III

La sombra seguía virando hacia el este, hasta que los últimos rayos de sol de la tarde incidieron directamente sobre los prisioneros. Las cosas se habían puesto feas para Gao Yang, que sentía como si los brazos le fueran a la deriva, dejándole una sensación ardiente en los hombros. El joven con cara de caballo que había junto a él estaba vomitando escandalosamente. Gao Yang se giró para mirarle.

La cabeza caída al final del largo cuello del joven le obligaba a enderezar los omóplatos. Su pecho palpitaba con violencia y el suelo estaba cubierto de una sustancia pegajosa y desagradable, una mezcla de rojo y blanco; las moscas salieron de las letrinas y revolotearon por encima de él. Gao Yang giró la cabeza mientras sentía cómo su estómago se contraía y un torrente de aire se precipitaba ruidosamente por su garganta. Su boca se abrió de par en par y emanó un líquido amarillo.

La desconsolada Cuarta Tía, que se encontraba a su izquierda, comenzó a hipar y ahora incluso sus llantos habían empezado a remitir. ¿Estaba muerta? Alarmado por este pensamiento, se giró para mirarla. No, no estaba muerta. Estaba tratando de recuperar la respiración y, si sus brazos no estuvieran atados con tanta fuerza por detrás de su espalda, se habría derrumbado boca abajo sobre el suelo. Había perdido uno de los zapatos y mostraba un pie oscuro y afilado, extendido hacia un lado, donde las hormigas se arremolinaban a su alrededor. Su cabeza no tocaba el suelo, aunque sí lo hacía su pelo gris.

No estoy llorando, murmuró Gao Yang para sus adentros. No estoy llorando.

Haciendo acopio de toda su energía, se puso de pie y apretó la espalda contra el tronco con toda la fuerza que pudo, para poder quitar algo de presión en sus brazos. Song Anni, la mujer policía, apareció para inspeccionar la escena. Se había quitado la gorra, alisando su espeso cabello negro, pero no se quitó las gafas de sol mientras se limpiaba sus labios húmedos y brillantes con un pañuelo que rápidamente cubrió su boca al contemplar el vómito que había dejado el joven con cara de caballo.

—¿Va todo bien por aquí? —preguntó con voz apagada.

A Gao Yang no le apetecía responder y Cuarta Tía era incapaz de hacerlo, así que todo estaba en manos del joven con cara de caballo.

—¡No hay pro-problema, así que ya te puedes ir a tomar por el culo!

Aterrorizado al pensar que iba a golpear al joven, Gao Yang se giró para mirar hacia él. Pero la mujer policía se había dado la vuelta y se alejó, con la boca tapada por el pañuelo.

—Honorable hermano —dijo Gao Yang, esforzándose por pronunciar alguna palabra—, no hagas que las cosas se pongan peor de lo que ya están.

El joven se limitó a sonreír. Su rostro estaba pálido como una hoja de papel.

La mujer policía regresó con Zhu y Zheng a remolque. Zhu llevaba un cubo de metal y Zheng portaba tres botellas de cerveza vacías, mientras la mujer policía sujetaba un cacillo.

En el grifo la presión del agua era tan intensa que hacía que el cubo de Zhu emitiera un canturreo; lo había llenado hasta el borde y lo arrastraba sin cortar el agua, que se extendía sobre los ladrillos y las baldosas del suelo. El aire transportó la fragancia a agua fresca hasta el lugar donde se encontraba Gao Yang, que la inhalaba profundamente. Era casi como si una bestia extraña en su estómago estuviera gritando: «Agua… Su Excelencia… Sé misericordioso… Agua, por favor…». Apenas Zheng puso una de sus botellas bajo el grifo, esta se llenó hasta el borde y, a continuación, se dirigió hacia Gao Yang con tres botellas llenas.

—¿Quieres un poco?

Gao Yang asintió enérgicamente. Podía oler el agua y la imagen del rostro hinchado de Zheng le llenó de tanta gratitud que casi se echó a llorar.

Zheng colocó una de las botellas en la boca de Gao Yang, que la sujetó con los dientes y la chupó sediento, tomando un trago enorme hasta el punto de que un poco de agua se le fue por el otro lado y descendió por la tráquea. Tosió con tanta violencia que sus ojos se pusieron en blanco. Zheng dejó caer la botella al suelo y comenzó a darle golpes en la espalda. El agua finalmente salió por la boca y la nariz de Gao Yang.

—Despacio —dijo Zheng—. Hay mucha.

Después de haberse bebido las tres botellas de agua, Gao Yang todavía seguía sediento. Le abrasaba la garganta, pero por la mirada de desagrado que lucía el rostro de Zheng, advirtió que no sería prudente pedir más.

El joven con cara de caballo hizo un esfuerzo por ponerse de pie y Bigotes Zhu le dio agua. Gao Yang miraba con codicia mientras el joven bebía cinco botellas. Dos más que yo, protestó para sus adentros.

Cuarta Tía probablemente se encontraba inconsciente, ya que la mujer policía estaba echando agua sobre ella. Aunque era clara cuando la echaba por encima, el agua se derramaba por el suelo teñida de una coloración grisácea. Su chaqueta de manga corta, hecha con una mosquitera y desde hacía tiempo alejada del agua y el jabón, recuperó con el chapuzón algo de su blancura original. Con las ropas empapadas y pegadas a la espalda parecía un esqueleto, con los omóplatos sobresaliendo como si fueran riscos afilados. Tenía el pelo pegado al cráneo, del cual goteaba el agua sucia hacia el suelo y formaba pequeños charcos brillantes.

El hedor que emanaba su cuerpo hizo que a Gao Yang se le revolviera el estómago. Tal vez, pensó, ya esté muerta. Pero justo cuando meditaba sobre esa terrible idea, vio cómo el cabello gris de la anciana se levantaba lentamente, llevando hasta el límite el cuello de la pobre mujer. El agua hizo que su cabello pareciera más fino que nunca, y lo único que pensó en ese momento fue que las mujeres calvas eran mucho más feas que los hombres calvos. A su vez, aquella escena le recordó a su madre, que era calva cuando murió, y casi se echó a llorar.

Hubo un tiempo en el que su madre también fue una mujer de pelo cano aunque llena de energía. Pero todo eso cambió en mitad de la Revolución Cultural, cuando su hermoso cabello blanco fue arrancado por los campesinos de clase baja y media. Tal vez se lo merecía, ya que se había casado con un terrateniente. ¿A quién iban a atacar si no era a ella? Un miembro fornido de mediana edad de la familia Guo llamado Qiulang la agarró por el pelo y le bajó la cabeza con toda su fuerza. «¡Inclínate, vieja canosa!», gritó. Gao Yang la observaba desde la distancia y esa escena le vino en ese momento a la mente con tanta intensidad como si fuera el día en que sucedió. Podía oír llorar a su anciana madre canosa como si fuera una niña pequeña…

Una vez recuperado el conocimiento con el chapuzón, Cuarta Tía pasó los labios sobre sus encías desdentadas y comenzó a llorar como una niña…

—¿Tienes sed? —Escuchó cómo la mujer policía preguntaba a Cuarta Tía con un asomo de dulzura.

Pero en lugar de contestar, esta comenzó a gimotear. Su voz era ronca y al mismo tiempo estridente y sus lamentos carecían de la fuerza y la viveza que tenían antes.

—¿Qué ha pasado con todos estos valientes que rompen cristales? —preguntó la mujer policía mientras vertía otro cacillo de agua fría sobre la cabeza de Cuarta Tía como gesto final antes de coger el cubo de agua y dirigirse hacia Gao Yang.

Incapaz de ver sus ojos por culpa de las gafas de espejo, dirigió su atención hacia la estrecha ranura que formaban sus labios fuertemente apretados. Se estremeció al recordar por alguna razón a un cerdo desmembrado y no dijo una sola palabra mientras ella dejaba el cubo en el suelo. Sacó un poco de agua y la lanzó contra el pecho de Gao Yang, quien con una reacción involuntaria encogió el cuello entre los hombros y emitió un extraño grito apagado. Ella sonrió, con sus hermosos y perfectos dientes brillando a la luz del día, luego volvió a coger un poco de agua y la vertió por encima de la cabeza de Gao Yang. Esta vez no se estremeció, ya que sabía lo que le esperaba y después de que el agua fría resbalara lentamente por su espalda y por su pecho, dejó unos churretes grises sobre sus piernas. Revitalizado al instante y con la cabeza inusitadamente despejada, tuvo la sensación de que el agua fresca era la mayor fuente de alegría que jamás había conocido. En ese momento, mientras miraba la maravillosa boca de la mujer policía, le invadía una inmensa sensación de agradecimiento.

Ella le empapó un par de veces más antes de dirigirse hacia el joven con cara de caballo, cuyo rostro tenía una palidez mortecina, con un ojo hinchado y cerrado y el otro abierto de par en par, con el labio torcido en una sonrisa dedicada a la mujer policía. Insultada por aquella mirada, lanzó con toda su fuerza un cacillo de agua y empapó el pálido rostro del joven, que también encogió el cuello entre los hombros.

—¿Qué dices a eso? —gruñó enfadada.

El joven sacudió su cabeza empapada.

—Está fresca y es agradable —respondió, todavía sonriendo—. Simplemente maravillosa.

Ella lanzó otro cacillo y le salpicó el rostro, sin importarle el lugar ni la fuerza con la que le golpeaba.

—¡Ya te enseñaré lo que es fresco y agradable! —gritó—. ¡Ya veremos lo maravillosa que te parece!

—Lo que es fresco y agradable es fresco y agradable… —gritó el joven, retorciendo la cintura, lanzando patadas al aire con los dos pies y sacudiendo la cabeza hacia atrás y hacia delante.

Tras tirar el cacillo contra el suelo, la mujer policía cogió el cubo y lo vació sobre la cabeza del joven. Pero ni aún así consiguió aplacar su ira, de modo que le golpeó varias veces en la cabeza con el borde del recipiente, como si quisiera asegurarse de que caía sobre él hasta la última gota de agua. Luego dejó caer el cubo y se colocó delante del joven, con las manos en las caderas y el pecho palpitando.

Para Gao Yang, el sonido del cubo golpeando contra la cabeza de aquel joven era apagado y húmedo, y le produjo dentera.

El joven, que estaba escupiendo, apoyó su cabeza —que parecía hincharse y adquirir cierto color caoba— sobre el tronco del árbol. Gao Yang escuchó cómo el estómago del joven hacía ruido y observó que su cuello se estiraba hacia delante hasta que los tendones parecieron estar a punto de atravesar su tirante piel. Intentó una y otra vez cerrar la boca, pero no podía. Entonces, de repente, la boca se ensanchó y un torrente de agua mugrienta salió a borbotones, golpeando en pleno pecho de la mujer policía antes de que pudiera apartarse a un lado.

Ella gritó y dio un salto. Pero el joven con cara de caballo estaba demasiado ocupado vomitando como para prestar atención a su pecho.

—Muy bien, Song —dijo Zheng, mirando su reloj—. Ya casi es la hora de cenar. Acabaremos con esto después de comer algo.

Bigotes Zhu cogió el cubo y el cacillo y se marchó detrás del viejo Zheng y de Song Anni.