Era mediodía. Cuarta Tía yacía aturdida sobre la cama, apenas consciente de que alguien estaba tirándole del brazo. Se incorporó frotándose los ojos y se quedó cara a cara con una joven mujer policía que llevaba un capuchón y un uniforme blanco.
—¿Por qué no estás comiendo, Número Cuarenta y Siete? —preguntó la guardiana.
Tenía unos ojos marrones grandes y alargados, con unas pestañas ondulantes sobre un rostro blanco y redondo como el huevo de un cisne. Cuarta Tía se sintió instintivamente atraída por esta encantadora muchacha, que se quitó el sombrero para abanicar el aire.
—Esperamos que aquí dentro te comportes y confieses todos los cargos. Recuerda: «Indulgencia para aquellos que confiesan, severidad para los que se niegan a hacerlo». Es la hora de comer, así que adelante.
El corazón de Cuarta Tía estaba saturado de calor y las lágrimas inundaban sus envejecidos ojos. Asintió con ánimo. El brillante cabello negro de la guardiana, peinado con raya a un lado, le daba un aspecto un tanto masculino y destacaba su complexión blanca y suave.
—Señorita… —dijo Cuarta Tía con una mueca; quería decir algo, pero estaba demasiado asfixiada como para poder hablar.
La guardiana volvió a ponerse el sombrero.
—Muy bien, date prisa y come. Debes confiar en el gobierno. Una buena persona no tiene nada de lo que preocuparse y una mala persona no tiene dónde esconderse.
—Señorita… Soy una buena persona. Deje que me vaya a casa —dijo Cuarta Tía entre lágrimas.
—Hablas mucho para ser una anciana —dijo la ceñuda guardiana, mostrando unos hoyuelos en las mejillas—. No me corresponde a mí decidir si debes salir de aquí o no.
Cuarta Tía se frotó la nariz con la manga y dijo con los ojos llenos de lágrimas:
—¿Cuántos años tiene, señorita?
La guardiana mostró su lado más mezquino y se quedó mirándola.
—¡No preguntes cosas que no te conciernen, Número Cuarenta y Siete!
—No pretendía nada con ello. Es que es tan hermosa que pensé que debería preguntárselo.
—¿Por qué lo quieres saber?
—Por ningún motivo en especial.
—Veintidós —dijo la guardiana tímidamente.
—Más o menos la misma edad que mi hija, Jinju, que nació en el Año del Dragón. Ojalá la inútil de mi hija fuera algo más…
—He dicho que te des prisa y comas. Cuando hayas acabado quiero que pienses en lo que has hecho y que me hagas una confesión detallada.
—¿En qué quiere que piense, señorita?
—¿Por qué te han detenido?
—No lo sé. —Cuarta Tía volvió a gimotear y no tardó en ponerse a llorar; luego prosiguió entre sollozos—: Estaba comiendo en casa, tortitas de grano y verduras picantes salteadas, cuando alguien llamó a la puerta. Cuando salí a abrir, me cogieron por los brazos… Estaba tan asustada que cerré los ojos. Lo siguiente que supe fue que tenía las muñecas sujetas con unas relucientes esposas… Mí hija estaba dentro llorando. Va a tener un bebé cualquier día de estos. Ríase si quiere, pero se lo voy a contar de todos modos: ni siquiera está casada. Yo grité, pero dos oficiales me sacaron a rastras y otra oficial, más alta que usted pero no tan hermosa y, por supuesto, no tan amable, de hecho era malvada, comenzó a darme patadas…
—Ya es suficiente —le interrumpió la guardiana con impaciencia—. Date prisa y come.
—¿Le estoy molestando, señorita? —preguntó Cuarta Tía—. Con todos los criminales que hay fuera esperando a ser arrestados, ¿por qué pierden el tiempo conmigo?
—¿No ayudaste a arrasar las oficinas del gobierno?
—¡¿Eran oficinas del gobierno?! —exclamó sorprendida Cuarta Tía—. No lo sabía. Tengo que encontrar ayuda como sea. Mi marido, que todavía era fuerte y gozaba de buena salud, fue atropellado por su coche… Señorita, tengo que encontrar ayuda donde sea…
—Deja de llorar —dijo la guardiana—. Y deja de llamarme «señorita». Llámame «oficial» o «guardiana», como hacen los demás.
—Nuestra hermana que está allí dijo que deberíamos llamarle «oficial» y no «señorita» —confesó Cuarta Tía, señalando a su compañera de celda, que estaba tumbada boca abajo sobre un catre gris—. Pero lo olvidé. Cuando te haces viejo, te falla la memoria.
—He dicho que comas —insistió la guardiana.
—Seño… Oficial. —Cuarta Tía señaló hacia el bollo al vapor ennegrecido y al cuenco de caldo de ajo—. ¿Tengo que pagar la comida? ¿Necesito sellos de racionamiento?
Sin saber si reír o llorar, la guardiana dijo:
—Limítate a comer. No necesitas dinero ni sellos de racionamiento. ¿Por eso no comes, porque piensas que tienes que pagarlo?
—Usted no lo sabe, señorita, pero cuando, mi marido fue asesinado, los inútiles de nuestros dos hijos se pelearon como perros y gatos para apoderarse de las propiedades de la familia hasta que no quedó nada…
La guardiana se giró para marcharse, pero antes de que saliera por la puerta, Cuarta Tía preguntó:
—¿Todavía no ha escogido marido?
—¡Ya basta, Número Cuarenta y Siete, maldita bruja chiflada!
—Las chicas de hoy en día tienen mucho genio. Ni siquiera permiten hablar a una anciana.
La guardiana cerró la puerta de la celda de un golpe y se alejó, con los tacones altos resonando por todo el pasillo, hasta llegar al extremo del mismo.
Una serie de chirridos prolongados rebotaba por las vigas que se extendían por encima del pasillo, sonando como una vieja noria. Los grillos armaban mucho estruendo en los árboles que se encontraban en el patio. Cuarta Tía suspiró y cogió el bollo ennegrecido, olisqueándolo antes de arrancar un pedazo y hundirlo en el ahora frío caldo de ajo. Luego lo metió en su boca casi desdentada y comenzó a masticar ruidosamente. La mujer de mediana edad que se encontraba en el catre de enfrente se dio la vuelta para mirar al techo. Un largo suspiro se escapó de sus labios.
—Apenas has tocado la comida, Cuñada —dijo Cuarta Tía a la mujer, que abrió de par en par sus ojos turbios, sacudió la cabeza y frunció el ceño.
—Tengo un nudo tan grande en la boca del estómago que no puedo dar un bocado más —dijo abatida. La mitad sin tocar de su bollo al vapor aguardaba en el estrado que se extendía junto a ella. Las moscas verdes se habían posado en él.
—Estos están hechos con harina rancia —dijo Cuarta Tía mientras comía su bollo—. Saben como el moho. Pero, aún así, son mejores que las tortitas de grano.
Su compañera de celda no dijo nada mientras permanecía inmóvil sobre su catre, mirando fijamente al techo.
Después de engullir el último bocado de su bollo y de sorber el caldo de ajo, Cuarta Tía se quedó mirando a la mitad intacta del bollo al vapor de la otra mujer, que todavía servía de alimento para las moscas sobre la mesa gris.
—Cuñada —dijo tímidamente—, todavía tengo algunas gotas de aceite en mi cuenco y sería una lástima no aprovecharlas. ¿Me permites que utilice un poco de corteza de tu bollo?
La mujer asintió.
—Puedes comértelo todo, tía.
—No puedo quitarte la comida de la boca —objetó Cuarta Tía.
—No me lo voy a comer, así que adelante.
—Muy bien, si me lo permites…
Se bajó del catre y, acercándose a la mesa, cogió el bollo lleno de moscas.
—Lo importante no es quién lo come —dijo Cuarta Tía—, siempre y cuando no se eche a perder.
La mujer asintió. Entonces, sin darse cuenta, dos lágrimas amarillas resbalaron de sus ojos grises y bajaron por las mejillas.
—¿Qué te inquieta, Cuñada? —dijo Cuarta Tía.
No obtuvo respuesta; sólo más lágrimas.
—Sea lo que sea, no dejes que te deprima —incluso Cuarta Tía ahora estaba llorando—. La vida ya es muy dura de por sí. Algunas veces pienso que los perros son más afortunados que nosotros. La gente les da de comer cuando tienen hambre y, como último recurso, pueden sobrevivir con los desperdicios que tiramos los humanos. Y como tienen el cuerpo lleno de pelo, no tienen que preocuparse por vestirse. Pero nosotros tenemos que alimentar y vestir a nuestras familias, y eso nos mantiene en vilo hasta que somos demasiado viejos como para cuidar de nosotros mismos. Entonces, si tenemos suerte, nuestros hijos se ocuparán de atendernos. Si no, abusarán de nosotros hasta el día en que muramos…
Cuarta Tía se incorporó para secarse los ojos.
La mujer de mediana edad se dio la vuelta y enterró su rostro bajo la manta, llorando tan amargamente que sus hombros se agitaban. Cuarta Tía se bajó con dificultad del catre, se acercó y se sentó junto a ella.
—Cuñada —dijo dulcemente, dándole golpecitos en la espalda—, no te hagas esto. Trata de ver las cosas tal y como son. El mundo no se ha hecho para personas como nosotras. Debemos aceptar nuestro sino. Algunas personas nacen para ser ministros y generales y otras para ser esclavos y lacayos, y no se puede hacer nada para cambiarlo. El Anciano que mora en el Cielo decidió que tú y yo compartiéramos esta celda. No está tan mal. Tenemos un catre y una manta y la comida es gratis. Si la ventana fuera un poco más grande, a lo mejor la celda no estaría tan mal ventilada… pero no dejes que te deprima. Y si realmente no puedes seguir adelante, entonces tienes que encontrar una manera de acabar con todo.
El sonido del llanto se intensificó tanto que atrajo la atención de la guardiana.
—¡Número Cuarenta y Seis, deja de llorar! —ordenó, golpeando los barrotes con el puño—. ¿Me has oído? ¡He dicho que dejes de llorar!
La orden produjo el efecto deseado en cuanto al ruido, pero no consiguió que remitieran los espasmos que agitaban el cuerpo de la pobre mujer.
Cuarta Tía regresó a su catre, donde se quitó los zapatos y se sentó sobre las piernas. Un enjambre de moscas zumbaba alrededor de la celda, a veces ruidosamente, otras de forma más suave. Cuarta Tía sintió un picor por debajo de la cintura, donde atrapó y sacó algo gordo y carnoso. Era un piojo, enorme y de color gris. Lo apretó entre los dedos hasta que no era más que una cáscara crujiente. Como en su casa no había piojos, este debía haber venido de la cama. Levantó la manta gris y descubrió, sin lugar a dudas, que los pliegues estaban repletos de insectos retorciéndose.
—Cuñada —soltó—, ¡hay piojos en las mantas!
Sin obtener respuesta, ignoró a su compañera de celda y se acercó la manta para someterla a un meticuloso análisis. Enseguida se dio cuenta de que aplastarlos uno por uno entre los dedos iba a ser un proceso muy lento, así que empezó a metérselos en la boca y a aplastarlos con los molares —carecía de dientes incisivos que realizaran ese cometido—, y escupía después los caparazones. Tenían un ligero sabor dulce, tan adictivo que enseguida olvidó su sufrimiento.