III

Los días pasaron rápidamente hacia el final del cuarto mes lunar. Jinju ya no era vigilada tan estrechamente como antes: la puerta dejó de estar cerrada con llave y tenía permiso para salir durante el día. Hermano Mayor, que la trataba mejor que nunca, incluso le compró un par de zapatos de piel de cerdo, que ella se limitó a arrojar a los pies del kang sin ni siquiera mirarlos.

La mañana del día veinticinco, Hermano Mayor le dijo:

—En lugar de pasarte todo el día deambulando por casa con cara mustia, ¿por qué no vienes a ayudarme a coger alubias? Segundo Hermano ha ido a ayudar al adjunto Yang a hacer briquetas y no me las arreglo solo.

Parecía una petición razonable, así que Jinju cogió su guadaña y le siguió hasta la puerta.

Los campos habían cambiado notablemente en los dos meses que pasaron desde la última vez que los visitó. Los granos de sorgo maduros y secados al sol habían adquirido un tono rojo oscuro, las barbas del maíz se habían marchitado y las hojas de las alubias presentaban un tono amarillo pálido. Bajo el cielo azul intenso la vista parecía interminable; el pequeño monte Zhou parecía un enorme abanico roto de color verde. Los pájaros, alejados de sus nidos, cantaban ruidosamente en el cielo, un sonido triste que Jinju encontró especialmente desagradable. No soportaba ver los movimientos forzados de Hermano Mayor mientras cortaba las alubias, arrastrando su pierna lisiada. Aquella pierna estaba inexorablemente unida a su destino y, después de dos meses de confinamiento, a menudo había soñado que se rompía la suya, y se despertaba asustada, sin poder respirar, con los ojos bañados en lágrimas.

Su campo de alubias lindaba con el campo de maíz de Gao Ma, que todavía no había sido cosechado. ¿Dónde estás, Gao Ma? Pensó en el verano anterior, cuando un alto y fornido Gao Ma se acercó, silbando confiadamente, para ayudarle a recoger el mijo. Todavía podía escuchar el sonido de su voz y ver su figura. Pero cuanto más se refugiaba en el pasado, más se le oprimía el corazón, ya que también podía escuchar el sonido de los taburetes golpeando sobre la cabeza de Gao Ma, un sonido líquido que daba vueltas en sus oídos. No habría creído que su amable y decente Hermano Mayor hubiera sido capaz de cometer semejante ferocidad si no lo hubiera visto con sus propios ojos.

—Siéntate allí si tienes miedo de que esto te deje rendida —dijo Hermano Mayor con una mueca—. Puedo arreglármelas solo.

En los rabillos de sus ojos, que parecían apagados y sin vida, se marcaban unas profundas líneas. Algo se ocultaba detrás de aquella expresión, pensó, pero no fue capaz de ponerle nombre. Sin embargo, le recordaba a la pierna que arrastraba por todo el campo. La cojera deforme llevaba consigo las cicatrices de la felicidad y le hacía merecedor de la compasión de los demás; pero era espantosa y despertaba el desagrado de todos. Los sentimientos de Jinju hacia su hermano se correspondían con los sentimientos que sentía por su pierna: algunas veces compasión, y desagrado el resto del tiempo. Compasión y desagrado, un conflicto emocional que todavía no había resuelto.

El campo de maíz de Gao Ma se agitaba al paso de la brisa, que le despeinaba y se deslizaba por debajo del cuello hasta enfriarla.

Pensar en Gao Ma hizo que se convirtiera en algo peligroso y necesario a la vez mirar su campo de maíz mientras protestaba agitadamente entre la brisa. Las borlas y los tallos marchitos apenas conservaban un asomo de humedad y disfrutaban de la resistencia de su juventud cuando se doblaban con el viento, con sus hojas de color esmeralda balanceándose grácilmente con cada ráfaga como lazos de satén hasta formar hermosas hondas verdes. Esos pensamientos le llenaron los ojos de lágrimas, ya que ahora el viento hacía que los tallos se estremecieran mientras permanecían erguidos y rígidos, de forma que los movimientos gráciles de antaño no eran más que un recuerdo.

Las hojas amarillas y marchitas de las alubias susurraban entre las plantas y se agitaban alrededor del suelo. Jinju, después de clavarse una espina en el dedo, se miró las manos, que se habían vuelto suaves como consecuencia de los meses que habían pasado desde la última vez que salió a trabajar a los campos. Suspiró sin saber muy bien por qué. Sintiendo la mirada de Hermano Mayor sobre ella, notó cómo aumentaban tanto el desagrado que sentía hacia él como la añoranza de Gao Ma. Mientras su guadaña se movía mecánicamente a través del campo de alubias, una liebre de color arenoso asomó la cabeza a través de su madriguera. No era más grande que un puño y sus ojos relucían negros y brillantes. Se hizo un ovillo como una pequeña bola de pelo, aplastó las orejas sobre su espalda por el miedo y permaneció inmóvil. Jinju tiró su guadaña y se dirigió hacia el parsimonioso animal. Se agachó y, colocando su mano sobre él, sintió que su corazón se inundaba de compasión mientras pellizcaba dulcemente una de sus orejas, que eran como un pétalo traslúcido. Lo cogió con cuidado para no dañar sus orejas, y cuando su blanda panza se apoyó sobre su palma y el pequeño animal olisqueó la mano de esa manera tan tímida y cautelosa que tienen de olisquear las liebres, se sintió profundamente conmovida.

—Coge un pedazo de cuerda y átala —dijo Hermano Mayor, que se había acercado hasta donde ella estaba—. Tal vez quieras quedártela de mascota.

Ella rebuscó en su bolsillo con la esperanza de encontrar algo, pero estaba vacío. Mientras buscaba en el suelo, su hermano se quitó silenciosamente un cordón de su zapato y lo ató alrededor de la pata de la liebre.

Jinju bajó la mirada hacia el pie descalzo que asomaba en el extremo de la pierna coja de Hermano Mayor. Estaba cubierto de una capa de barro y brillaba como el esmalte. Su hermano llevó la liebre al borde del campo y la ató a uno de los tallos de maíz de Gao Ma. Después cortó un tallo viudo, lo limpió y lo masticó para extraer su dulce savia.

Cada vez que Jinju miraba la liebre, algo que hacía a menudo, veía cómo esta luchaba por liberarse, peleando con tanta fuerza contra el cordón del zapato que parecía como si tratara de separarse de la extremidad atada para poder escapar apoyándose en las otras tres. Finalmente, Jinju se acercó a ella, deshizo el lazo, desató el extremo que estaba enrollado alrededor de su pata y la dejó libre. Mientras observaba cómo saltaba y desaparecía entre los antaño hermosos pero ahora disecados tallos, una vaga sensación de esperanza inundó su espíritu. Un secreto oscuro y sin límites se encontraba oculto entre todo aquel maíz.

—Tienes el corazón de un Bodhisattva, hermana —dijo Hermano Mayor mientras se acercaba—. Algún día, tu bondad se verá recompensada.

Su aliento a ajo le puso enferma.

Aquel día, durante el almuerzo, a Jinju la trataron con afecto, probablemente porque todo el mundo se había enterado de lo compasiva que había sido aquella mañana. Durante la temporada de cosecha de otoño, cuando todos desearían haber tenido otro par de manos, no podrían vigilarla todo el tiempo. Así que, después del almuerzo, Jinju se fue al pozo a coger agua. El padre y la madre la siguieron con la mirada, pero ninguno dijo una palabra. Ella regresó con dos cubos llenos, los vació en el barril de agua y luego regresó a por más. Su instinto le decía que se había ganado su confianza.

Decepcionada por no haber podido ver a Gao Ma, sin embargo fue saludada por las vecinas que se apostaban alrededor del pozo, y las expresiones extrañas que creyó ver en sus ojos se desvanecieron cuando miró con mayor detenimiento. Quizá todo son imaginaciones mías, pensó. En su tercer viaje al pozo, se encontró con la esposa de Yu Qiushui, el vecino de Gao Ma, una enorme mujer de treinta años con pechos erguidos cuyos pezones siempre parecían asomar por debajo de la chaqueta.

Cuando las dos mujeres se vieron al otro lado del pozo, la esposa de Yu Qiushui dijo:

—Gao Ma quiere saber si tus sentimientos han cambiado.

Casi le da un vuelco el corazón.

—¿Acaso los suyos sí? —preguntó suavemente.

—No.

—Entonces los míos tampoco.

—Eso está bien —replicó la esposa de Yu Qiushui, mirando alrededor antes de dejar caer un pedazo de papel en el suelo.

Jinju se inclinó rápidamente como si estuviera extrayendo agua, cogió la nota y la guardó en el bolsillo.

Aquella tarde, cuando llegó la hora de regresar a los campos, Jinju inventó una excusa, quejándose de que le dolía el estómago. El padre la miró con recelo, pero Hermano Mayor dijo generosamente:

—Quédate en casa y descansa un poco.

Así pues, Jinju se dirigió a su habitación, cerró la puerta tras de sí y sacó el papel —durante el almuerzo la preocupación que sentía por el contenido de la nota hizo que le resultara casi imposible mantener una conversación con sus padres—, que había plegado cuidadosamente con mano trémula. Podía escuchar su propia respiración. Cuando notó que un poco de aire fresco se introducía a través de las grietas de la puerta, volvió a doblar el papel ansiosamente y abrió. La habitación exterior estaba vacía. Entonces, escuchando el martilleo rítmico que procedía del patio, se asomó a la ventana, donde vio a su madre de pie bajo el radiante sol de otoño, golpeando las cascarillas de las espigas de grano con un mazo de color púrpura brillante. Su chaqueta de tul se había pegado a su espalda sudorosa y una capa de cascarillas amarillas se había adherido a la chaqueta.

Por fin, Jinju pensó que podría desplegar el papel sin peligro. Leyó con avidez los caracteres escritos a mano.

Mañana por la tarde. En el campo de maíz. ¡Nos escaparemos juntos!

Las palabras, escritas con bolígrafo, estaban borrosas por el sudor.