A primera hora de la mañana siguiente, Jinju y Gao Ma, con la ropa llena de polvo y mojada por el rocío, se dirigieron a la estación de autobuses de largo recorrido del Condado Caballo Pálido.
Era un edificio imponente y elegante —al menos, por fuera—, cuyas luces de diversos colores que colgaban encima de la puerta iluminaban tanto las grandes letras rojas del cartel como la fachada de escayola de color verde pálido. Los tenderetes que se abrían pasada la noche formaban dos hileras que conducían hacia la puerta, como si se tratara de un largo pasillo. Los vendedores, tanto masculinos como femeninos, se apostaban perezosamente detrás de sus carros con ojos somnolientos. Jinju observó a una joven vendedora de unos veinte años taparse un bostezo con la mano; cuando hubo acabado, los ojos se le llenaron de lágrimas que parecían renacuajos aletargados en las llamas azules reflejadas desde una crepitante linterna de gas.
—Peras dulces… Peras dulces… ¿Quieres unas peras dulces? —gritaba una señora desde detrás de su tenderete.
—Uvas… Uvas… ¡Compra estas deliciosas uvas! —gritaba un hombre desde detrás del suyo.
Manzanas, melocotones de otoño, dátiles almibarados: vendían cualquier cosa que se pudiera desear. El olor de la fruta demasiado madura flotaba en el aire, y el suelo estaba sembrado de papel usado, de las pieles podridas de todo tipo de frutos y de excrementos humanos.
Jinju pensó que había algo oculto detrás de las miradas benévolas de los vendedores. En lo más profundo de su interior, me están maldiciendo o se están riendo de mí, pensó. Saben quién soy y las cosas que he hecho en los últimos dos días. Aquella de allí es capaz de ver las manchas de lodo en mi espalda y las hojas de yute machacadas que hay en mis ropas. Y aquel viejo cabrón de allí, que me mira como si yo fuera una de esas mujeres… Abrumada por una intensa sensación de humillación, Jinju se encogió hasta que las piernas se quedaron inmóviles y los labios se cerraron fuertemente. Bajó la cabeza por la absoluta vergüenza y se aferró a la chaqueta de Gao Ma. Las sensaciones de remordimiento regresaron, así como la idea de que la carretera que había ante ella se había cerrado. Los pensamientos sobre su futuro eran aterradores.
Siguió dócilmente a Gao Ma mientras ascendía las escaleras y se colocó detrás de él en el mugriento suelo de baldosas, lanzando al final un suspiro de alivio. Los vendedores, que ahora guardaban silencio, empezaban a dormirse. Probablemente no fuera más que mi imaginación, se reconfortó. No veían nada que se saliera de lo ordinario. Pero entonces, una anciana agotada y desaliñada salió del edificio y, con los ojos llenos de odio, miró hacia Jinju, cuyo corazón se estremeció en la cavidad de su pecho. La anciana siguió avanzando, buscó un rincón apartado, se bajó los pantalones y orinó en el suelo.
Cuando Gao Ma pasó su mano por el picaporte de la puerta, manchado por el contacto de innumerables miles de manos grasientas, el corazón de Jinju volvió a estremecerse. La puerta crujió cuando Gao Ma la abrió levemente, y azotó el rostro de Jinju una corriente de aire caliente y nauseabundo que casi le hizo tambalearse. Sin embargo, le siguió hacia el interior de la estación, donde una mujer que parecía ser una guardiana bostezaba abiertamente mientras caminaba por la sala. Gao Ma arrastró a Jinju hacia la guarda, que resultó ser una mujer embarazada con el rostro lleno de lunares.
—Camarada, ¿a qué hora sale el autobús a Lanji? —preguntó Gao Ma.
La guardiana se rascó su abultado vientre y miró a Gao Ma y a Jinju con el rabillo del ojo.
—No lo sé. Preguntad al vendedor de billetes.
Era una mujer atractiva que hablaba con voz suave.
—Por allí —añadió, señalando con la mano.
Gao Ma asintió y dio las gracias tres veces.
La fila era corta y Gao Ma llegó hasta la ventanilla en poco tiempo. Unos instantes después, tenía los billetes en la mano. Jinju, que no se había desprendido de su chaqueta mientras los compraban, lanzó un estornudo.
Mientras permanecía en la entrada de la enorme sala de espera, se sintió aterrorizada pensando que todo el mundo la miraba y estudiaba su mugriento ropaje y sus zapatos salpicados de lodo. Gao Ma la condujo hacia la sala de espera, cuyo suelo estaba cubierto de cascaras de pepitas de melón, envoltorios de caramelos, mondas de fruta, diversos escupitajos de flemas y agua estancada. El asfixiante aire caliente transportaba el hedor de las ventosidades y del sudor y muchas otras innombrables pestilencias que casi hicieron que se desmayara, pero en unos minutos consiguió acostumbrarse a ellas.
Gao Ma la condujo en busca de asientos. Las hileras de bancos pintados de un color imposible de identificar, que se extendían por toda la sala, estaban abarrotadas de personas durmiendo y de unos cuantos pasajeros apretados entre los asientos. Gao Ma y Jinju encontraron un banco vacío junto a un tablón de anuncios, pero tras una inspección más minuciosa vieron que estaba mojado, como si un niño se hubiera orinado en él. Jinju se resistió a sentarse, pero Gao Ma limpió el líquido con la mano.
—Siéntate —dijo—. Las comodidades en casa y los problemas en la carretera. Te sentirás mejor cuando descanses.
Gao Ma se sentó primero, seguido por una ceñuda Jinju que tenía las piernas hinchadas y entumecidas. Sin embargo, enseguida se sintió mucho mejor. Al menos ahora podía echarse hacia atrás y ser un objetivo menos evidente de las miradas curiosas. Cuando Gao Ma le dijo que intentara dormir un poco, puesto que el autobús no saldría hasta dentro de hora y media, cerró los ojos, aunque no tenía sueño. Transportada de nuevo a los campos, se encontró rodeada de tallos de yute, de los contornos afilados de las hojas y del frío destello del cielo que se extendía sobre su cabeza. Le resultó imposible dormir.
Tres de los cuatro paneles de cristal que había sobre un tablón de anuncios de color verde grisáceo estaban rotos, y un par de hojas de periódico amarillento colgaban de los fragmentos de cristal roto. Un hombre de mediana edad se acercó y arrancó una esquina de ellos mientras miraba a su alrededor furtivamente. Un instante después, el repugnante hedor del tabaco quemándose inundó el ambiente y Jinju se dio cuenta de que el periódico le había servido como papel de fumar. ¿Por qué no se me ocurrió utilizarlo para secar el banco antes de sentarnos?, se preguntó mientras miraba sus zapatos. El barro endurecido estaba seco y se resquebrajaba, así que lo raspó con el dedo.
Gao Ma se inclinó hacia delante y preguntó dulcemente:
—¿Tienes hambre?
Jinju sacudió la cabeza.
—Voy a por algo para comer —dijo Gao Ma.
—¿Por qué? Ya tendremos oportunidad de gastar nuestro dinero cuando salgamos de aquí.
—Las personas son el hierro —dijo—, y la comida es el acero. Necesito conservar toda la fuerza para encontrar trabajo. Guárdame el sitio.
Después de dejar el fardo junto a ella sobre el banco, Jinju tenía la desazonadora sensación de que Gao Ma ya no iba a regresar. Sabía que se estaba comportando como una idiota, que no la iba a abandonar allí, que no era de ese tipo de hombres. La imagen de Gao Ma en el campo con los auriculares en las orejas —la primera impresión verdadera que le había causado— inundó su mente. Unas veces tenía la sensación de que estuviera sucediendo en ese mismo instante, y otras de que hubieran pasado varios años. Abrió el fardo y sacó el reproductor de casete para escuchar un poco de música. Pero, por miedo a que la gente se riera de ella, lo volvió a dejar en su sitio y ató el fardo otra vez.
Una mujer, que parecía una figura de cera, se sentó en la silla que se encontraba delante de Jinju: su larga cabellera morena, que le llegaba hasta los hombros, le daba una complexión de marfil y se complementaba perfectamente con sus finas cejas en forma de luna en cuarto creciente. Tenía unas pestañas sorprendentemente largas y los labios como cerezas maduras, luminosos y de un rojo intenso. Llevaba una falda del color de la bandera nacional y sus pechos sobresalían tanto que hacían que Jinju se sintiera avergonzada. Recordó que alguien dijo que las chicas que vivían en la ciudad llevaban sujetadores con relleno y pensó en sus propios pechos caídos. Siempre he sabido que se desarrollarían demasiado y que serían feos, y eso es exactamente lo que ha sucedido, pensó. Pero las chicas de ciudad esperan en vano a que los suyos crezcan hermosos y sensuales. La vida está llena de misterios. Sus amigas le habían advertido que no debía dejar que los hombres le tocaran los pechos, ya que si lo hacían, en cuestión de días crecerían como pan con levadura. Y tenían razón; eso era precisamente lo que había sucedido.
Un hombre —también de aspecto extraño, por supuesto— había apoyado su cabeza, cubierta por un pelo ondulado, sobre el regazo de la mujer de rojo, que introdujo sus dedos pálidos y afilados en su cabello, despeinando los mullidos rizos del hombre. La mujer levantó la mirada y sorprendió a Jinju, que la observaba fijamente, avergonzándole tanto que tuvo que bajar la cabeza y mirar hacia otro lado, como si fuera un ladrón al que hubieran atrapado con las manos en la masa.
Mientras pasaba todo esto, la sala se iluminó y los altavoces anunciaron a los pasajeros que se dirigían a Taizhen que hicieran una fila en la puerta diez para que les picaran los billetes. El fuerte acento de la voz femenina que salía por el sistema de megafonía era tan estridente que le dio dentera a Jinju. Los pasajeros que dormían sobre los bancos comenzaron a estirarse y en poco tiempo un torrente de viajeros —con los fardos y las cestas en la mano, y acompañados por sus esposas e hijos— apareció por la puerta diez como si fuera un enjambre de abejas. Formaban una colorida muchedumbre, corta y achaparrada.
La pareja que se sentaba delante de ella se comportaba como si no hubiera nadie a su alrededor.
Un par de guardias se acercó a las hileras de bancos y comenzó a golpear a los durmientes en las nalgas y en los muslos con los palos de las escobas. «Arriba —apremiaron—, levantaos todos». La mayoría de los receptores de los golpes se incorporó, se frotó los ojos y acabó sus cigarrillos; pero algunos de ellos sólo se incorporaron, luego se volvieron a tumbar y prosiguieron con su siesta interrumpida en cuanto desaparecieron los guardias.
Sin embargo, por algún motivo, los guardias no estaban dispuestos a reprender al hombre del pelo ondulado. La mujer de rojo, que todavía recorría su cabello con los dedos, levantó la vista hacia los mustios guardias y preguntó con voz elevada y segura:
—¿Señorita, a qué hora sale el autobús hacia Pingdao?
Su perfecto acento pekinés era toda una afirmación de sus credenciales y Jinju, como si le estuvieran permitiendo ver las puertas del Paraíso, suspiró con admiración tanto por el magnífico aspecto físico como por la encantadora forma de hablar de aquella mujer.
Los guardias respondieron amablemente:
—A las ocho y media.
Al contrario que la mujer de rojo de acento culto, los guardias producían en Jinju un fuerte desagrado. Comenzaron a barrer el suelo, de un extremo a otro de la sala. Jinju tuvo la sensación de que todos los hombres y la mitad de las mujeres estaban fumando cigarrillos y pipas, cuyo humo llenaba lentamente la sala y daba paso a una ronda de toses y escupitajos.
Gao Ma regresó con una abultada bolsa de celofán.
—¿Todo va bien? —preguntó cuando vio la mirada que tenía Jinju.
Ella dijo que todo estaba en orden, así que se sentó, buscó en el interior de la bolsa y sacó una pera.
—Los restaurantes locales estaban todos cerrados, así que te he comprado un poco de fruta —dijo ofreciéndole una pera.
—Te dije que no gastaras mucho dinero —protestó ella.
Gao Ma frotó la pera contra su chaqueta y le dio un sonoro mordisco.
—Toma —dijo, entregándosela a Jinju—, tengo más.
Un mendigo se paseaba de arriba abajo por las hileras de bancos pidiendo a todo el que estuviera despierto. Se detuvo delante de un joven oficial militar, que le miraba con el rabillo del ojo, adoptó una pose lastimera y dijo:
—Oficial, coronel, ¿puede darme un poco de cambio?
—¡No tengo dinero! —lanzó el oficial con cara de luna a modo de respuesta, y puso los ojos en blanco para mostrar su desagrado.
—Cualquier cosa valdrá —rogó el joven mendigo—. ¿Acaso no se compadece de mí?
—Ya eres mayorcito para trabajar. ¿Por qué no te buscas un empleo?
—El trabajo me produce mareos.
El oficial sacó un paquete de cigarrillos, lo abrió, sacó uno y se lo puso en los labios.
—Ya que no me da dinero, coronel, ¿al menos me podría dar un cigarrillo?
—¿Sabes qué clase de cigarrillos son estos? —el oficial le miró a los ojos mientras sacaba un brillante encendedor y, clic, lo abrió de golpe. En lugar de colocar enseguida la llama en la punta de su cigarro, dejó que centelleara.
—Extranjeros, coronel. Son cigarrillos extranjeros.
—¿Sabes de dónde vienen?
—No
—Mi suegro los compró en Hong Kong, de ahí vienen. Y observa este encendedor.
—Es usted muy afortunado por tener un suegro como ese, coronel. Veo que la vida le ha sonreído. Su suegro debe ser un oficial importante y su yerno algún día también lo será. Los oficiales importantes son ricachones y generosos. ¿Qué hay de ese cigarro, coronel?
El joven oficial se lo pensó unos instantes y dijo:
—No, prefiero darte dinero.
Jinju vio cómo sacaba una reluciente moneda de dos fen y se la entregaba al mendigo, que mostró una sonrisa de circunstancias mientras aceptaba con las dos manos la miserable limosna y hacía una exagerada reverencia.
Luego el mendigo siguió su camino, abordando a todas las personas con las que se encontraba. Pasó por delante de Jinju y Gao Ma y decidió dirigirse a la mujer de rojo y al joven de cabello ondulado, que acababa de levantarse. Cuando se inclinó para hacer una reverencia, Jinju observó cómo se veía la piel a través de los pantalones rotos del mendigo.
—Señora, señor, compadézcanse de un hombre que desconoce lo que es la suerte y hagan el favor de darme el cambio que les sobra.
—¿Te avergüenzas de ti mismo? —preguntó mojigatamente la mujer de rojo—. Un hombre joven y sano como tú debería estar trabajando. ¿Acaso no te respetas a ti mismo?
—Señora, no entiendo una palabra de lo que dice. No pido más que unas cuantas monedas sueltas.
—¿Estás dispuesto a ladrar como un perro para conseguirlas? —preguntó al mendigo el hombre de cabellera ondulada—. Te daré un yuan por cada ladrido.
—Por supuesto que sí. ¿Qué prefiere, un perro grande o un perro pequeño?
El joven de cabellera ondulada se volvió a la mujer de rojo y sonrió.
—Como tú quieras.
El joven mendigo tosió y se aclaró la garganta. A continuación empezó a ladrar, emitiendo un sonido bastante parecido a un perro:
—¡Arf, arf-arf arfarf-arf arf arf arf arfarfarfarfarfarfarf arf arf arf arf arf arf arf arf arf arf! Ese era un perro pequeño. Veintiséis ladridos. ¡Guau! ¡Guau guau! ¡Guau guau! ¡Guau guau guau! ¡Guau guau guau guau guau guau guau guau guau guau! ¡Guau guau guau! ¡Guau guau! ¡Guau! Ese era un perro grande, veinticuatro ladridos.
Sumando los dos perros tenemos cincuenta ladridos, a un yuan cada uno, hacen un total de cincuenta yuan, señor, señora.
El joven de cabello ondulado y la mujer de rojo intercambiaron miradas, con aspecto de estar bastante avergonzados. El hombre sacó su billetera y contó su contenido, luego se dirigió a su compañera y dijo:
—¿Tienes dinero, Yingzi?
—No me queda más que unas cuantas monedas —contestó ella.
—Hermano Mayor —dijo el hombre de cabellos rizados—, hemos hecho un viaje muy largo y esta es nuestra última parada. Sólo nos quedan cuarenta y tres yuan. Si nos das una dirección, en cuanto lleguemos a casa te enviaremos los siete yuan que te debemos.
El joven mendigo cogió el dinero, se humedeció el dedo y contó meticulosamente los billetes dos veces. Retirando uno de un yuan al que le faltaba una esquina, dijo:
—No puedo aceptar este, señor. Puede quedárselo y aceptaré los cuarenta y dos. Ahora me debe ocho.
—Escríbenos tu dirección —dijo el joven.
—No sé escribir —respondió el mendigo—. No tiene más que enviarlos al Presidente de los Estados Unidos y pedirle que me los remita. ¡Es mi tío!
Dicho eso, el mendigo hizo una generosa reverencia a la atractiva pareja y se rio hasta agitar todo el cuerpo. Después, se dio la vuelta y se presentó ante Jinju y Gao Ma. Haciendo una reverencia, dijo:
—Hermano Mayor, Hermana Mayor, ¿podríais darme una de esas peras de aspecto tan delicioso? Tengo la garganta seca de tanto ladrido.
Jinju sacó una grande y la depositó en la mano del mendigo, que agradeció el regalo con una gran reverencia antes de engullir la pera dando un enorme bocado tras otro, al tiempo que emitía un sonido nasal. A continuación, como si no hubiera otra alma a la vista, se dio la vuelta y se alejó, manteniendo la cabeza alta.
El sistema de megafonía lanzó otro mensaje, enviando más pasajeros a las puertas para que les picaran los billetes. La mujer de rojo y el joven de la cabellera rizada se levantaron y se dirigieron hacia la puerta, arrastrando tras de sí una maleta con ruedas.
—¿Qué pasa con nosotros? —preguntó Jinju a Gao Ma.
Este miró el reloj.
—Cuarenta y cinco minutos más —dijo—. Me estoy impacientando un poco.
En ese momento ya no quedaban pasajeros durmiendo en los bancos, aunque la gente seguía entrando y saliendo de la sala de espera, incluyendo un viejo mendigo que temblaba de pies a cabeza, y una mujer que cargaba con un bebé y también pedía limosna. Un hombre de mediana edad vestido con capuchón y una casaca de uniforme, que sujetaba una botella de cerveza vacía en la mano, se colocó delante del tablón de anuncios y comenzó a soltar una perorata, mientras agitaba la botella en el aire. Tenía las mangas manchadas y grasientas y le faltaba un trozo de piel en la nariz, de manera que se mostraba la pálida carne que había debajo de ella. En el bolsillo de la chaqueta llevaba sujetas dos estilográficas. Jinju pensó que sería una especie de oficial del partido. Dio un trago a la cerveza, agitó la botella una o dos veces para ver cómo ascendía la espuma y comenzó a hablar. Tenía la lengua hinchada y su labio inferior parecía no moverse en absoluto.
—Los nueve artículos, rebatiendo la Carta Abierta del Revisionista Comité Central Soviético del Partido Comunista… Dijo Kruschev: «Stalin, eres mi segundo padre». En chino sería: «Stalin, eres mi verdadero padre». En el dialecto del Paraíso sería: «Stalin, eres mi mejor amigo».
Tomó otro trago de cerveza y, a continuación, se arrodilló como Kruschev en actitud suplicante hacia Stalin.
—Pero —prosiguió—, los herederos de las personas pérfidas son tan depravados como sus predecesores. Cuando Kruschev subió al poder, ordenó quemar a Stalin. Camaradas, los acontecimientos históricos demandan nuestra atención…
Otro trago de cerveza.
—Camaradas líderes a todos los niveles, debéis prestar toda vuestra atención. No debéis, repito, no debéis ser negligentes.
La espuma de la cerveza salió de su boca y se la limpió con la manga.
—Los nueve artículos, rebatiendo la Carta Abierta del Comité Central Soviético…
Hipnotizada por la presencia de ese hombre, Jinju le escuchó despotricar contra cosas de las que nunca había oído hablar. El temblor de su voz y la forma en la que retorcía la lengua cuando pronunciaba el nombre de Stalin era lo que más le atraía de él.
Gao Ma le apretó el brazo y dijo:
—Tenemos problemas, Jinju. Aquí viene el adjunto Yang.
Ella se giró para mirar y se sintió como si su cuerpo se hubiera convertido en hielo. El adjunto Yang, su cojo Hermano Mayor y el matón de su Segundo Hermano aparecieron en la entrada de la sala de espera.
Agarrando la mano de Gao Ma con miedo, se puso de pie.
El oficial de mediana edad dio un trago a la cerveza, agitó el brazo en el aire y gritó: «Stalin…».