Mientras avanzaban a toda velocidad, Gao Yang detectó la esencia del ajo crudo y fresco en la sangre del joven. Sorprendido, inhaló profundamente para asegurarse de que no se equivocaba. En efecto, era ajo, no había duda: crudo y limpio, como los bulbos frescos que crecen en la tierra, con una gota de néctar todavía colgando en el punto donde el tallo se ha roto.
* * *
Gao Yang tocó la gota de néctar con la lengua y sus papilas gustativas percibieron un sabor dulce y fresco que le relajó. Examinó esa hectárea de campo de ajo. Era una buena cosecha, con las puntas blancas, grandes y rollizas, algunas de ellas formando una curva graciosa, otras rectas como una tabla. El ajo estaba húmedo y jugoso, con sus suaves brotes empezando a salir. Su esposa embarazada se encontraba agachada junto a él, arrancando el ajo del suelo. Su rostro estaba más oscuro de lo habitual y alrededor de sus ojos se dibujaban unas finas líneas, como las vetas de óxido que se extienden sobre una plancha de hierro. Mientras ella se agachaba, las rodillas se le llenaban de barro, su deformidad infantil —tenía el brazo izquierdo mal desarrollado hasta el punto de que le incapacitaba en cualquier tarea que emprendiera— hacía que el trabajo le resultara más duro de lo que ya era.
Gao Yang observó cómo se agachaba y pinchaba los tallos con un par de palillos de bambú nuevos; el esfuerzo le obligaba a morderse el labio y sintió lástima de ella. Pero él necesitaba su ayuda, ya que decían que el gobierno había abierto un almacén en la ciudad para comprar la cosecha de ajo a un precio ligeramente superior a cincuenta fen el kilo, más caro que el precio del año pasado, que fue de cuarenta y cinco. Gao Yang sabía que este año el Condado había ampliado la extensión de hectáreas concedidas al ajo y, como iba a haber una cosecha abundante, cuanto antes recolectara la suya, antes podría venderla. Por esa razón todo el mundo en la aldea, mujeres y niños incluidos, había salido a los campos. Pero mientras observaba a su lastimosa mujer embarazada, dijo:
—¿Por qué no descansas un poco?
—¿Para qué? —preguntó levantando su dulce rostro—. No estoy cansada. Sólo me preocupa que el bebé venga en cualquier momento.
—¿Ya es la hora? —preguntó Gao Yang ansiosamente.
—Imagino que vendrá en los próximos dos días. Espero que no salga hasta que, por lo menos, se haya acabado la cosecha.
—¿Siempre vienen en su debido momento?
—No siempre. Xinghua llegó diez días tarde.
Se giraron para mirar a sus espaldas, donde su hija se sentaba obedientemente en el borde del campo, con sus ojos ciegos abiertos de par en par. Estaba sujetando un tallo de ajo con una mano y golpeándolo con la otra.
—Ten cuidado con ese ajo, Xinghua —dijo—. Cada tallo vale varios fen.
Xinghua lo dejó en el suelo y preguntó:
—¿Ya habéis terminado, papá?
—Si hubiéramos terminado, tendríamos un problema —dijo con una risa sofocada—. No ganaríamos el dinero suficiente como para salir adelante.
—Apenas hemos comenzado —respondió su madre lacónicamente.
Xinghua se agachó para pasar la mano sobre la pila de ajo que había debajo de ella.
—¡Qué bien! —exclamó—. El montón está creciendo mucho. Vamos a ganar mucho dinero.
—Calculo que este año vamos a sacar más de mil quinientos kilos. A cincuenta fen el kilo, son mil quinientos yuan.
—No te olvides de los impuestos —le recordó su mujer.
—Ah, claro, los impuestos —murmuró Gao Yang—. Por no hablar de los enormes gastos. El año pasado el fertilizante costaba veintiún yuan el saco. Este año ha subido a veintinueve con noventa y nueve.
—Se creen que así nos suena mejor que treinta —protestó su esposa.
—El gobierno siempre cuenta en números impares.
—Hoy en día, el dinero apenas vale el papel con el que está impreso —se quejó su esposa—. Al principio del año se podía comprar un kilo de cerdo a uno cuarenta y ahora está por encima de uno ochenta. Los huevos costaban uno sesenta el puñado y eran bien grandes. Ahora están a dos yuan y son más pequeños que los albaricoques.
—Todo el mundo se está enriqueciendo. El Viejo Su, del instituto empresarial, acaba de construirse una casa de cinco habitaciones. Casi me muero cuando me enteré de que costaba cincuenta y seis mil.
—Ese tipo nunca ha tenido problemas para ganar dinero —dijo su esposa—. Pero la gente como nosotros, que nos ganamos la vida con la tierra, seguiremos siendo pobres dentro de miles de años.
—Da gracias por tener lo que tienes —dijo Gao Yang—. Acuérdate de cómo estábamos hace unos años, cuando no teníamos ni para comer. Los últimos dos años hemos tenido buena harina para elaborar comida y nuestros mayores nunca han estado tan bien como ahora.
—¿Tú procedes de una familia de terratenientes y todavía dices que tus mayores nunca han estado tan bien como nosotros? —se burló su esposa.
—¿De qué les sirvió ser terratenientes? Eran demasiado tacaños como para comer y demasiado rastreros como para cagar. Todos los fen se invertían en adquirir más tierra. Mis padres sufrieron toda su vida. Mi madre me dijo una vez que antes de la Liberación del 49 solían comenzar cada año con ocho onzas de aceite de cocina y al final del año todavía les sobraban seis.
—Me suena a arte de magia.
—No. Ella decía que cuando cocinaban algún alimento, solían mojar un palillo en el agua antes de sumergirlo en el aceite. De ese modo, por cada gota de aceite que se adhería al palillo, una gota de agua permanecía en la botella. Así es como empiezas con ocho onzas y acabas con seis.
—En aquellos tiempos, el pueblo sabía cómo arreglárselas.
—Pero sus hijos e hijas aprendieron lo que es el sufrimiento —dijo Gao Yang—. Si no fuera por Deng Xiaoping, me habrían pegado la etiqueta de terrateniente.
—El Viejo Deng lleva diez años en el poder. Espero que los dioses le permitan vivir muchos más.
—Las personas que son tan enérgicas están destinadas a tener una vida larga.
—Lo que no entiendo es cómo los funcionarios superiores pueden comer como reyes, vestir como príncipes y tener el cuidado médico de los dioses; entonces, cuando alcanzan los setenta u ochenta años y les llega el momento de morir, no tardan un minuto. Sin embargo, mira a nuestros viejos campesinos. Trabajan durante toda su vida, crían a un par de hijos inútiles, nunca comen buenos alimentos ni llevan ropas decentes y a los noventa años todavía salen a trabajar al campo cada día.
—Nuestros líderes tienen que lidiar con todo tipo de problemas, mientras que nosotros nos preocupamos de trabajar, de comer y de dormir. Por esa razón vivimos tantos años: no desgastamos el cerebro.
—Entonces, explícame por qué todo el mundo quiere ser funcionario y nadie quiere ser campesino.
—Ser funcionario tiene sus propios riesgos. Un paso en falso y estás más perdido de lo que cualquier campesino puede imaginar.
Un tallo de ajo se partió en dos cuando su esposa, con un quejido, lo arrancó del suelo.
—¡Ten cuidado! —gritó Gao Yang—. Cada uno de ellos vale varios fen.
—¿Por qué me miras así? —se defendió su esposa—. No lo he hecho a propósito.
—No he dicho que lo hicieras.
* * *
El camión de policía atravesó una puerta roja y dio un frenazo, haciendo que la cabeza de Gao Yang se deslizara hasta el joven con cara de caballo. El hedor de la sangre persistía, pero el olor a ajo había desaparecido.