Cuarta Tía escuchó alarmada el sonido de las arcadas que emitía la mujer de mediana edad. Se frotó los ojos, agotada por la caza de los piojos, y se limpió los restos de los caparazones de los labios; retiró los que se habían quedado pegados al dorso de su mano frotándola contra la pared.
Su compañera de celda respiraba con gran esfuerzo, con la boca abierta de par en par, así que se arrastró por la celda y comenzó a darle golpecitos en la espalda. Después de quitarle la saliva de las comisuras de la boca, la mujer se volvió a tumbar invadida por el agotamiento y cerró los ojos; le costaba respirar.
—No estás… Ya sabes, ¿verdad? —preguntó Cuarta Tía.
La mujer abrió sus ojos apagados y mortecinos y trató de concentrarse en el rostro de Cuarta Tía, sin lograr entender la pregunta.
—Te pregunto si estás esperando.
La mujer respondió abriendo la boca y dijo gimiendo:
—Mi bebé. Mi pequeño Aiguo.
—Por favor, Cuñada, déjalo. No sigas pensando en eso —le apremió Cuarta Tía—. Dime qué es lo que te inquieta. No sigas reprimiéndolo en tu interior.
—Tía… Mi pequeño Aiguo está muerto… Lo he visto en un sueño… Tenía la cabeza abierta… y el rostro cubierto de sangre… Mi pequeño ángel gordito se convirtió en un saco de huesos sin vida… Como cuando has matado a esos piojos… Le sujetaba entre mis brazos, gritaba su nombre… Sus mejillas sonrosadas, sus enormes y hermosos ojos… tan negros que te podías reflejar en ellos… La orilla del río estaba llena de flores, de berenjenas salvajes de color púrpura y de calabazas blancas y de frutos amargos del color de la yema de huevo y del hibisco rosa… Mi Aiguo, un niño que amaba las flores más de lo que lo hacen las niñas, recogió unas cuantas para hacer un ramillete y ponerlo bajo mi nariz. «Huele estas, mamá, ¿verdad que son hermosas?». «Son como el perfume», le decía. Cogió una blanca y dijo: «Arrodíllate, mamá». Yo le pregunté por qué. Él me dijo que simplemente me arrodillara. Mi Aiguo se echaba a llorar por cualquier motivo, así que le obedecí y él me puso esa flor blanca en el pelo. «¡Mamá tiene una flor en el pelo!». Yo dije que la gente suele llevar flores rojas en el pelo, ya que las blancas dan mala suerte y sólo las usas cuando alguien se muere. Eso asustó a Aiguo y empezó a llorar. «Mamá, no quiero que te mueras. Yo puedo morir, pero tú no…».
En ese momento, la pobre mujer sollozaba desconsoladamente. La puerta de la celda se abrió con un sonido estridente y en el umbral apareció una guardiana armada con un trozo de papel en la mano.
—¡Número Cuarenta y Seis, ven con nosotros! —ordenó.
La mujer dejó de llorar, aunque sus hombros seguían agitándose y todavía tenía las mejillas llenas de lágrimas. La guardiana estaba flanqueada por dos oficiales de policía vestidos con uniformes blancos. El de la izquierda, un hombre, sujetaba un par de esposas de metal, como si fueran pulseras doradas; a la derecha había una mujer baja y de amplia sonrisa con un rostro lleno de granos y un lunar negro cubierto de pelos en la comisura de la boca.
—¡Número Cuarenta y Seis, ven con nosotros!
La mujer introdujo los pies en los zapatos y los arrastró hacia la puerta, donde el policía dio un golpe seco con las esposas en sus muñecas.
—Vámonos.
La mujer giró la cabeza para mirar a Cuarta Tía. No había vida en sus ojos, ninguna. A Cuarta Tía le asustó tanto esa mirada que fue incapaz de moverse y cuando escuchó la puerta de la celda cerrarse de golpe ya no pudo ver nada más: ni a la guardiana, ni su brillante bayoneta, ni a los oficiales de policía vestidos de blanco, ni a la mujer gris. Le abrasaban los ojos y la celda quedó envuelta en la oscuridad.