III

¿A dónde la llevan?, se preguntó Cuarta Tía, atisbando cualquier señal, pero lo único que pudo escuchar fueron los grillos que se encontraban fuera de su jaula de acero y, un poco más allá, probablemente en la autopista pública, los sonidos del metal golpeando contra el metal. La celda se volvía cada vez más clara; las moscas revoloteaban a su alrededor como si fueran meteoros de color verde azulado.

Con la salida de su compañera de celda, Cuarta Tía experimentó la desazón que produce la soledad. Se sentó en el catre de la prisionera Número Cuarenta y Seis, hasta que recordó vagamente que la atractiva guardiana le había dicho que no se permitía a los presos sentarse en otro catre que no fuera el suyo. Abrió de golpe la manta de su compañera de celda y su rostro recibió una bocanada de aire nauseabundo. Estaba cubierta de diminutos puntos oscuros, como si fueran excrementos o sangre seca, y cuando los raspó con la uña del dedo, una horda de piojos salió de los pliegues. Cogió algunos de ellos y se los metió en la boca, los masticó y comenzó a llorar. Estaba pensando en Cuarto Tío y en lo bien que se le daba cazar piojos.

Cuarto Tío se sentó apoyándose contra la pared del patio abrasada por el sol, desnudo de cintura para arriba, con la chaqueta extendida sobre las rodillas mientras cogía algunos piojos del pliegue y los metía en un cuenco desconchado lleno de agua.

—Caza todos los que puedas —dijo Cuarta Tía—. Cuando hayas llenado el cuenco, los freiré para que los acompañes con vino.

Jinju, que todavía era una niña pequeña, se sentó junto a su padre.

—¿Cómo es que tienes tantos piojos, papá?

—Los pobres tienen piojos, los ricos cogen la sarna —dijo, metiendo uno especialmente gordo en el cuenco.

Mientras Jinju removía un piojo que se ahogaba con una brizna de hierba, una gallina pelona se acercó al cuenco, asomó la cabeza y escudriñó los insectos.

—La gallina se quiere comer nuestros piojos, papá —dijo.

—He tenido que trabajar mucho para cazarlos y no pienso dejar que se los coma —espetó, mientras espantaba a la gallina.

—Dale unos cuantos, así pondrá más huevos.

—Prometí al señor Wang, de la Aldea del Oeste, que le llevaría un millar —dijo Cuarto Tío.

—¿Para qué los quiere?

—Para elaborar medicamentos.

—¿Se pueden hacer medicamentos con los piojos?

—Se pueden hacer medicamentos prácticamente con todo.

—¿Cuántos has cazado ya?

—Ochocientos cuarenta y siete.

—¿Quieres que te ayude?

—No. El señor Wang dice que ninguna mujer puede tocarlos. No puede elaborar medicinas si los han tocado unas manos femeninas.

Jinju retiró la mano.

—No es fácil ser un piojo —le dijo—. ¿Has oído aquella historia sobre un piojo de ciudad y un piojo de campo que se encuentran en la carretera? El piojo de ciudad pregunta: «¿Entonces, hermano de campo, hacia dónde te diriges?». El piojo de campo le dice: «A la ciudad, ¿y tú?». «Voy a buscar algo para comer». «Olvídalo. Yo voy a la ciudad a encontrar comida». Cuando el piojo de la ciudad le preguntó por qué, le dice: «En el campo lavan la ropa tres veces al día y si no encuentran nada, la golpean con un palo y lo que sale se lo meten en la boca. Si no nos golpean hasta la muerte, acaban por comernos. He podido escapar vivo por los pelos». El piojo de campo relató entre lágrimas su desdichada historia. El piojo de ciudad lanzó un suspiro y dijo: «Estaba convencido de que las cosas irían mejor en el campo que en la ciudad. Nunca pensé que las cosas estuvieran tan mal». «Pues yo pensaba que la vida sería mucho mejor en la ciudad que en el campo», dijo el piojo del campo. «¡Ni mucho menos!», dijo el piojo de ciudad. «En la ciudad todo el mundo viste de seda y satén, una capa tras otra. Lavan la ropa tres veces al día y se cambian cinco veces. Nunca veo ni un trocito de carne. Si no nos mata el acero, lo hará el agua. He escapado con vida por los pelos». Los dos piojos lloraron el uno sobre el hombro del otro durante unos instantes y, cuando se dieron cuenta de que no tenían dónde ir, saltaron a un pozo y se ahogaron.

Jinju se moría de risa.

—Papá, te lo acabas de inventar.

* * *

Con el sonido de la risa de su hija en sus oídos, Cuarta Tía se sorbió la nariz y engulló un piojo, apesadumbrada por los recuerdos de los días felices. Dejó de lado su caza de piojos y caminó descalza hasta los barrotes de la ventana. Pero estaba demasiado alta como para poder mirar hacia el exterior, así que optó por regresar y se puso de pie sobre el catre para disfrutar de una mejor vista. Desde allí pudo divisar una verja con alambre de espino y, detrás de ella, los campos plantados con pepinos, berenjenas y habichuelas. Las habas se estaban tiñendo de amarillo y las berenjenas empezaban a florecer. Un par de mariposas rosas y blancas revoloteaba alrededor de las flores púrpuras, yendo de acá para allá entre las espalderas de alubias y las flores de la berenjena. Cuarta Tía se sentó, retomó la caza de piojos en la manta y recuperó sus tristes recuerdos.