notó que el pelo de ella le hacía cosquillas en la cara y tuvo la sensación de que todo lo que sentía se desplazaba hasta sus dedos, y los apretó contra los hombros de ella. Soy yo quien hace esto, pensó. Ella levantó un poco la cabeza, pero no tanto como para que él dejara de notar su intensa respiración en la cara. Ella le miró el pelo y dijo nos queremos. Lo dijo muy deprisa, y él pensó que ella nunca había dicho nada de esa manera. Cerró los ojos y pensó es mía. De repente ella lo llamó por su nombre, y al incorporarse se libró de los brazos que tenía alrededor de los hombros. ¡Está ardiendo! gritó, y él se puso de pie. Llamas y humo subían del brezo fuera del círculo de piedras. Él corrió al pino más cercano y arrancó una rama. Se puso a golpear las llamas con ella. No sirvió de nada. Sabía que no servía de nada, pero seguía golpeando. Los ojos le escocían por el humo, y a veces el fuego le subía por los lados y tenía que retroceder varios pasos. Pero no se dio por vencido. Cuando la rama de pino empezó a quemarle las manos, la tiró y echó a correr. No veía a Lilly. Se detuvo y la llamó, pero no obtuvo respuesta. Rodeó las llamas y bajó corriendo hacia la barca. Lilly tampoco estaba allí. La llamó varias veces y empezó a subir hacia el punto más alto de la isla. No estará allí porque tiene miedo a las gaviotas, pensó. Se estaba acercando al punto más alto y los chillidos de las gaviotas eran cada vez más penetrantes. No puede estar aquí, pensó, porque tiene miedo de que las gaviotas vuelen hacia ella. Llegó donde habían encontrado la cría de gaviota, y la vio arrodillada, con un polluelo en las manos. Las gaviotas volaban hacia ella. A un par de metros de su cabeza lanzaban un grito y cambiaban de rumbo. Ella estaba arrodillada con el polluelo muy cerca de la cara. Parecía estar hablando con él. Paul la llamó y ella volvió la cara hacia él y sonrió. Él corrió hasta ella y le dijo que tenían que irse. ¿A que es bonito?, preguntó ella, acercándole el pajarillo. Si no nos damos prisa, el fuego se extenderá y no lograremos volver a la barca, dijo él. Ya vamos, contestó ella, levantándose del suelo. Verás como nos da tiempo. El polluelo estaba quieto en sus manos. Paul dijo en pocos segundos la isla entera estará ardiendo. Sí, contestó ella, y bajaron a toda prisa hacia la barca, corriendo directamente hacia las llamas y luego a lo largo de ellas para encontrar un hueco por donde escapar. No encontraron ninguno.
—Corre hasta la punta del cabo —gritó él, señalando hacia la entrada de la bahía. Esperó hasta que ella hubiese desaparecido y luego corrió en la misma dirección. Al llegar a la playa se desnudó y se lanzó al mar. El agua se cerró densa y fría a su alrededor, y nadó con brazadas cortas. Pensó cuando llegue a tierra ella verá que estoy desnudo. Estaría bien que me viera, pensó, porque no tengo la culpa de que ella me vea. Ella elige mirar sin que yo pueda hacer nada. Llegó a la otra orilla de la bahía y salió del agua. Mientras soltaba el cabo de amarre se dio cuenta de que ella lo estaba mirando. Él colocó la cabeza de tal manera que ella no podía saber que él la estaba viendo. Ella se encontraba a setenta u ochenta metros. Él empujó la barca y se metió dentro de un salto. Pensó si ella no ve que la estoy mirando, tal vez venga hacia la barca en el instante en que yo llegue a tierra para vestirme. Si lo hace, yo no tengo la culpa, porque le pedí que me esperara en la punta del cabo. Se sentó en el banquillo de la barca y sacó los remos. Una columna de humo denso subía de un espacio cuyo tamaño ignoraba, y el brezo quemado desprendía un olor agradable y acidulado. Cuando se encontraba a seis o siete metros de tierra, metió los remos en la barca y saltó hacia la proa. Bajó a tierra. Dejó el cabo de amarre sobre la roca sin anudarlo. Empezó a vestirse mientras la vigilaba. Entonces la llamó. ¡Ven aquí, Lilly! gritó. Ella tardó en aparecer.
—¿Crees que está asustado? —preguntó, apretando el pajarillo contra su pecho.
—¿Qué vas a hacer con él?
—Llevármelo e intentar que viva.
—Se morirá —dijo él.
—Lo cuidaré mucho.
—Se morirá de todos modos.
Se metieron en la barca, y él izó las velas y fijó el foque. Ella se sentó en la proa. Cuando salieron de la bahía, la barca escoró. La escota le lastimaba la mano. Notó el fuerte olor a brezo quemado, y, cuando se volvió, vio el humo que envolvía la isla y desaparecía en el mar.
—¿Crees que se morirá? —preguntó Lilly.
—No lo sé.
—Antes dijiste que sí.
—No es seguro. No entiendo de esas cosas. Estaría bien que viviera.