Gao Yang escuchó cómo Bigotes Zhu gritaba por el teléfono de la oficina para acelerar la entrega de las albóndigas estofadas que había pedido, y sintió una enorme repulsa. Tuvo que apretar los dientes para no regurgitar las tres botellas de agua que acababa de beber y que tanto necesitaba. El joven con cara de caballo todavía estaba vomitando, aunque ahora sólo tenía arcadas secas. Gao Yang advirtió una espumosa hilera de esputos sangrientos en la comisura de la boca y sintió lástima por aquel joven de lengua afilada.
La luz del atardecer había perdido algo de fuerza; eso y el hecho de que no sentía los brazos insuflaron a Gao Yang una sensación de bienestar. Se levantó una ligera brisa que refrescó su cuero cabelludo, que estaba bronceado por el sol y luego se empapó de agua hasta que sintió un ligero hormigueo. En general, todavía se sentía bastante bien —de hecho, se sentía tan bien que quería hablar—. Las arcadas secas del joven con cara de caballo le estaban poniendo de los nervios, así que Gao Yang ladeó la cabeza y dijo:
—Vamos a ver, amigo, ¿no puedes detener las náuseas? —Pero sus palabras no surtieron efecto. Las arcadas seguían produciéndose.
Un par de camiones y una pequeña furgoneta azul estaban aparcados en el otro extremo del recinto municipal, donde una bulliciosa cuadrilla de hombres cargaba cajas de cartón, armarios, mesas, sillas, taburetes. Probablemente están ayudando a hacer la mudanza a algún oficial, dedujo mientras miraba absorto toda aquella actividad. Pero, unos instantes después, la presencia de todo aquello era más de lo que podía soportar, así que miró hacia otro lado.
Cuarta Tía estaba arrodillada en silencio, con el pelo barriendo el suelo. Cuando Gao Yang escuchó un tenue ruido en la garganta de la anciana, pensó que se habría quedado dormida. Y, a continuación, pasó por delante de sus ojos otra imagen que se remontaba a la Revolución Cultural: la de su anciana madre vilipendiada y apoyándose en el suelo con las manos y las rodillas. Sacudió la cabeza para espantar algunas moscas que revoloteaban por el apestoso charco que había delante del joven con cara de caballo. Su madre se encontraba arrodillada sobre los ladrillos, con los brazos en la espalda… Apoyó una mano en el suelo para aliviar el dolor, pero una agresiva bota de cuero la pisó con fuerza… Ella gritó… Con los dedos doblados y retorcidos hasta el punto de no poder enderezarlos…
—Cuarta Tía —susurró—. Cuarta tía…
La anciana gruñó ligeramente, en lo que Gao Yang consideró que era una respuesta.
El chico de los recados del restaurante llegó montando hábilmente sobre su bicicleta. Esta vez, llevaba la comida en una mano y movía el manillar con la otra mientras se abría paso entre un par de álamos blancos, dejando tras de sí un aroma a vinagre y ajo.
Gao Yang miró la puesta de sol, cuya luz era cada vez más tenue y agradable. Sabía que los camaradas policías estarían en ese momento mojando las albóndigas estofadas en la salsa de vinagre y ajo, y esto encerraba un terrible significado oculto. Cuando acaben de comer, se recordó a sí mismo, saldrán a meterme en una furgoneta de color rojo y me llevarán… ¿A dónde me llevarán? Sea donde sea, va a ser mejor que estar atado a un árbol, ¿verdad? Aunque, ¿quién sabe? Lo cierto es que, tal y como lo veía, no había ninguna diferencia pasara lo que pasara. «El corazón del pueblo está hecho de acero, pero la ley es una fragua». Si me declaran culpable, me cortarán la cabeza. Se volvió a levantar la brisa, agitando las hojas de los álamos y transportando el aroma de una mula lejana, que le heló el cogote. Se obligó a sí mismo a dejar de pensar en lo que podría suceder.
Una mujer que llevaba un fardo apareció en la puerta del recinto, donde discutió con un joven que no le dejaba pasar. Después de fracasar en su intento de entrar, tomó el largo camino que había alrededor del bosque de árboles. Gao Yang la observó mientras se aproximaba. Era Jinju, arrastrando pesadamente al bebé que llevaba en su vientre hasta el punto de que apenas podía caminar. Estaba llorando. El fardo que llevaba en sus manos era grande y redondo, con la forma y el tamaño exactos de una cabeza humana. Pero cuando estuvo más cerca, Gao Yang observó que sólo se trataba de un melón. Como no tenía el ánimo suficiente para mirarla a los ojos, Gao Yang suspiró y bajó la cabeza. Comparado con la pobre Jinju, él no tenía motivos para quejarse. La gente debería tener en cuenta las cosas positivas que hay en su vida.
—Madre… Madre… —Jinju se encontraba tan cerca que podía tocarla—. Madre… Madre… ¿Qué te ocurre?
No estoy llorando, se recordó Gao Yang a sí mismo, no estoy llorando, no estoy…
Jinju se puso de rodillas junto a Cuarta Tía y cogió entre sus manos la cabeza gris y mugrienta de la vieja dama. Estaba llorando y gimiendo como una anciana.
Gao Yang se sorbió la nariz, cerró los ojos e hizo un esfuerzo por escuchar los gritos de los granjeros que llamaban a su ganado en los campos. El rebuzno modulado y rítmico de una mula le llegó a los oídos. Era el sonido que más temía de todos, así que volvió a mirar a Jinju y a Cuarta Tía. Los suaves rayos anaranjados del sol iluminaban el rostro de Cuarta Tía, que estaba rodeado por las manos de Jinju.
—Madre… Todo es por mi culpa… Madre… Despierta…
Los párpados de Cuarta Tía se abrieron lentamente, pero el blanco de sus ojos apenas se dejó ver antes de que los párpados se volvieran a cerrar, dejando salir un par de lágrimas cetrinas que resbalaron por sus mejillas.
Gao Yang observó cómo la blanquecina y afilada lengua de Cuarta Tía asomaba para lamer la frente de Jinju, como una perra que lava a su cachorro o una vaca que limpia a su ternero. Al principio la escena le desagradó, pero se recordó a sí mismo que la anciana no habría hecho eso si tuviera las manos libres.
Jinju sacó el melón del fardo, lo partió con un certero golpe, sacó un poco de pulpa rojiza y la colocó entre los labios de Cuarta Tía, que comenzó a lloriquear como una niña.
Gao Yang dirigió su atención al melón, cuya presencia hacía que sintiera nudos en el estómago. Le invadió la ira. ¿Qué pasa conmigo?, se reprochó a sí mismo. Hay suficiente para todos.
El joven con cara de caballo, que había dejado de tener arcadas —Gao Yang estaba demasiado ocupado observando a Jinju como para darse cuenta de ello—, se había deslizado por el tronco que ayudaba a mantenerle cautivo, hasta que se sentó en la base del árbol, sacudiendo la cabeza y con el cuerpo inclinado hacia delante. Parecía estar haciendo una reverencia.
Madre e hija empezaron a gemir, sin lugar a dudas revividas por el melón que acababan de devorar. Eso es lo que pensó Gao Yang, pero se sorprendió al ver que ni siquiera se habían acabado una rodaja. Jinju estaba acunando la cabeza de su madre entre sus brazos y lloraba tan amargamente que todo su cuerpo se agitaba.
—Querida Jinju… Mi pobre niña —lloraba también Cuarta Tía—. No tenía que haberte golpeado… No volveré a entrometerme en tus asuntos… Ve y reúnete con Gao Ma… Vivid juntos y felices…
Los camiones, cargados con tantos muebles que casi sobresalían, se dirigieron con paso vacilante hacia ellos. La policía, una vez acabada la comida, apareció con ganas de conversación y cuando Gao Yang escuchó cómo se aproximaban sus pasos, volvió a sentir miedo. Un camión crujía y chirriaba mientras avanzaba, y los últimos rayos de sol se reflejaban con fuerza en el parabrisas, detrás del cual se sentaba un conductor de rostro encendido.
A continuación, sucedió algo que Gao Yang nunca podrá olvidar. El camino era estrecho y el conductor probablemente había bebido demasiado. El destino habría sido un poco más favorable con el joven con cara de caballo si no hubiera tenido una cabeza tan larga, pero una pieza triangular de metal que sobresalía de aquel vehículo tan cargado le golpeó la frente y le abrió un terrible tajo, que por un instante fue blanco antes de que empezara a emanar un chorro de sangre espesa. De su boca salió un quejido mientras el cuerpo se lanzaba todavía más hacia delante. Sin embargo, a pesar de su extraordinaria longitud, su cabeza se detuvo cerca del suelo, ya que los brazos aún estaban atados alrededor del árbol. La sangre salpicaba la carretera curtida por el sol que se extendía ante su cuerpo.
Los policías se quedaron congelados en su camino.
El viejo Zheng rompió el silencio maldiciendo al conductor de rostro enrojecido con terrible furia.
—¡Maldito bastardo hijo de puta!
El policía tartamudo rápidamente se quitó su casaca y envolvió con ella la cabeza del joven.