III

La noche cayó mientras el sol se hundía en el horizonte. Las puntas del yute estaban envueltas por una neblina verde etérea, a través de la cual asomaba una docena de estrellas del tamaño de un puño. Jinju se torció el tobillo y cayó.

—Gao Ma —gritó—. No puedo dar un paso más…

Él se agachó y la ayudó a incorporarse.

—Tenemos que seguir avanzando. Tu familia enviará a alguien para que nos dé caza.

—Pero no puedo caminar —replicó entre lágrimas.

Él se despegó de sus brazos y comenzó a pasear de un lado a otro. El zumbido de los insectos de otoño se escuchaba entre el yute, al tiempo que un perro ladraba desde una aldea lejana.

Jinju se tumbó de espaldas completamente aturdida. Tenía el tobillo hinchado y le dolían las piernas.

—Duerme un poco —dijo Gao Ma—. Aquí debe haber cinco mil hectáreas de yute y la única manera de que nos puedan encontrar es usando perros policía. Cierra los ojos y trata de dormir un poco.

Jinju se despertó en mitad de la noche. El cielo estaba cubierto de estrellas que parpadeaban misteriosamente. Las pesadas perlas de rocío golpeaban con ruido sobre las hojas del yute que se habían caído al suelo.

Los insectos emitían sus zumbidos con más fuerza que nunca, llenando el aire de un sonido que recordaba al roce de las cuerdas del laúd con una púa de bambú. Desde el suelo del campo de yute procedía un susurro parecido al de las arenas movedizas. Así es como se debe sentir uno cuando navega por el océano, pensó Jinju, tumbada de espaldas. El yute desprendía un olor acre que recogía el aroma fétido de la tierra húmeda que emanaba del suelo. Un par de aves nocturnas volaba formando círculos sobre sus cabezas, mientras el aleteo de sus alas y sus espeluznantes bramidos penetraban en la espesa bruma. Jinju trató de darse la vuelta, pero le resultó imposible, ya que su cuerpo era tan pesado que tenía la sensación de haberse convertido en piedra. Una miríada de ruidos diminutos y apenas perceptibles procedía del campo, como si estuviera invadido por pequeñas criaturas misteriosas que brincaban y se deslizaban de puntillas entre las plantas de yute, cuyos ojos fosforescentes parpadeaban y brillaban con luz trémula. Volvió a sentirse invadida por el pánico.

Haciendo acopio de toda la fuerza que le quedaba, Jinju se puso de pie con mucho esfuerzo. El aire frío de la noche de otoño le había helado hasta los huesos, entumeciendo sus extremidades con la humedad del suelo. De repente, se acordó de una advertencia que una vez le había dado su madre: si duermes al raso sobre el suelo húmedo en una noche de bruma puedes contraer la lepra. El rostro de la anciana pasó como una centella por delante de sus ojos, arrastrando consigo un torrente de remordimientos: no tenía ningún kang caliente sobre el que dormir, ningún ratón se escabullía por las vigas del techo, ningún grillo chirriaba en la esquina de la pared, y no escuchaba a Hermano Mayor hablar en sueños ni los ronquidos de Segundo Hermano en la habitación de al lado. Se quedó paralizada como si su cuerpo hubiera dejado de funcionar, con el pensamiento fijo en su acogedor y humeante kang. Asustada al pensar en la noche que la envolvía y en el día que estaba por venir, de repente se vio a sí misma como una mujer completamente irracional y a Gao Ma como un ser detestable.

Sus ojos se habían acostumbrado a la oscuridad y ahora las estrellas brillaban con fuerza en el cielo, y una parte de su luz se había vuelto de color verde pálido, como si se reflejaran en ella las hojas y los tallos del yute. Miró a Gao Ma, que se encontraba sentado a sólo unos cuantos pasos de distancia, con las manos entrelazadas alrededor de las rodillas para que le sirvieran de almohada a la cabeza. Como si fuera una figura esculpida en piedra, no se movía ni emitía el menor sonido. En ese momento, estaban separados por un inmenso abismo y Jinju se sintió muy sola mientras, uno a uno, los ojos verdes de su alrededor se acercaban más y más y el crujido de las hojas secas producido por unas diminutas garras repiqueteaba en sus oídos. A su espalda se extendía un manto de aire fresco, mientras unos hocicos helados se arrimaban a su cogote. Un grito se escapó de su garganta sin que pudiera evitarlo.

Gao Ma se puso de pie de un salto y corrió en círculos mientras el yute crujía como el aceite hirviendo, y una hilera de pequeñas luces verdes brillaba a su alrededor como un aro que da vueltas.

—¿Qué ocurre? ¿Qué está pasando?

Se trataba de un hombre, y no de una fría y oscura roca en un arrecife, y su pánico hizo que Jinju se olvidara de sus pensamientos. Las oleadas de aire frío que venían por su espalda le empujaron a los brazos de Gao Ma, hacia el calor de su cuerpo.

—Hermano Mayor Gao Ma, tengo miedo, y también frío…

—No temas, Jinju. Estoy aquí.

Gao Ma la sujetó con firmeza, y la fuerza de sus brazos reavivó en ella una serie de recuerdos que llevaban mucho tiempo dormidos. Sólo unos meses atrás, aquel hombre me había agarrado tal y como lo hace ahora y había apretado su boca barbuda contra la mía. Pero ahora Jinju no disponía de la voluntad ni de la fortaleza necesaria para responder a la llamada de sus labios ardientes, que desprendían un fuerte hedor a ajo enmohecido.

Jinju volvió su rígido cuello y le abrazó con fuerza.

—Tengo frío… por todo el cuerpo…

Gao Ma la soltó y las rodillas de Jinju se doblaron. Cogió el abrigo de donde ella lo había dejado y, mientras lo sacudía, una nube de destellos verdes salpicó el yute, aumentando y apagándose, resplandeciendo y difuminándose.

Gao Ma le cubrió los hombros con el abrigo. El aire húmedo de la noche lo había vuelto pesado y despedía el apestoso hedor de una repugnante piel de perro. Gao Ma le ayudó a tumbarse en el suelo para masajearle las articulaciones con sus manos encallecidas. Cada uno de los dedos, cada uno de los músculos y tendones fueron frotados y masajeados, y todas sus articulaciones fueron pinchadas y punzadas por las manos de Gao Ma. En cada punto que tocaba se extendía una sucesión de corrientes eléctricas. Una ola de calor le recorría de pies a cabeza y regresaba de nuevo a los pies. Cerrando los ojos hasta que no fueron más que unas simples hendiduras, Jinju alargó el brazo para atrapar las chispas verdes que flotaban alrededor de la espalda desnuda de Gao Ma, que era delgada y enjuta. Pero lo que encontró más atractivo de él fueron sus oscuros pezones masculinos del tamaño de un guisante, que repentinamente Jinju se sintió tentada a pellizcar.

Algunas veces, Gao Ma aplicaba sobre sus músculos una fuerte presión, otras veces su mano apenas pasaba por encima de su piel; algunas veces pinchaba sus articulaciones con fuerza y otras apenas las punzaba. La respiración de Jinju se agitaba cada vez más y su corazón empezaba a latir con fuerza, haciendo que borrara de su mente todas las cosas que había pensado hacía sólo unos minutos. El cuerpo de Gao Ma estaba frío y húmedo junto al calor del suyo, respirando en bocanadas heladas que ahora emitían un olor ligeramente mentolado. Jinju se puso en tensión al sentir lo que estaba por llegar.

Cuando los dedos de Gao Ma se separaron de su piel, Jinju reaccionó con una mezcla de temor y curiosidad, levantando los brazos como si quisiera protegerse de algo. Pero las ásperas manos de Gao Ma acariciaban sus pechos, haciendo que sintiera multitud de escalofríos que le tensaban la piel, mientras un torrente de sacudidas eléctricas recorría todo su cuerpo.

Alrededor de Gao Ma relucían unos puntos verdes; se posaban en los arbustos de yute, bailaban, volaban, describían arcos irregulares, densos y deliciosos… Gao Ma estaba casi envuelto en esas chispas verdes, que aparecían incluso sobre sus dientes.

Jinju escuchó sus propios gemidos.

Una multitud de chispas verdes, una multitud de luciérnagas que chisporroteaban mientras volaban por el aire. Jinju dobló la columna, apoyándose en su espalda como si estuviera agarrando las chispas que se iluminaban sobre Gao Ma. «No siempre son verdes. Observa cómo cambian de color: ahora son de un escarlata intenso…, ahora son verdes…, ahora escarlata…, ahora verdes otra vez… Y, por último, presentan un reluciente manto de oro».

No se levantaron hasta poco antes del amanecer. Sólo cuando estaba acurrucada en sus brazos, Jinju percibía que aquello era real; en cuanto sentía su abrazo, todo cobraba forma, pero no sustancia.

—Debes estar agotado, Hermano Mayor. ¿Te encuentras bien?

La boca de Gao Ma estaba pegada a la oreja de ella, respirando en su interior bocanadas de aire mentolado.

Las estrellas, diminutos fragmentos de jade verde, parpadeaban en el cielo pálido. La bruma era cada vez más intensa, como también lo era el apestoso hedor de la tierra húmeda. Los insectos, rendidos después de resonar durante toda la noche, dormían plácidamente. Ningún sonido salía de los rostros congelados de los arbustos de yute. Con el retumbar de las olas en sus oídos, los párpados humedecidos y pegajosos, Jinju enterró su cabeza en el pliegue del codo de Gao Ma, y allí cayó en un profundo sueño, con los brazos envueltos firmemente alrededor de su cuello.